miércoles, 30 de agosto de 2023

De razones y emociones

La emoción es la impotencia de la razón. La forma de ser del ser humano es la racionalidad, y llamamos raciocinio a la manera en que el animal humano observa lo que sucede alrededor, distingue unas cosas de otras (o enjuicia, esto es tal, esto es algo otro, etc.), medita, sopesa y delibera según fines, y por último aprueba lo que su pensamiento alcanza, y así decide y hace. No somos animales que nos dejemos llevar del primer impulso. Ni siquiera los animales inteligentes lo hacen, pues el lobo y la leona, y tantos otros, no se lanzan sobre su presa a la primera punzada del hambre, sino que escogen la presa débil, la acorralan y la aíslan, hasta asegurar un ataque exitoso, y lo mismo el plácido rumiante, que no se acerca al agua sin más cuando tiene sed, sino que observa y espera hasta que no haya peligro, y ninguno bebe lo primero que pilla, sino que antes saborea, y después aprueba. No somos necios, que sumen a su necedad la ignorancia de desconocerla. Nadie en sus cabales deja de buscar la fuente de un ruido sospechoso en su casa, el origen de un malestar en el hijo o en sí propio, por dónde escapa el calor y entra el frío en el hogar, y tantas cosas diarias ante las cuales todos, todos, con la excepción de la senilidad y la debilidad mental, observamos y nos paramos a pensar antes de hacer las cosas que correspondan: no las que apetezcan en el primer impulso, sino las deseables por convenientes.

Del mundo, dividamos lo que nos afecta según su gravedad. El dolor de un hijo es un contratiempo, que fácilmente se resuelve en la mayor parte de los casos, basta con observar y buscar indicios que confirmen las causas, para proponer un remedio eficaz. Pero, cómo conservar la calma cuando la amenaza se cierne sobre nosotros terrible en sus consecuencias, cómo mantenerse sereno ante la pérdida irreparable, cómo prudente ante el placer desbordado del triunfo, que es pan de inmensa satisfacción para hoy, y hambre por no saber conservar lo ganado para mañana. Estas situaciones especiales ejercen sobre nosotros una fuerza pujante que nos sobrepasa, que nos desquicia, que nos perturba el ánimo, o que, en definitiva, impiden que la sana razón siga siendo el principio de nuestro comportamiento. Puesto que sufrimos y padecemos la fuerza de estas difíciles situaciones, llamamos a nuestro sentimiento de las mismas sufrimiento y pasión (padecimiento). ¿En qué consiste esta pasión y sufrimiento? En que las situaciones nos conmueven, no nos dejan estar en nuestro ser, sino que algunas nos sacan de nuestras casillas, en expresión llana, y otras nos ciegan con la promesa de un placer que no continuará, aunque quedemos ciegos para verlo. Esta conmoción del espíritu, que nubla la razón, impide el juicio y la prudencia, es a lo que los clásicos llamaban emociones, la moción del alma fuera de sí a causa de una fuerza externa, que deja nuestras capacidades en nada, y por eso impotentes, sin potencia, sin posibilidad, sin poder para afrontar lo que nos tuerce el ánimo. Por eso, la emoción es la impotencia de la razón.

Una vez perdidas las referencias clásicas de nuestra tradición conceptual, los modernos han confundido los términos, tantos términos, hasta no saber ya lo que se dice. Todo el pensamiento moderno está viciado de partida, ignora necio lo que eran las cosas, y así ya no sabe lo que son, ni sabe lo que dice cuando habla, ni lo que piensa cuando quisiera pensar. La emoción es un concepto negativo, la negación de la facultad del raciocinio, que es algo que todos ponemos en práctica de continuo, aunque a veces las situaciones nos descoloquen, y necesitemos reposo y distancia para aclarar nuestras ideas, o estudio y ensayo para anticipar las maneras adecuadas de responderlas. Como la ceguera, el ejemplo aristotélico, que no es nada en sí, sino negación de la facultad de la visión: si no hubiera ojos, nadie sería ciego. Las construcciones conceptuales positivas son las que tienen una realidad como referencia; su negación no crea realidad, sino que la destruye, no tiene referencia, sino falta. Si entendemos que el raciocinio es connatural al ser humano, primero por nacimiento, y después por estudio y ejercicio, entenderemos con facilidad que la emoción no es sino la pérdida transitoria de la razón, y por eso es atenuante y eximente en el derecho, porque demuestra que no pudo haber razón premeditada en el delito. Decimos que estamos apasionados cuando nos dejamos llevar por la pasión, por ejemplo, por el imponente clamor de la masa del estadio, y entonces gritamos y jaleamos, lloramos, odiamos y amamos, no como solemos ser en la calma de nuestras vidas, sino arrastrados por el griterío de los demás, por la explosión de júbilo, etc. Frente a la pasión, moderación, recomendaban los clásicos; ej.: me enamoro, es un sentimiento intenso y agradable que ilusiona y hace olvidar penas y pesadumbres; entonces, o modero la pasión, razono y decido lo que conviene a los dos, o me dejo arrastrar por ella quizá hasta perderme o hasta destrozar la vida de la persona que digo amar.

Frente a los clásicos, los modernos ven en las pasiones un valor positivo, sin que ninguno sepa decirnos en qué consiste (ya hemos dicho que, precisamente, consiste en una negación: negatum, no positum). Ven en la pasión que se deja dominar la sanación de las heridas espirituales, la verdad interior del primer impulso, el mal entendido carpe diem hedonista, o la oportunidad para escapar de la dura prisión de la norma, que ellos ven como enfermedad social, y no como la fuente de serenidad y de aprendizaje de una vida civilizada. Prefieren la barbarie, el instinto, y ven como una fuente de maduración el recrearse en las miserias, en las imperfecciones, en la debilidad. Rechazan la perfección, porque ella obliga a la severa perseverancia de la disciplina, la razón y el orden, y prefieren la imperfección que no se somete, sólo para que no haya sometimiento, aunque de ello nada resulte. ¿Es mejor acaso una mesa imperfecta, coja, sólo porque refleja los errores que naturalmente afloran en el ebanista descuidado, que una mesa perfecta, que sirva y adorne, que demuestre la ardua tarea del ebanista sacrificado a su oficio? ¿Acaso cuando compramos cualquier producto de consumo, escogemos el peor, para sentirnos empáticos y buenrollistas con el pobre fabricante que no ha sabido hacerlo mejor, quizá por ser víctima de una disciplina que le exigió lo que él no pudo dar? ¿Preferimos acaso el ruido al sonido, un violín desafinado a Mozart y el Romanticismo, la estridencia a la suavidad de la música popular? ¿Preferimos no llegar a nuestras metas a echar un último arresto para sentir la satisfacción por lo bien hecho? Si no preferimos lo imperfecto a lo perfecto, ¿por qué pensar (!) que es mejor el arranque inmeditado del que se deja llevar a una acción que arrase sobre los demás, en nombre de la tiránica libertad del capricho, y que es peor la prudencia del que no se precipita, se esfuerza por dominar sus pasiones, toma en consideración ética a los demás y a sí mismo, y actúa para el bien de todos?

La prudencia, la civilización, la educación, las buenas maneras consisten al final en el aprendizaje del saber estar, que consiste sencillamente en observar las situaciones a las que llegamos, con el respeto que merecen quienes ahí se encuentran, y en acomodarnos, hacernos aptos, aportar al conjunto sin descolocarlo, sin destrozarlo, sin violentar la vida de los demás sólo porque nos venga en gana. Le emoción es la negación de la prudencia. Donde reina la pasión, la razón se pierde: civilización o barbarie.



miércoles, 2 de agosto de 2023

Los sustantivos deverbales, o la paradoja eleática

1. Nombrar es asignar una palabra a una realidad o una posibilidad. Nombramos las cosas con el sustantivo, nombramos las acciones con el verbo, nombramos las cualidades con el adjetivo, nombramos la orientación verbal con las preposiciones, nombramos el vínculo con las conjunciones, etc. El nombre designa, o señala, y también define y delimita, señala los límites finales que distinguen lo que es de lo que no es la cosa. Es lo mismo nombre que palabra. Denominar (lat. denominare, nombrar) es encontrar la palabra que corresponda a la realidad, fáctica o posible, que quiere ser representada en el lenguaje. Primero, la realidad, después el nombre, que siempre es el nombre de algo. Ningún algo sin nombre que lo diga, ningún nombre sin algo que decir.

2. En términos clásicos, la sustancia es el primer género del Ser, del cual se predican los demás géneros (la cantidad, la cualidad, la acción, la relación...). Substante es lo que permanece en sí y por sí, al margen de sus accidentes. El sustantivo da nombre al ente, a lo que es en cada caso de manera clara y distinta, al objeto, a la cosa real, dicho con palabras que pertenecen a distintas épocas filosóficas. Este vaso, esta mesa. El sustantivo da nombre a las cosas que están ahí a nuestro alrededor y, de manera derivada, el sustantivo sustantiva lo que no es sustancia, aunque sí materia semántica, y así, la conjunción sustantiva el vínculo, la preposición la orientación de la acción, aunque, dicho en términos estrictos, esto no son sustancias, o sólo por analogía, sino accidentes. También los accidentes son, y por tanto merecen nombre, aunque ellos no se sostienen por sí, sino que siempre son en referencia a algo sustancial que sostiene su valor semántico. La conjunción no es sin sus términos, la preposición sin su verbo, el pronombre sin su nombre de referencia, etc.

