Yo lo veo de manera muy simple.
Tenemos las soluciones neoliberales, que son la doctrina oficial, pensamiento único, que tienen detrás una teorización económica y un entramado institucional digno de considerar. Que no son cuatro memos, vaya, aunque tampoco lo son los muchos que las critican con argumentos sensatos.
Tenemos las soluciones socialdemócratas, que son las mismas que las neoliberales, con un toque de atención meritorio hacia los problemas de los grupos en desventaja (ya el propio concepto de desventaja pertenece a la lógica liberal).
Tenemos las soluciones neoconservadoras, los que que caen en la extrema derecha al modo lepen o los nacionalismos. Que no tienen más soluciones que apelar a una moral estricta que ya no es pertinente en nuestro siglo, o a un proteccionismo autárquico absurdo en un mundo globalizado en la práctica.
Tenemos las soluciones comunistas y los restos de los socialismos cásicos, de las que ya casi ni se habla (desaparecieron hasta de las siglas), que cayeron con el muro, que confían en la nacionalización de todo lo importante, que los es todo, como si los gobiernos fueran reuniones de personas moralmente íntegras y entregadas desinteresadamente al bienestar del prójimo, y no maquinarias burocráticas clientelares o actores del sistema. Aquí nos anda quedando Venezuela, Cuba y Corea, por un lado, y Brasil y China, que parecen cómodos en el mundo neoliberal.
Y tenemos a los queridos movimientos asamblearios, a los buenos de los muchachos descubriendo el mundo y la acción en una fiesta democrática que dura lo que dura hasta que cada uno vuelve a sus quehaceres y aquí no ha pasado nada.
Y sabemos una cosa, casi, casi segura. Todas ellas se pervierten en la práctica hasta lo irreconocible, hasta la náusea de la razón de estado y la lucha ambiciosa y egoísta más inmoral.
Después podemos hacer varias cosas. Todas ellas respetables.
Podemos pelearnos entre nosotros para defender las posiciones y los intereses de los grupos que viven de la política o de los grupos de presión, y creernos sus argumentos demagógicos, sus consignas diarias, para alimentar nuestras conversaciones de bar o sobremesa, con cuidado, que ahí se fraguan grandes enemistades y algunos ya ni nos hablamos. Después, habrá que ir a votar para dar testimonio de nuestro compromiso, y entregarles el poder de nuevo.
Podemos callar, hacer como que todas estas cosas no nos incumben, que nos pillan lejos, y total, nada va a cambiar porque yo diga esto o aquello. Seguiré a mis quehaceres, que la vida también sigue.
Podemos ir a protestar cuando nos convoque el partido o el sindicato o la asociación de amigos del recuerdo de no sé cuál efeméride que debe ser recordada (como si cada recuerdo no fuera una reinvención y una estrategia retórica más, como si cada cual exigiera para sí el respeto que merece el historiador concienzudo que documenta y reflexiona). Y enarbolar consignas sencillas, eso sí, que la complicación no atrae seguidores ni suena pegadiza, y reclamemos ideología, no se sabe muy bien para qué, dado que la ideología es simple y es como un barniz, que da capas vistosas, pero no cambia la madera.
Y podemos pensar. Podemos estudiar, reflexionar, criticar, argumentar, buscar nuevos modos de decir las cosas, nuevos argumentos, nuevos conceptos que no se aferren a los conceptos que marcaron otros tiempos, nuevos conceptos que sirvan para definir futuros, no para la demagógica reivindicación de un pasado que no fue. (Esta opción será preferida por pocos, porque cuesta mucho leer, pensar, contrastar y estar dispuesto a abandonar las creencias más profundas cuando no puedan sostenerse por más tiempo. Me da la vanidad y el esnobismo intelectual; esta es mi opción. De su componente liberal-libertario, trataré en otro momento.)
Ah, también podemos hacernos del partido, a ser posible del que vaya a gobernar. Y aprender a callarnos y a ser tan sutiles en la argumentación, que sepamos incluso convencernos a nosotros mismos de nuestras propias mentiras, que son las mentiras necesarias del partido, pues lo importante es el partido, y el partido debe seguir para que yo también siga.
Sobre nuestra decisión, debemos tener en cuenta algo más. Nada funcionará bien. La historia de la humanidad lo muestra. Nunca funcionó, no funciona y nunca funcionará. En cierto modo, todo será en vano, no nos engañemos como si fuéramos jovencitos engañados por la demagogia o la vergüenza del adulto, que no sabe cómo contar a su hijo que todo está empantanado, porque total, para qué, no sabría cómo asimilarlo y ya se dará cuenta cuando crezca. A esto lo llamamos madurar, aprender a convivir con el desengaño.
Elijan ustedes, mis queridos y queridas. Y haya paz.