3. El verbo da nombre a la acción, que puede ser de diversos modos. Primero, la acción ontológica, representada mediante los verbos ser, estar, haber y parecer. La cosa es significa que ella está haciendo por ser, que está ahí siendo lo que ella sea. Haber de ser es la acción primordial de todo ente, porque ser siempre es seguir siendo. Segundo, la acción nominal o atributiva, con la que nombramos los atributos adjetivos de una sustancia. Por ejemplo, la cosa es algo, es blanca, es hermosa, es débil, etc. Es la propia acción ontológica, que ahora se determina por sus accidentes, y no por su propia voluntad de seguir siendo. Ser cualquier cosa significa que su manera de ser, en la acción de seguir siendo, está determinada por una cualidad adjectiva. Tercero, la acción transitiva, en la que un algo cualquiera actúa o hace sobre otro algo diferente, el cual sufre, recibe o padece la acción, y así, el perro come carne, el árbol arroja sombra sobre el riachuelo, yo escribo estas notas, etc. En todos estos casos, una realidad dinámica, en movimiento, kinética, queda denominada por un verbo. En cierto modo, se sustancia, y así vemos la escena del perro protagonizada por la acción de comer, y no por el algo al que llamamos perro y el algo al que llamamos alimento. No vemos al perro y el alimento, como entidades en un vacío, sino al perro comerse el alimento. En un giro semántico y filosófico, el nombre sustantivo se convierte en accidente del nombre verbal, en lo que no deja de ser una nueva formulación del dilema eleático: sólo lo que pasa es.

4. La flexibilidad de las palabras es inherente al lenguaje. Es un fenómeno antiguo, que se registra ya en los orígenes de nuestro más antiguo pasado lingüístico indoeuropeo, donde los filólogos afirman que los nombres sustantivos y los verbos forman parte de las mismas familias de raíces, lo que se traduce en la práctica en que, con una ligera variación fonética enclítica, por sufijación o por prefijación, todo verbo se convierte en sustantivo, todo sustantivo en verbo. Así, de perrear, perreo; de cantar, cantante; de comer, comida; y al contrario, de perro, perrear, de humano, humanizar, de teléfono, telefonear, etc. Basta escoger bien los afijos. En unas, el hablante fija la realidad en su aspecto estático; en las otras, en su aspecto dinámico; si bien, siendo estrictos, toda realidad es al mismo tiempo estática y dinámica, según el aspecto donde fijemos la vista.

5. Los sustantivos deverbales son los nombres sustantivos construidos por derivación de un verbo, como los mencionados. Son nombres sustantivos de dudoso derecho, pero eficaces en su función. Su virtud es ayudarnos a fijar nominalmente una realidad estática, de cosas, inscrita en una realidad dinámica, de acciones. De todos los casos posibles, tomemos dos como modelo: los sustantivos de agencia, cuya forma de construcción es el sufijo latino -tor (en castellano lo usamos como -tor y como -dor, con una suave variación fonética); de ahí, conductor, el que conduce, o sembrador, el que siembra, etc. Y los sustantivos deverbales abstractos construidos con el sufijo latino -or, y así, amor es el nombre del amar, calor del calentar, etc. El primer modelo da nombre al ente sustantivo, cosa o sustancia que protagoniza la acción, pero sólo en cuanto hace algo: el cantor es un ente (una persona, un pájaro...), pero sólo en cuanto canta, y sin la referencia verbal, queda en nada, o ha de buscarse en otra parte el nombre que lo sustantive. El segundo da nombre a la acción, y las cosas que en ella suceden quedan implícitas, y hablamos del amor en abstracto (el amor es dulce y terrible, etc.), aunque todo amor sea siempre de alguien que ama algo, según la diátesis completa del verbo transitivo: alguien hace algo a alguien (aquí, hacer como verbo puro), en eso consiste todo hacer (aquí, como sustantivo deverbal abstracto).

6. Fijémonos ahora en los participios del verbo, fuente de toda una variedad de formas sustantivadas. El participio es inicialmente una forma verbal, dice algo de la acción concreta que sucedió, sucede o sucederá. Su valor derivado primario es adjetival, califica a un nombre sustantivo: así, la fiera comida por los buitres, o el trofeo conseguido por los atletas, donde comida y conseguido califican a los sustantivos fiera y trofeo (y otros, la tierra prometida, el tocino salado, etc.). Fijémonos en el primer caso, donde lo comido (adjetivo) se convierte en la comida (sustantivo) de los pájaros. La comida está sosa o salada, está a punto o le falta un hervor. La comida es el contenido de la olla, cuyo nombre sustantivo podría ser arroz o potaje. Lo que yo quisiera subrayar aquí, y esa es la tesis de este breve comentario, es que sólo puede ser llamada comida, en cuanto forma parte semántica del comer, y sólo en la acción expresada por el verbo comer toma sentido llamar al arroz comida, y no arroz sencillamente, o paella. La comida dice que el arroz fue comido, o que pronto lo será. Si quedamos para una comida, no podemos sino imaginarnos comiendo llegado el momento. Sólo por metonimia, la parte por el todo, la comida es también la cosa que se come.

7. El participio de pasado da nombre a la acción en tiempo perfecto, o hecho consumado. Hecho (participio de pasado de hacer) dice que lo que se estaba haciendo ya terminó de hacerse: roto es lo que ha sido dañado, pasado es lo que ya pasó, escrito lo que ha quedado en palabras sobre el papel. En todas ellas escuchamos con facilidad el sentido sustantivo (un roto, el pasado, un escrito), aunque nos cueste oír con igual facilidad el sentido verbal (lo roto en el romperse algo, lo pasado en el pasar del tiempo, lo escrito en el escribir), que, sin embargo, está siempre presente. Y esto es de suma importancia para sostener nuestra tesis: el verbo sustancia o sustantiva una parte de la realidad de manera diferente al nombre sustantivo canónico, y fija para nosotros la acción como un suceso que sucede, y ello nos brinda la posibilidad, riquísima en implicaciones, de mirar la realidad no como un conjunto de cosas (sustancias), sino como un conjunto de sucederes, de acciones que suceden, dando primacía ontológica a la acción sobre la cosa.

8. Lo mismo los participios de presente y de futuro. Podemos oír en el primero el sentido verbal: brillante el sol, presidente la sesión, que en castellano decimos también con el gerundio (brillando el sol esta mañana, presidiendo la sesión el diputado más longevo); y oímos con facilidad tanto el sentido adjetivo (la perla brillante, la señora presidente) como el sustantivo (un brillante, el presidente). Cantante en cuanto canta, tronante en cuanto truena, detonante en cuanto detona, sustantivos deverbales con los que damos nombre al agente de la acción (equivalente a la construcción en -tor: cantor, tronador, detonador). También del participio de presente, en este caso del ablativo plural, con sufijación latina en -ntia, castellana -ncia, por derivación fonética: del sciente, la scientia; del lactante, la lactancia; del prudente, la prudencia. E igual con el participio de futuro: el propio futuro, lo que habrá de ser (futuro deriva de una raíz irregular del verbo ser, igual que fui, para el pretérito indefinido); natura, lo que habrá de ser nacido; cultura, lo que habrá de ser cultivado, o culto, etc. Hay que escuchar estos aparentes sustantivos en su valor verbal.

9. Para no extendernos más, un último caso: los sustantivos deverbales construidos mediante la terminación -tio, generalmente a partir del supino del verbo, que se encuentra en el latín, en castellano sólo en sus derivados, aunque también a partir del infinitivo. Así, del supino actum, más -tio, la actio, la acción; del verbo genero, la generatio; del supino dictatum, la dictatio (en castellano, el dictado, participio de pasado); del verbo moderar, la moderatio, etc. Tomemos un solo ejemplo para afinar nuestro oído: decimos la generación del 98, para dar nombre a un conjunto de escritores vinculados por la edad y las circunstancias de su época, y así escuchamos la palabra generación en su valor sustantivo; y decimos, por ejemplo, la generación de las plantas, su nacer y crecer, el generarse una nueva cosecha, donde escuchamos con claridad la palabra en su valor verbal. O también la nación española, sustantivo, y la nación de la camada, verbo (su nacer, su nacimiento, otro sustantivo deverbal). Sabiendo, no obstante, que ambos sentidos coexisten al unísono, y que no pueden ser separados, o perderían todo valor semántico.

10. Sólo por curiosidad. Hemos llamado substancia a la cosa sustantiva, la que se sostiene al margen de los accidentes, la que es como ente o como cosa, y no como acción. Sin embargo, substancia es un sustantivo deverbal derivado del participio de presente substante (lat. substans), igual que ente lo es del latín ens, que traduce el on griego, participio de presente del verbo einai, ser. Paradójicamente, estos nombres eminentes del Ser son también sustantivos deverbales. En ellos decimos que lo que es está siendo (siente) sin dejar de ser, y volvemos a la solución eleática: la cosa es en cuanto que le sucede algo, en este caso, ser.

Por supuesto, el Ser ha sido nombrado de muchos y diferentes modos históricos, cada uno de ellos determinándolo de maneras diferentes, y así, ha sido logos (λόγος, lat. ratio), physis (φύσις, lat. natura), esencia (oὐσία, lat. essentia), τόδε τί (un esto que), y también cosa (lat. causa, ger. ding, eng. thing), realidad (lat. res), objeto (lat. objectum) o algo (lat. aliquid, un otro que). La metafísica del ente, o de la sustancia, donde la cosa estática es en su dinamismo. De otro modo: la virtud del sustantivo deverbal.


lunes, 24 de julio de 2023

Ideología y sentimentalismo

Todavía en el siglo XVIII, Balmes llama ideología al estudio de las ideas individuales, en el sentido de que toda inteligencia individual tendría a su alcance un conjunto relativamente amplio de conceptos o ideas sobre el mundo. Si uno sólo puede pensar con los conceptos que acostumbra tener en mente, estudiar la ideología de la persona sería un modo de estudiar su psicología, es decir, su pensamiento, o su mente en cuanto razón y pensamiento. Resumido brevemente de este modo, el concepto parece propio de una visión subjetivista, a la manera del idealismo alemán, donde la idea es antes que el objeto. Sin embargo, para ser idea, en el sentido de la tradición platónica, debe manifestarse en el objeto, y, en el de la crítica aristotélica, partir de él por abstracción lógica. Balmes no se confunde:

Lo que representa ha de tener alguna relación con la cosa representada [...] Dos seres que no tienen absolutamente ninguna relación, y, sin embargo, el uno representante del otro, son una monstruosidad.

Todo lo que representa, contiene en cierto modo la cosa representada; ésta no puede tener carácter de tal, si de alguna manera no se halla en la representación. Puede ser ella misma, o una imagen suya; pero esta imagen no representará al objeto, si no se sabe que es imagen. Toda idea, pues, encierra la relación de objetividad; de otro modo no representaría al objeto, sino a sí misma.

Idea y logos son dos de los nombres del Ser en la filosofía griega. Es imposible explicar en un parrafito lo que esto significa, no lo intentaremos. Lo importante es que, partiendo del principio eleático transformado de que sólo son las cosas que son, el problema del conocimiento no opinable (apodíctico, científico, doxa) aboca irremediablemente a la necesidad de disponer de una referencia de realidad sobre la que se anclen idea y logos. Hay entes, o cosas, y basta confiar en la evidencia, tal como todos lo hacemos pragmáticamente en nuestro día a día, o no tendríamos supervivencia, para comprobar que esto es así. Descartes desconfió argumentalmente de la evidencia de sus sentidos, pero tenía truco, quién dudará de que distinguiría con claridad y certeza lo que era libro y lo que era mesa, o bebida y comida, pared y puerta. Teniendo referencia de realidad, todo el mundo sale por la puerta; careciendo de ella, por qué no salir atravesando el muro. Pregunta más estúpida no cabe.

No se trata de que discutamos aquí si la realidad existe o no existe, porque la inmensa mayoría de nuestros conciudadanos no tiene ni la más remota comprensión de lo que significan estas palabras en su sentido filosófico, de donde parte su sentido mundano. Se trata de que hagamos ver de manera sencilla que la idea no puede sustentarse en un vacío de referencia, pues todos tenemos noción, más o menos correcta, de lo que es luz y lámpara, y calle y casa, y padre y madre, e hijos, y matrimonio y patrimonio. Qué es verdaderamente la luz, ni los físicos sabrán explicarlo con absoluta claridad, pero todos sabemos cuándo la lámpara está encendida o apagada. No sabemos explicar en sus últimos términos qué sea la luz, pero todos sabemos de qué estamos hablando, o no estaríamos hablando de cosa alguna, extraña forma de dialogar. Ídem, en nuestra modernidad tardía, no sabemos ya lo que es ser varón y mujer, ni lo que es matrimonio y filiación, pero todos sabemos de lo que estamos hablando al usar estos términos, principalmente los críticos, o no tendrían nada que criticar. Saben lo que cuestionan, ergo ponen en primer lugar la realidad de estos conceptos para disponer su crítica, o no habría crítica posible, y todo sería hablar por hablar, sin saber nunca de qué narices estamos hablando.

Todo esto que decimos mantiene el concepto de ideología en la órbita de lo mental, de las cogitaciones, los contenidos del pensamiento. Sin embargo, quizá desde el nacimiento de las utopías literarias, y desde luego desde la Revolución francesa, las ideas no son ya meramente el problema epistémico del conocimiento dogmático, sino que nos vienen de fuera, de la imaginación de la idea, de las eidola, los ídolos de la tribu. Son los utopistas quienes, deseosos de una reforma radical de la sociedad de su tiempo, se proponen como método un forzado y engañoso rechazo de toda realidad existente, la que ha de ser sustituida, en favor de una idea fuerza, que sirva de motivo y de motor para la feliz transformación del mundo. No se niega la realidad existente en tiempo presente, o la realidad de los hechos históricos en pasado perfecto, sino que hay que erradicarla, cegar su posibilidad, para que, en su lugar, emerja el sueño, el ideal utópico, lo que no existe todavía, pero que ha de ser. Esta es la ideología liberal, la puritana, la socialista, la democrática, todas un conjunto de conceptos, relativamente coherente y bien estructurado, para sostener la utopía. No un conocimiento descriptivo de la realidad, sino un saber sobre lo que tiene que ser, que aún no es, pero debe serlo, aunque nunca lo sea, pues todo esfuerzo por imponer la ideología utopista se encontrará tarde o temprano con la realidad de los hechos, estos sí, y el resultado será siempre otro. El puritanismo dio en racismo y quema de brujas, la Revolución en el Terror, las guerras napoleónicas y el totalitarismo de Estado. Se seguirá llamando socialismo, usando el nombre del ideal utópico, pero se habrá convertido en imperialismo y gulag, en exterminio del disidente, cancelación y telón de acero. Siempre Orwell, a su pesar. Se seguirá llamando liberalismo, usando el nombre del ideal utópico, pero se habrá convertido en capitalismo salvaje y en pensamiento único. Marcuse y el hombre unidimensional. O democracia, que es el nombre que modernamente recibe el aparato jurídico y simbólico sobre el que reina la oligarquía o plutocracia que gobierna nuestras naciones.

Todo el pensamiento político de la modernidad es ideológico en este sentido, y, dado que la política estatal invade todas las esferas de nuestra vida cotidiana, por extensión, todo pensamiento es ya ideológico en este sentido. Ya no pensamos con conceptos (ideas, en el sentido del cogitare), sino con consignas (ideas, en el sentido de los utopistas). Un ejemplo sencillo: todos sabemos lo que es el matrimonio canónico, llevamos siglos organizando la célula familiar con este modelo cultural y jurídico de vinculación familiar. Todos sabemos que el matrimonio tiene muchas dificultades, que el amor del contigo pan y cebolla dura poco, y el resto es responsabilidad y crianza de los hijos. Todos sabemos la dura realidad de la violencia del varón sobre la mujer, hay tantos ejemplos tan cercanos. El matrimonio es esta institución social en la que vivimos o hemos vivido cientos de miles, millones, a lo largo de los siglos de nuestra sociedad occidental. Ahí está su realidad para ser discutida. El utopista no ignora esta realidad, al contrario, parte de ella para definir su alternativa crítica. Por ejemplo, el poliamor, de moda en muchas conversaciones actuales. ¿Qué es el poliamor? Una idea sin referente de realidad, un inconcreto donde todo cabe, porque todo está por hacer, utópico, donde todo puede ser feliz, y digno, y razonable, y ético, porque, al fin, no es nada sino ensoñación del utopista. El sueño es perfecto, ¡quién querría soñarlo de otro modo! El matrimonio, que existe como institución histórica a la vista de todos, ya no es, porque no debe ser; el poliamor, que sólo existe como ensoñación irreal, es, porque debe ser. Las cosas ya no son, inversión de valores, sino que deben ser. Poco importa que no haya poliamorosos, porque aún no han llegado, es una idea feliz de lo que tendría que ser, y eso basta. No existe la realidad que es, sino el sueño que debe ser, pese a quien pese. Sólo es válido lo que debe ser, y se niega con alegre necedad lo que el mundo exige ser pensado. Como afirma Baudrillard, un delirio es ahora nuestra única realidad.

Curiosamente, las muchas distopías literarias no han bastado para convencer a las gentes de nuestra época de que ninguna utopía tiene un final feliz. Ahora, incluso el terrible final nos parece el único necesario, y ahí nos tocará vivir, o a los siguientes.

Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, dice nuestro Quijote. Y hasta nos parece que la utopía clásica tenía algo de noble, porque había en ella cierta inteligencia, cierta comprensión conceptual del mundo, aunque fuera para negarlo. En un último giro de tuerca, la utopía ya no es ni siquiera conceptual, sino apasionada, sentimental. Es bueno porque lo siento así, porque me da buenas sensaciones, buena vibra. Y ya no me siento español, así que no lo soy, ni me siento mujer, así que no lo soy, ni me siento humano, así que no lo soy. ¿Qué pondremos en su lugar? Poco importa, experiencias, ocurrencias, acontecimientos (qué mal interpretado Heidegger), de los que no haremos pensamiento, sino sensación, hedoné, objeto de placer y de deseo. Me pone, luego es. Ni Descartes se atrevió a tanto.

martes, 21 de junio de 2022

La publicidad no es el arte del engaño

La retórica, dicen los clásicos, es el arte de convencer mediante la palabra, léase a través de una argumentación racionalmente pensada, organizada y expuesta, de tal modo que la luz de las razones brille por sí misma, y todo aquel que tenga entendederas se convenza, no de aquello que el orador desea, sino de la verdad que las razones expuestas demuestran. Si hay duda, y es lícito que la haya mientras la necesidad del argumento no haya quedado perfectamente clara, entramos en el diálogo, que es siempre exposición de razones contrarias en busca de alcanzar, por descarte, la verdad que persigue la discusión. Claro que el rétor escenifica su discurso con apoyo de las pasiones y los gestos, en el modo teatral de la actuación, la actio retórica, pero siempre al servicio del argumento, y no al contrario. Si el argumento se dispone en servicio de las pasiones, no es retórica, ni intento de convencer apelando a la razón, sino a lo irracional, a la opinión sin contrastar, al prejuicio compartido, a la ignorancia en definitiva, sea interesada o meramente necia. En este caso, hablamos del demagogo, el que crea argumentaciones falaces, o sofísticas, para defender la posición de los que escuchan, ganándose su favor, no en aras de la verdad, sino del engaño. Por eso el demagogo, que modernamente llamamos populista, siempre fue tenido en menos, sospechoso de ocultar la verdad en favor de los intereses particulares, no siempre lícitos.

La distinción, además de técnica, es sobre todo una distinción moral, entendiendo la moral y la ética como el saber que se interesa por alcanzar la perfección en el comportamiento de las personas en sociedad. ¿Queremos vivir al servicio de la verdad o al servicio del engaño?

En la Metafísica, Aristóteles llama diátesis a la disposición de las partes formando un todo armónico. Los clásicos, hasta la llegada de la modernidad, tenían perfectamente claro que esa armonía del conjunto apelaba a la idea del orden natural de la cosas, el que ellas tienen por sí mismas, al margen de toda relación ajena, o el que deben tener para ser lo que son en su mejor versión, que es también la forma perfecta, final y completa de lo que es. Por eso, el discurso está bien dispuesto cuando, mediante la organización expositiva de los conceptos y argumentos, invoca un orden natural, es decir, la realidad de la cosa o el asunto sobre el que se trate, la verdad, en definitiva. Si el discurso pierde el referente del orden real, pierde su lógica y su razón de ser, y entra en la categoría del delirio o del sofisma, haciendo que lo que no es parezca ser, con pretensión de engaño y de conducir a la masa de los oyentes como haría el tirano, no hacia donde el pueblo camina, sino pastoreándolo hacia donde quiera llevarse.

Llamamos propaganda, en su sentido latino, al conjunto de acciones realizadas para propagar una idea o un fin, para darse algo a conocer que diríamos llanamente. Los propaganda son las estrategias del publicista, el especialista en hacer público lo que el pueblo aún no conoce, tal como una nueva idea política o un nuevo producto de consumo. La propaganda, ya como término genérico sustantivado, es un término moralmente neutro, pues nada hay ilícito en querer dar a conocer a los demás algo que aún no conocen. La propaganda, sin embargo, tal como se entiende en el sentido moderno, es por definición mezquina, una perversión moral, pues no busca convencer con razones al modo del rétor, cuyo discurso está al servicio de la verdad para que pueda ser llamado con propiedad discurso y rétor, sino que busca convencer mediante el engaño, y así todo el mundo, al pensar en la propaganda, piensa en las mentiras orquestadas por el poder político o por un emporio comercial para llevar a los demás hacia donde sus intereses desean conducirlos, fundamentalmente sin que se den cuenta del intento. Propaganda, en este sentido moralmente reprobable, es el mensaje subliminal, el falso lema o la información engañosa de los productos de consumo, disponer los productos estratégicamente en los expositores del mercado para que el cliente se deje llevar de la primera impresión, y desee adquirir lo que razonablemente no necesita o no le conviene. Propaganda es venderle a alguien una falsa imagen de marca, sugiriéndole arteramente o con halagos, que su dignidad pública y el reconocimiento de los demás será mayor, no por ser, sino por parecerlo, ignorando que el hábito no hace al monje, y que la mona seguirá siendo mona, aunque se vista de Armani. Propaganda es acariciar los sentidos de la persona, para que decida según el sentimiento, es decir, según la pasión (pathos, de donde patología), y no según la razón, que es la única comprometida con la verdad y con lo que realmente conviene. Propaganda es hablarle “al cerebro” de la persona, como algunas dicen rozando el absurdo, tratando de convencerle a través de los sentidos, las experiencias, las emociones, los sonidos y las palabras sutiles y repetitivas. Todas estas estrategias para convencer, y otras muchas que los publicistas modernos conocen bien, dejan un resabio orwelliano, participando de la creación de una sociedad desinformada, que, carente de las nociones de razón y orden natural, pasa a vivir en el ensueño de la opinión, de lo posible que no merece comprobación, sino aceptación sensitiva e inconsciente, es decir, sin consciencia de lo que hacemos, sin que nos demos cuenta, o a tontas y a locas, que decimos en castizo.

Quizá toda la historia de la publicidad moderna (el invento se vislumbra en la segunda mitad del xix, con el auge de la prensa, las masas y la opinión pública, pero explota en el xx, con la propaganda de guerra, falaz donde las haya) esté impregnada esencialmente de engaño. La publicidad sería, así, el arte de engañar para conseguir un fin que solo desea y conoce el engañador, el demagogo. Desconozco si en algún momento los publicistas se han regido por una norma ética, la cual exigiría de ellos aceptar sólo aquellos encargos en los que la verdad de un buen producto o una buena idea se vendiera mediante argumentos ciertos, en beneficio objetivo para el mejoramiento de la vida de las personas. Me extrañaría mucho, pues ya la propia idea suena extraña para los modernos, igual que les resultan extraños y desconocidos la mayor parte de los conceptos que la idea comporta, pues ya nadie parece saber qué es verdad, qué es norma, qué es ética, qué es la bondad, la certeza, lo objetivo y el provecho.

Tenemos la impresión de que la tensión hacia el engaño se ha exacerbado en nuestra época, que decimos postmoderna o ultramoderna, modernismo llevado al límite, inversión de los valores, donde importa más la imagen que la cosa, parecer, más que ser. El término técnico es simulacro, se lo debemos a Baudrillard, y antes a ideas de Venturi y de Debord, aunque la comprensión teórica que aportan estos autores sea más digna de ser escuchada que la mala interpretación con que el concepto se ha extendido en todas las capas de nuestra sociedad, hasta constituirla como el imperio de la imagen, de lo que parece, no de lo que es, y así con las redes sociales, los nuevos estilos políticos, el reality show pactado de los famosillos de tres al cuarto, los filtros del Instagram, incluso con los movimientos sociales que dicen tener un compromiso ético o crítico, que enseguida se muestra como un postureo ramplón, urbanita y de gente sin mejor ocupación que ganarse a los demás mediante la simulación, la apariencia y el engaño. Pensamiento estratégico, atento al interés, no a la verdad. En el extremo político, falsa razón de Estado.

Eso es el márquetin de la experiencia, el márquetin de los sentidos, el neuromárquetin..., tratar de influir antes de que la persona pueda pensar, a traición, o inducir el sentimiento, para que decida porque así lo siente, no porque así lo piensa. Simular la satisfacción, el placer, la verdad o el éxito, para que todas parezcan ser, y que así sean.

¿Es respetable que lo hagan, que todos lo hagan, desde el presidente de la nación hasta el último don nadie de las redes? No. Es tolerable, como se tolera una molestia o una mosca, que no nos incomoda demasiado, pero que sería mejor que no estuviera en nuestras vidas. Allá la mayoría, si es lo que desean. Lo que no podrán decir en ningún momento es que tienen razón, ni podrán defender sus maneras con argumentos de razón, pues, como decimos, se mueven por las pasiones, apelando al afecto y el sentimiento, a las capas irracionales del alma o psique humana. Pretenden descubrir la lógica de la emoción, desconociendo que la emoción es, precisamente, la ausencia de lógica. Eso es lo que desean, sentir, vivir sintiendo, decidir por el sentimiento, abandonada ya toda razón, que era, al cabo, el criterio con el que históricamente hemos distinguido a las personas de los brutos, y a la civilización de la barbarie.

lunes, 3 de mayo de 2021

Liberalidad frente a liberalismo

Aunque lo usaremos para la exposición, ha de constar que preferimos el término liberal al derivado liberalismo, pues entendemos que este implica un sesgo o exageración, donde se enfatizan ciertas ideas que, llevadas a la coherencia doctrinaria, al cabo resultan reduccionistas y de menor crédito. Hasta donde se me alcanza, sin ser especialista en la materia, podemos distinguir tres acepciones o corrientes principales del liberalismo, que pasamos a detallar seguidamente.

Una primera, que identificamos con el liberalismo inglés, fuertemente marcado por la impronta de la economía. El fundamento es, no obstante, de orden sociológico, o siendo más correctos, de filosofía moral. El egoísmo, o búsqueda del interés propio, es el motor de las decisiones individuales, cada quien comprometido en sus propias maneras para ganarse la vida, sin que esto conlleve desprecio por las vidas de los demás, sino todo lo contrario. Es la necesidad de los otros la que hará que los frutos del industrioso egoísmo individual triunfen y den a la persona un modo digno de sostenimiento, e incluso de enriquecimiento y promoción social. Y así con todos los demás, dentro de un cuerpo social pensado como entrecruzamiento espontáneo de motivaciones particulares que, no teniendo más gobierno que el que cada persona se da a sí misma, establecerán lazos de interés mutuo que, al cabo, sostendrán y enriquecerán no sólo al individuo, sino a todos y cada uno de los que sepan encontrar el modo de medrar en la basta e impersonal obra del conjunto. No otra es la idea de la mano invisible del mercado, de la cual derivan los clásicos corolarios del librecambismo y del rechazo a la intervención del Estado en la vida económica del país. El pensamiento liberal inglés y escocés tiene a sus clásicos en Adam Smith, Jeremy Bentham y David Ricardo. Entre sus sucesores, la escuela austriaca de los Menger, von Mises y Hayek, que dio con el tiempo en el neoliberalismo moderno, pensamiento teórico aún vigente en nuestro tiempo.

Una segunda, que identificamos con la ilustración alemana, donde destacan Kant y sus discípulos más próximos, Fichte, Schelling y Hegel. Aunque Kant toma ideas de la filosofía moral inglesa, que le antecede en el tiempo, su liberalismo no es económico, sino filosófico, o quizá ontológico, pues el fundamento de la realidad se pone en el individuo que, mediante la operación ideal del cógito cartesiano, se da a sí mismo libertad y consciencia, desde la cual da testimonio de lo que en el mundo sea. Es este individuo, que también llamaríamos racional e ilustrado, el que entra en relación con el otro, el prójimo, dando inicio racional –es decir, mediante un comportamiento sujeto a fines– a la relación social, de la cual emanarán posteriormente todas las instituciones sociales supraordinadas. La reflexión idealista llevará, siguiendo un razonamiento de naturaleza escolástica, hacia la fundación de la teoría ética, la teoría del derecho y la teoría política del Estado, en las que destaca especialmente la obra de Fichte, el primero y principal discípulo kantiano. En su devenir histórico, el liberalismo ilustrado alemán llevará, por un lado, a reforzar tanto el subjetivismo como el nacionalismo romántico, y por el otro, hacia la psicología filosófica de Husserl y, de manera muy original, a Heidegger, así como a las demás ramificaciones de la fenomenología y el existencialismo. Modernamente, la tesis de la construcción social de la realidad, debida principalmente a la obra homónima de Berger y Luckmann, actualizará para el tiempo postmoderno aquel énfasis en el protagonismo racional de los individuos que, en mutuo y espontáneo acuerdo, constituyen con la interacción, ahora performativa o teatral, el fundamento de la vida social de nuestros pueblos.

Una tercera, en la que queremos situar a los jacobinos de la Revolución Francesa, los cuales promovieron la teoría política de la soberanía popular, la democracia representativa y la libertad de comercio, pero también el Terror y la guillotina, que marcan el tránsito ideológico desde el Antiguo al Nuevo Régimen. Citemos a los Robespierre, Danton y Saint-Just, y antes la filosofía social de Rousseau, por marcar algunos nombres señeros. Juega en ellos un papel importante el sentimiento comunitario, diríamos patriótico y fuertemente centralista, y la acción popular con la que se inicia la modernidad de los movimientos de masas, que tantas algaradas y revoluciones protagonizaron en el siglo XIX, y aún en el XX. Rechazada por la fuerza de la guillotina y de las palabras la monarquía, ya sea en la anterior formulación absolutista y despótica, o en la más moderna monarquía constitucional, donde la soberanía está repartida entre el monarca y el pueblo, es en esta difusa voluntad popular donde recae el arbitraje último de la vida de la república, sin importar que, en sus maneras toscas y violentas, el pueblo arrase con todo lo que se le enfrenta, tanto las instituciones como los bienes materiales, las ideas o las personas, cuya matanza encuentra fundamento indiscutible en el deseo popular del cambio de régimen. Es este jacobinismo el que penetra en la España de la Constitución de las Cortes de Cádiz –y después en todos los países de habla hispana–, en las que el término liberal entrará a formar parte del lenguaje político, exportándose a las restantes lenguas europeas. En España, la monarquía, la aristocracia, y sobre todo el clero, son los principales objetivos de la acción bárbara de las masas y los partidos de inspiración jacobina. A pesar de que los españoles nos zafamos de la tiranía ilustrada napoleónica, la influencia del pensamiento francés había calado fuertemente a lo largo del siglo XVIII, desde el acceso al trono de la dinastía borbona, dando un afrancesamiento tal, que ya la práctica mayoría de la política nacional fue liberal en todo el siglo siguiente, y los dos principales grupos políticos fueron los liberales llamados progresistas, más proclives al anticlericalismo y la toma del poder mediante acciones revolucionarias, y los liberales llamados moderados, en cuyo seno encontraron cierto refugio la minoría política de los pensadores de corte reaccionario y tradicionalista.

Si estas pueden ser consideradas formalmente como las tres fuentes de las que bebe todo liberalismo posterior, en sus muy diversas formulaciones, nosotros queremos subrayar que el énfasis en la libertad individual, como norte y criterio de la filosofía jurídica, ya tenía entre nosotros una larga tradición desde el Renacimiento español, en la cada vez más conocida Escuela de Salamanca. Aquí, el individuo se erige en centro de la reflexión, por razones de orden teológico. La igualdad de los hombres ante la Ley, la libertad de acción, de tránsito y de comercio, el derecho a la propiedad, responden en última instancia a la tradición del individualismo católico, según el cual, Dios ha creado al individuo a su imagen y semejanza, y no al grupo, ni la comunidad, ni el pueblo elegido de ancestral estirpe hebraica. Es en el alma individual donde anida la luz divina, donde inscribe sus decretos la Gracia del Espíritu, a través de los sacramentos, y donde se resuelve el conflicto entre el Bien y el Mal, en cuya balanza serán tasados los méritos del hombre en pos de su salvación eterna. Suponiendo que al lector, de manera general, no le interesarán los fundamentos teológicos cristianos, no reparemos en ellos tanto como en su resultado: la elevación del individuo, dotado de libre albedrío, a justificación y realidad última de la que emana el derecho y la gobernación del país. Ciertamente, aún podríamos remontarnos a la radical ansia de libertad individual que caracteriza, a decir de Sánchez-Albornoz, la peculiar contextura vital de los hispanos, fundamentalmente a los pobladores del solar de Castilla, ya desde sus ancestros asturianos, cántabros y vascones, hasta sus extensiones posteriores en la Nueva y en la Novísima Castilla, y después en los territorios americanos que formaron el Imperio. El desarrollo del derecho natural y el derecho de gentes en Francisco de Vitoria, su principal inspirador, y después la obra de muchos otros, desde Domingo de Soto hasta Francisco Suárez, dan fe de la fecundidad teórica de la Escuela, primera entre los autores de la escolástica tardía. Las Leyes de Indias son la prueba más rotunda de la profunda convicción católica en la libertad y la igualdad entre los hombres, sin importar raza o procedencia. Y es obligado señalar que, de maneras poco conocidas, o muy descuidadas por los pensadores de los últimos dos siglos, la escolástica de Salamanca está en los orígenes filosóficos tanto del liberalismo inglés y austríaco como del idealismo filosófico alemán, de los que ya hemos hablado.

Sin embargo, al margen de este vasto cúmulo de corrientes de pensamiento, no es ese liberalismo el que nos interesa destacar aquí, ni queremos dar el nombre de liberalismo al más antiguo problema de la libertad individual. Queremos más bien recuperar la rabiosa lucha histórica de los hispanos para conservar su libertad individual, de la cual dan testimonio los comentaristas griegos y romanos de la antigüedad clásica, así como los medievalistas que han profundizado en las peculiares formas feudales y de vasallaje del medievo español, y citaremos de nuevo a don Claudio Sánchez-Albornoz como principal defensor de esta visión histórica de nuestro pueblo. Para el hispano, la libertad no es un concepto ni una teoría, sino una necesidad vital, la del hombre que no se deja dominar por imposición, aunque acepta de buen grado el vasallaje, cuando lo decide libremente, y la del hombre que decide armarse para la guerra, e ir a defender y repoblar los extensos parajes despoblados tras el avance de las guerras de reconquista o de la posterior conquista de los territorios americanos. En este individualismo feraz e irreductible queremos reconocernos, españoles del siglo XXI, que aún nos rebelamos ante la más mínima orden e imposición, ante cualquier intento, por nimio que sea, de que otro nos gobierne y nos mangonee, sin reconocer más soberanía que la que cada uno se labra, ni aceptar reyes, gobernantes ni jefaturas, salvo cuando voluntariamente las concedemos, teniendo por tiránica y repudiable cualquier alternativa que no pase por la libre voluntad de servicio, sin más horizonte que el que cada uno quiera y pueda darse. Nuestro Señor Don Quijote, que diría el castizo Unamuno, y el rústico Sancho Panza, son nuestra antonomasia, ambos liberados de ataduras familiares y mundanas, para marchar errantes por los caminos de La Mancha, y después por otros reinos, sin más guía que el socorro de los necesitados, para el uno, y el medro personal de hacerse nombrar gobernador de ínsulas, para el otro.

Y un último apunte. Entre nosotros, liberal es un término antiguo de origen latino, que tiene un significado especial, aparentemente poco relacionado con los que todos los liberalismos políticos modernos han desarrollado. Lo traemos aquí desde las páginas del Tesoro de Covarrubias: 

LIBERAL, Latine liberalis, el que graciosamente sin tener respeto a recompensa alguna, haze bien y merced a los menesterosos, guardando el modo deuido para no dar en el estremo de prodigo: de donde se dixo liberalidad la gracia que se haze.

La liberalidad latina, que tan bien casa con la liberalidad cristiana de la caridad y el amor al prójimo. La liberalidad de quien no siente especial apego por los bienes materiales, sino que, con mesura, y sin llegar al extremo de la prodigalidad, los dona a quien los necesita más que él. La generosidad, el ser desprendido, la ayuda a los que viven menesterosos, la preferencia por hacer el bien y por dar satisfacción más a la mejora espiritual que a la vana acumulación de las riquezas materiales. Virtud de profunda raigambre católica, de la que ojalá pudiéramos hacer gala siempre, y que, por caminos insospechados, tan bien concuerda con la idea alemana de que la libertad consiste, precisamente, en hacer que el otro sea libre de nosotros. Luchar por la libertad personal, pues nadie es mejor que nadie, desnudos nacemos y desnudos morimos, y en correspondencia, dejar en libertad al otro, ayudarle a llevar una vida digna y libre, gobernar para que todos puedan alcanzar sustento suficiente, y así seguir libremente sus tendencias espirituales, sin ataduras ni imposiciones indeseadas, ésta es la única liberalidad que reconocemos como propia de nuestra historia, y como corolario último de esta breve exposición. Discúlpeme el lector cultivado si mis conocimientos en la teoría filosófica, política y económica del liberalismo son insuficientes, pero sepa ver dónde reside lo importante, que no es sino en el modo en que cada uno de nosotros ha de gobernar su propia vida.




domingo, 14 de marzo de 2021

El temperamento

El diccionario de la Academia define temperamento, en su primera acepción, como carácter, manera de ser o de reaccionar de las personas. Definir temperamento como carácter de la persona, poco nos dice, pues también estamos interesados en averiguar la significación íntima de la palabra carácter desde sus orígenes, y más tarde trataremos de ella. Parece más valiosa para nosotros la segunda parte de la acepción, la manera de ser o de reaccionar de las personas. El ser de la cosa es el cómo ella se muestra ante nosotros (Heidegger), y remite a la idea de presencia, de cómo la cosa es presente (fenómeno), en qué consiste (esencia), y en qué consiste su devenir y cambio. Cuando decimos “manera de ser de las personas”, no introducimos ningún elemento conceptual de orden físico (corporal) o psíquico, responsable en último término de la manera de ser. Sólo decimos que la persona se muestra de un modo determinado; por ejemplo, en el comportamiento, en el gesto, en la actitud, términos todos ellos limitados a una caracterización descriptiva de lo que es visible en la acción o en el modo de estar de la persona, sin que con ello hagamos ninguna atribución a características o rasgos del psiquismo, o del alma, que supuestamente tendrían un papel agente en las dichas maneras de ser. Es decir, según nuestra definición actual, el temperamento, dicho en la manera más pulcra y libre de cargas semánticas añadidas, se refiere a algo de lo que hay en nuestra manera de presentarnos ante los demás.

Vayamos con los antiguos. El diccionario latino-español de Don Raimundo de Miguel define el término temperamēntum del siguiente modo:

tempĕrāmēntum (de tempĕro). Cic. Temperamento, temperatura, mezcla, proporción de diversas calidades en el cuerpo mixto; Complexión, constitución, disposición proporcionada de los humores; Cic. Moderación, modo, término. [...] Oratiōnem habŭit meditāto temperamento, Cæs., pronunció un discurso lleno de estudiada reserva. Egregĭum principātus temperamēntum, Tac., Condiciones morales que constituyen un buen príncipe. [...] Temperamēntum tenēre, Plin., Guardar la debida moderación.

Destaca la idea de la mezcla y proporción de los elementos que componen el cuerpo mixto; después, de manera derivada, la correcta proporción de los humores en la persona. Fijémonos en los ejemplos que se aducen. Don Raimundo traduce el término temperamento como “estudiada reserva” y “guardar la debida moderación”, y lo hace con el apoyo de Cicerón, del cual nos llega el temperamento como moderación, modo, término. Se sugiere así que, ya desde época clásica, el temperamento trata sobre el temperamento moderado, o lo que podríamos entender como templanza o atemperamiento en la acción, que son palabras de la misma familia semántica. Este significado se refuerza en la expresión de Plinio, temperamēntum tenēre, donde tener es lo mismo que nosotros decimos retener, contener o detener, refrenarse el que quisiera dejar rienda suelta al arrojo o al coraje del momento, pero se contiene para no hacer mayores males con sus actos. Ténganse todos –alza la voz Don Quijote en la Venta–; todos envainen; todos se sosieguen; óiganme todos, si todos quieren quedar con vida (I-45). Retengan la violencia y la fuerza, sosieguen el animoso espíritu, etc. Plinio sugiere la idea de moderación doblemente: en cuanto temperamēntum, y en cuanto tenēre.

Nos llega otra sugerencia interpretativa en el egregĭum principātus temperamēntum, de Tácito, que vemos traducido como condiciones morales que constituyen un buen príncipe. Aquí debemos entender lo moral en su sentido etimológico, como el ámbito de las costumbres y manera de vivir, es decir, como los modos de comportarnos que usualmente tenemos en sociedad. El temperamēntum es nuevamente interpretado como el modo de ser de la persona, en cuanto su temple y moderación al afrontar la acción que realizan, y Don Raimundo entiende que, cuando Tácito habla del temperamento del egregio principado, piensa el temperamento en referencia a ciertas maneras concretas, entre las cuales posiblemente se incluyera la moderación del ánimo, la prudencia o la evitación de todo tipo de excesos. Cierta contención en la manera de ser; en esa idea se resume la semántica del temperamento, tal como interpretamos de la definición de Don Raimundo. Subrayémoslo, la palabra temperamento no nombra las maneras, ni el ser, sino la contención del ánimo y la moderación del juicio.

Aún debemos aclarar las acepciones que traducen el término como temperatura, las que lo identifican sencillamente con la mezcla de elementos de un cuerpo compuesto, y las que lo relacionan con la mezcla de los humores. Vayamos con ellas. De tempĕrātūra, dice Don Raimundo, con Vitrubio, temperatura, mixtura, temple. Temperatura es femenino singular y neutro plural de tempĕrātūrus, participio de futuro de tempĕro, cuya primera acepción es templar el hierro. Temperatura indica la idea de cómo ha de quedar temperado o templado el metal, cómo se templa el hierro candente cuando se lo enfría en agua, y después se lo devuelve al fuego, para ir ganando su justa tensión, la que le haga al mismo tiempo más fuerte y más resistente. No se trata de la idea de temperatura como calor, sin más, que es una acepción derivada, sino de ir encontrando el justo temple en el proceso de compensar el calor del fuego con el frío del agua, y viceversa, repetida veces, moderándose mutuamente, atemperándose, pues ni el frío ni el calor se bastan por sí solos para la forja del metal.

La temperatura y el temperamento son cuestión de tempo, de tempus, que es la voz de donde proviene tempĕro. Pero también tempĕro es contener, refrenar, reprimir (Horacio), o guardar la debida moderación (Virgilio), y esto aplicado figurativamente a contextos diferentes (contener las aguas, contener la violencia, contener la lengua...). De esa misma idea, tenemos en español la temperancia y la templanza, ambas como moderación, sobriedad y continencia (DRAE). Y también tempĕro es preparar, combinar, disponer, componer (Plinio), por ejemplo, un veneno o un ungüento; y también dirigir, organizar, gobernar la tierra, los mares, las naves o las ciudades. Reina en todas ellas la idea de la sabia combinación de los elementos, encontrando el punto en el que, moderadas sus mutuas fuerzas, causen la virtud del veneno o de la nave que surca el mar en su mejor manera.

La significación ha derivado, pues, desde el tiempo, o el tempo ordenado que lleva al buen temple, hasta la idea de justa combinación de los elementos para lograr la mayor virtud de una acción o de una sustancia. En el ámbito específico del gobierno de la persona, la virtud está en hallar esta misma moderación, que habla derivadamente de la sabia mezcla entre arrojo y freno, entre ser atrevido y ser comedido, arriesgar o contenerse, y que bien podríamos denominar prudencia. No se trata de una derivación moderna, pues ya desde la antigüedad griega se pensaba esta misma moderación del carácter a través de la teoría de los humores, que también Don Raimundo trae a colación, para quien temperamēntum es, como hemos visto, disposición proporcionada de los humores.

Tomando ideas que se hunden en el pasado mitológico, aunque razonadas según el nuevo modo de los filósofos, Empédocles formuló la teoría de los cuatro elementos (tierra, aire, agua y fuego), que después tomó Hipócrates para trasladarlos a los cuatro humores corporales, con los que se corresponden. A finales del mismo siglo (IV a.C.), Teofrasto, entre otros, relacionaron la preponderancia de cada uno de los humores con un tipo característico: colérico, melancólico, sanguíneo y flemático. Ya desde entonces, queda establecida la correspondencia entre el balance de los humores (interior, fisiológico) y el carácter, tal como se muestra en la acción y los rasgos anatómicos exteriores (las actitudes, el color de la piel, de los ojos, la temperatura del cuerpo...). No es otra la teoría de la correspondencia que encontramos en la definición latina, pues los saberes médicos griegos pasaron con Galeno al mundo romano, y tuvieron vigencia hasta el Renacimiento, y aún más allá.

Sin embargo, queda claro que temperamento es la sabia mezcla de los elementos, en su justo temple, y que, de ahí, es también moderación y templanza en el gobierno de uno mismo. No hay pues cuatro temperamentos, sino uno sólo: el justo y en el modo apropiado. Lo que se llama temperamento colérico, por ejemplo, no es temperamento, sino desviación del mismo, porque prepondera en su mezcla la bilis amarilla, o el fuego. Sólo hay un temperamento, y cuatro desviaciones tipo (colérico, melancólico...). Y tampoco el temperamento es la acción o el comportamiento en sí mismo, sino su gobierno moderado. El temperamento es la moderación en las maneras de ser, pero no se confunde con ellas, puesto que se trata siempre de la moderación en la combinación de los humores. Lo que sucede cuando hablamos de cuatro temperamentos, es que confundimos ambas cosas con el mismo nombre, aun siendo diferentes, e incluso que tendemos más bien a asimilarlo a la segunda, pues ya vimos cómo las citas de autor de la definición prescindían de toda referencia al balance de los humores interiores.

Del mismo modo, cuando definimos el temperamento como la manera de ser de la persona (DRAE), o cuando hablamos de un temperamento fuerte y robusto, por ejemplo, acepción común en nuestras lenguas, estamos realizando el mismo desplazamiento semántico, tomando la parte por la parte, perdiendo de vista que el temperamento, primero, es una cuestión de humores corporales, y segundo, es la moderación o el justo temple de su combinación. En los diccionarios latinos clásicos y medievales, la distinción está clara, y temperamento es siempre sinónimo de temperatura, de templanza y de temple en la combinación, sea de manera general (en el metal, por ejemplo, o en la preparación de una sustancia, como hemos visto), o aplicada a la combinación de los humores corporales; y sólo de manera derivada, también el gobierno prudente de uno mismo. La confusión se registra en las lenguas modernas, una vez que hemos perdido la familiaridad con la teoría de los humores, pero que aún nos queda en el habla popular y técnica la palabra temperamento, para caracterizar las maneras de ser de la persona. No se puede concluir que la usemos mal, puesto que la significación que le damos está implícita en la concepción clásica del término, y hay consenso en el uso pragmático que le damos; pero sí que la usamos sin propiedad, y que el hablante de hoy ha perdido por completo el marco de la familia semántica histórica a la que pertenece.




domingo, 6 de diciembre de 2020

De ideologías e idiologías

Genéricamente, puede entenderse el concepto de ideología como un conjunto de creencias y valores que forman sistema, más o menos coherente, y que ofrecen una visión socialmente aceptada de una parcela amplia del mundo. Tiene así tres características principales: que explica el mundo, o una parte importante de él, incluyendo el mundo físico y las relaciones humanas que en él se producen; que lo explica en un sentido valorativo, es decir, que no sólo trata de decir o describir lo que el mundo es, sino que lo juzga y prescribe cómo debe ser; y que es compartida por muchos, o en otras palabras, que es un producto cultural histórico, y no una construcción individual. Al decir que se refiere a una parcela amplia del mundo, estamos excluyendo del concepto a multitud de saberes particulares que tienen características similares, pero que sólo incumben grupos particulares dentro de la sociedad, como el saber de los carpinteros o de los zapateros, o el saber que tienen los padres para ser padres. Las ideologías se alzan como auténticas cosmovisiones, aceptadas por grandes sectores indiferenciados de personas, aplicables en un sinfín de casos concretos o generales, de tal modo que basta a los individuos con escoger y asumir una ideología para comprender, decidir y vivir a grandes rasgos una vida con cierta plenitud de sentido. Se podría decir, en correspondencia, que las religiones (entendidas como religiones institucionalizadas), las ciencias (ídem) o las orientaciones políticas tienen un marcado carácter ideológico.

Un segundo apunte necesario tiene que ver con el corolario de que la ideología comienza donde acaba el pensamiento. Esto quiere decir que la persona que asume una posición ideológica ante la vida ya no necesita pensar por su cuenta sobre multitud de situaciones que la vida irá poniendo en su camino, sino que en todo momento acudirá a los dictados que la ideología escogida le vaya marcando para decidir sobre su vida. El resultado esperado será la uniformización de los pareceres y de las conductas, todo el mundo cortado por el mismo patrón, con el añadido de que no necesitamos comprender los fundamentos históricos o conceptuales que sostienen argumentalmente la ideología escogida: basta con aplicar sus recetas, no es necesario comprenderlas. Una forma de vivir pensando poco, en la que no hace falta que comprendamos las peculiaridades de las situaciones a las que nos enfrentamos, ni alcanzar criterios propios, ni derivar conclusiones prácticas y éticas personales sobre cómo deberíamos comportarnos ante ellas. Todo esto nos lo da ya la ideología, así que basta con dejarse llevar de ella, pues ya todas las demás personas comprenderán lo que hacemos y por qué lo hacemos, pues ellos hacen igual, y nuestras acciones serán viables con relativa facilidad, pues ellos ya se encargan de organizar el mundo compartido para que así suceda. Cada uno en su lugar, pero todos en la misma idea: un mundo organizado.

En tercer lugar, quisiéramos señalar la cuestión de que la ideología no es una “cosa” que podamos encontrar fácticamente en el mundo con los caracteres de lo objetivo, tal como encontramos en el mundo árboles, mesas, piedras o pajarillos. Ideología es meramente un concepto propuesto por ciertos pensadores franceses en determinado momento del siglo XVIII, para intentar comprender cómo el individuo se relaciona con su mundo, y discutido posteriormente con profusión, con el aporte fundamental de la noción de falsas ideologías de Carlos Marx. No tenemos, pues, un verdadero concepto o un concepto verdaderamente correcto de lo que es una ideología, sino que podemos discutirlo, y reformularlo o abandonarlo, previa argumentación, cuando lo consideremos necesario.

Ideología es un término que combina dos palabras de origen griego, idea y logos, que pueden ser a su vez discutidas y comprendidas de maneras diversas. Podríamos entenderlo como el discurso (logos) sobre las ideas, o la ciencia de las ideas, en su interpretación más sencilla, y también, aunque técnica, más coloquial. Podríamos ser más sutiles, y entender el término como el logos de las propias ideas, es decir, como la lógica interna que ofrece un sistema concreto de ideas (creencias y valores, como dijimos), del mismo modo que se entiende la fenomenología no como la ciencia de los fenómenos (cuál no lo es), sino, al modo hegeliano, como la lógica que el fenómeno muestra en su propio despliegue, o en su propia manera de ser. Cada sistema de ideas aportaría de este modo su propia “lógica”, sin que entendamos lógica en el modo de la lógica formal de raíz aristotélica, sino como el conjunto de reglas y operaciones con las que se vinculan válidamente los conceptos incluidos en el propio sistema. Así, diríamos que el liberalismo (definido en términos muy laxos) tendría su lógica, puesto que propone un conjunto relativamente coherente de conceptos y de operaciones a realizar con los conceptos, para comprender cierta parcela amplia del mundo de las relaciones humanas; o que el socialismo (dicho también con laxitud) tendría su propia lógica, diferente de la otra.

Yo quiero proponer un matiz etimológico diferente, el cual exigiría modificar fonética y semánticamente el término. En lugar de hacerlo proceder del griego ἰδέα (imagen, forma, y modernamente noción, concepto, idea), quisiera ponerlo en relación con el griego ῐ̓́δῐος, apuntando al significado de lo que es privativo, separado, distinto, peculiar, particular, específico y, en el extremo, individual. El término adecuado sería entonces idiología, con i latina, y querría hacer referencia al potencial excluyente que toda ideología (con e) tiene respecto de las ideologías en competencia. Al constituirse en sistemas de creencias y valores con pretensiones de abarcar satisfactoriamente una muy amplia parcela del mundo, ya hemos dicho que cada una de ellas propondrá su propia comprensión lógica del mundo, y que bastará a las personas que la escojan para comprender y decidir sobre gran parte de sus vidas, en el plazo inmediato, pero también a medio y largo plazo. Con esto, queremos subrayar y alertar sobre las pretensiones totalitarias de toda construcción ideológica, pues la comodidad que nos brinda no nos oculta la firme atadura que nos impone, ni la pérdida consiguiente de la costumbre del pensar, que es tan necesaria para crear y sostener las condiciones que hacen posible la vida individual en libertad.

Diríamos de este modo que toda ideología tiene un carácter idiológico, es decir, autosuficiente y, por lo tanto, excluyente. No dudamos de que hay una magnífica y llamativa racionalidad en toda ideología, pues no en vano es la decantación de un producto muy elaborado dentro de una comunidad histórica. Sencillamente, tratamos de alertar contra la tiranía implícita, y muchas veces explícita, que acompaña a la ideologización de nuestras vidas cotidianas. Allí donde las personas confían más en su ideología que en su propio parecer, desaparece la posibilidad del diálogo productivo, la capacidad para escuchar y comprender al otro en sus propias razones, y aflora la injusticia profunda de juzgar cada caso, persona o situación, como ejemplar de una generalidad, y no como realidad siempre excepcional que exige sus propias consideraciones. En otras palabras, desaparece la posibilidad de una ética, de una inteligencia práctica (sólo queda la inteligencia colectiva de la masa uniformada), y de cualquier atisbo de libertad individual. Nuestra época sociológica, política y científica es un perfecto ejemplo de ello.




jueves, 16 de julio de 2020

La cuestión del género gramatical


Quisiera poner por escrito un conjunto reducido de consideraciones, para mantener una discusión abierta sobre la cuestión de los géneros gramaticales (neutro, femenino y masculino, en este orden).
  
1.- Una primera consideración nos lleva hasta la antigüedad más remota del pensamiento mitológico. Es la que tiene que ver con la distinción entre un principio del caos y un principio del orden. Por analogía, toda distinción en este terreno remite a la cosmogonía primordial. En los ancestros de los pueblos mitológicos se rememora el origen del universo apelando a un estado caótico original, en el que la vacía inmensidad de lo increado carecía de forma. En cierto momento antes de todo tiempo, se introduce en él una fuerza, o principio de orden, cuya confrontación con el caos es una colosal disputa, cuyo resultado es el origen del universo que nos rodea, en el cual habrá mundo, y cosas, y dioses, y humanidad. “Un mito cosmogónico habla de las aguas primordiales –afirma Eliade– y del Creador, antropomorfizado o bajo la forma de un animal acuático, que desciende al fondo del océano para sacar de allí la materia con que llevará a cabo la creación del mundo […] una tradición –continúa– heredada de la más antigua prehistoria” [I]. Estos dos principios están presentes en todas las cosas, habidas y por haber, en cuyo seno se libra una batalla ritual entre lo caótico y lo ordenado, entre la Nada y el Ser, entre lo informe y lo que tiene forma. Esta épica tensión, o dialéctica histórica, dicho en términos muy modernos, es la idea de donde proviene, por ejemplo, la distinción entre yin y yang, que, históricamente, también por analogía, vino a confundirse con la distinción entre un principio femenino, o pasivo (el caos nocturno), y un principio masculino, o activo, que pone la simiente del orden para que haya mundo, y vida. Aún decimos que la mujer es mágica y soñadora y misteriosa, como la luna, dando por bueno lo que los antepasados establecieron en los albores de la historia escrita.
  
2.- Los indoeuropeístas afirman que, antes de aparecer la distinción entre los géneros masculino y femenino, en los sustantivos y los adjetivos, que son las únicas palabras marcadas con este carácter, sólo hubo en nuestros antepasados lingüísticos una distinción de género entre los sustantivos animados y los inanimados. De formas que ellos mismos reconocen confusas, un sustantivo animado es aquel que da nombre a una fuerza o a un objeto cualquiera que se caracteriza por su agencialidad (ser sujeto de la acción transitiva). Lo animado se dice de las cosas cuya naturaleza es ejercer poder sobre otras cosas, las cuales se nombrarían con sustantivos de género inanimado. Nuevamente, un principio activo y un principio pasivo, sin que nadie que yo haya leído nunca sostenga mediante estudio de las fuentes antiguas la relación con la consideración anterior, a pesar de que el paralelismo no deja de ser llamativo. El sol, por ejemplo, será animado, porque emite la luz que nos ilumina y nos calienta, mientras que la luna será inanimada, pues su luz es sólo un reflejo de la luz solar. Una planta será animada, porque crece, mientras que una piedra será inanimada, porque padece, aunque haya excepciones, y también haya rocas peculiares que tienen poder, y habrán de ser por tanto animadas, como el imán, por ejemplo, o las piedras meteóricas, que son hierofanías, como la piedra negra de los musulmanes, como las vírgenes negras, o como los meteoritos ferruginosos, de los que la humanidad aprenderá el arte de fundir los metales. Los géneros animado e inanimado desparecieron en la historia, y no queda apenas rastro reconocible de ellos en las lenguas modernas de la familia indoeuropea, salvo por caminos insospechados.
  
3.- En una tercera consideración, las antiguas lenguas indoeuropeas comenzaron a marcar el género femenino, para distinguirlo en las palabras que no tenían esta distinción, y que, por tanto, se decían de un modo único, agenérico o neutro. Frente a unos pocos sustantivos que nombran a ciertos animales de interés para la ganadería (caballo-yegua, oveja-cordero, cabra-carnero, vaca-toro, por ejemplo), ninguna otra palabra marcaba en sus orígenes este tipo de distinción. Cuando se comenzó a generalizar el uso del sufijo –a, para marcar el género femenino, el sustantivo feminizado se distinguió frente al anterior sustantivo agenérico, o neutro, que quedó entonces disponible para nombrar, sin necesidad de marca alguna, al género masculino. Es decir, que, en el origen de la distinción, es el femenino el que se “distingue”, el que gana una voz propia, mientras que el masculino queda asimilado a la antigua palabra neutra sin marcaje, y, por tanto, sin distinción alguna (neutralizado, si se me permite el juego de palabras). Es el femenino el que se distingue, insisto, mientras que el masculino se confunde con la voz neutra, pues, como opinan los lingüistas, por una cuestión de economía del lenguaje, no era necesario un marcaje para lo masculino, dado que bastaba con el marcaje femenino y la palabra sin marca, para que la contraposición binaria fuera perfectamente reconocible por el hablante sin ambigüedad alguna. Este procedimiento de construcción de los géneros gramaticales está presente desde entonces en todas nuestras lenguas. Así, por ejemplo, cuando modernamente hemos querido distinguir en español a la mujer que ejerce el cargo de presidente de una reunión o de un consejo, ha bastado el sufijo en –a, para dar con la presidenta, mientras que el masculino no ha necesitado marca alguna, sino que ha quedado asimilado bajo el neutro en –nte, que es la forma común de construcción del participio de presente latino. No entremos mucho en que, por analogía y coherencia, debería decirse también el cantante y la cantanta, o el pudiente y la pudienta (aunque decimos el sirviente y la sirvienta, o el gobernante y la gobernanta), que todo se andará. Lo importante es mostrar con sencillez que el masculino no es clave para crear la distinción del género, y que, bien visto, sólo hay en la práctica dos géneros, el femenino (marcado) y el neutro anterior (sin marca), que asimilaría para sí al tercer género masculino. El masculino es, de este modo, el último en llegar; y no el primero.
  
4.- Finalmente, una última consideración tiene que ver con el origen de nuestras modernas lenguas romances, en las cuales, la ambigüedad en la distinción de género era tal, que muchas palabras se decían indistintamente en femenino o en masculino (con el neutro). Aún recuerdo mi sorpresa al leer aquel pasaje de Cervantes, donde el hidalgo caballero y el fiel Sancho se apean en un mesón que quisieran castillo, “sin faltarle su puente levadiza y honda cava” (I, 2). Y esto sucedía porque no todos los sustantivos, ni todas las cosas a las que nombran, gastan necesidad de haber distinciones entre lo femenino y lo masculino.

Si fuéramos mejores discípulos del ilustre manchego, diríamos que esta es la verdadera historia de lo que aquí se trata; pero no alcanzamos a tanto, ni presumimos de tener verdad en el asunto. Sólo son unas cuantas consideraciones, tomadas de aquí y de allá, cuya referencia puede consultarse sobradamente en los libros de lingüística, moderna y antigua. Que otras (pues otros son neutros, y no sabemos quiénes son) conviertan esta historia en una pelea de géneros, o de sexos. Que la discutan apelando a una retorcida (y, sin embargo, poco sutil para tanto retorcimiento) estrategia de dominación de ellos sobre ellas. Bien parece, aunque, al menos, deberían tratar de buscar en la historia los verdaderos sucesos donde allí se muestre tal pelea, con su correspondiente reflejo en el lenguaje, para que el argumento goce de credibilidad, y sea digno de atención por nuestra parte. Comprendo bien la cuestión del llamado lenguaje inclusivo, pero no comparto sus argumentos, puesto que los que yo he encontrado, leyendo al respecto, son más bien las consideraciones que aquí he planteado. Alternativamente, si el lenguaje inclusivo es mera estrategia política para dar continua visibilidad a la distinción entre los géneros (cuya insistencia, por cierto, no veo necesaria, pues es muchísimo más lo que nos acerca que lo que nos distingue), el argumento es orwelliano, doblepensar, rescritura de la historia, ejercicio de fuerza sobre el lenguaje, para que este diga lo que no puede decir. Si el único argumento es este, pido disculpas, me parece por completo inaceptable.

Por supuesto, la erudición es neutra (por tanto, masculina), y poco contribuimos a la batalla de los sexos, y a la liberación de la mujer, con los argumentos que aquí he citado. Soy consciente tanto de lo uno como de lo otro. Pero aquí no discuto de estrategias políticas, sino de lingüística, y de Historia, y de conocimiento. Ya me ocupo yo en mi vida cotidiana de no hacer distingos innecesarios entre ellos y ellas, y lo hago sin necesidad de argumentos heteropatriarcales traídos al lenguaje, tan novedosos en la historia, que nunca la Historia de las lenguas oyó hablar de ellos. Defender la igualdad es un asunto de liberalidad y de justicia. La dignidad de las personas no se cifra en su sexo, y mucho menos en su género gramatical, aunque esa idea de la dignidad sea más bien propia de curillas, sobre todo dominicos, los mismos que pusieron los fundamentos filosóficos y jurídicos de los derechos humanos, allá en los tiempos salmantinos de la escolástica tardía.
  
[I] Mircea Elliade, Historia de las creencias y de las ideas religiosas, Barcelona (RBA), 2004, página 52. (Orig., 1976).

sábado, 9 de mayo de 2020

El gobierno del Estado


Con estas pocas páginas, quisiera recuperar para la vida pública tres conceptos que los grupos de poder nos han hurtado (sean partidos, corporaciones o lobbies de muy distinto tipo): la política, el gobierno y el Estado. Lo primero es fijar el punto de partida del hecho social en la reunión entre tú y yo, los conversadores de la interacción social. Muchos lo han entendido así desde los albores del siglo XIX. Si pongo en el centro de las consideraciones a las consideraciones que yo mismo debo hacerme, es decir, si yo me pongo en el centro de mi vida para ver qué entiendo y cómo me las tengo que haber con el mundo, el hecho social comienza en mi encuentro con el otro. Antes de eso, he necesitado extrañarme de mi mundo anterior, esforzarme por aparcar los prejuicios que de él me llegaban, para así comenzar a pensar y a mirar el mundo por mí mismo, o al menos a intentarlo. Ahora, en el encuentro con el otro se me plantean múltiples interrogantes, y se me descubren posibilidades, horizontes de actuación en los que puedo, o no, embarcarme con él camino de otras partes, juntos en la construcción compartida, en la creación de un mundo nuestro, de ambos, al que podemos llamar en puridad un mundo social. Eso es el mundo social. Después, mucho después, o mucho antes, según se mire, el mundo social se desprenderá de nosotros convertido en lenguajes o sistemas simbólicos que tienen su propia naturaleza, y que ya no nos necesitan para ser, aunque sí para seguir existiendo.
  
En este mundo particular nuestro, que nos es directamente propio, o lo más propio que ambos nos tenemos, nos toca organizarnos, o ya el mero hecho de trabajar codo con codo en los proyectos compartidos es una organicidad de nuestra acción, o de nuestra vida común. Junto al otro, hechos uno con el otro, compartimos, tomamos parte en algo que sólo aparece y fructifica en el trabajo conjunto entre él y yo. Esta propiedad compartida de los dos (no hay tres todavía, no nos hace falta ningún tercero) es lo que llamamos el terreno común, lo que ambos debemos cuidar para que siga siendo, si es que queremos que siga siendo, mientras cada uno de los dos conserva otros múltiples terrenos para su vida privada. No debe haber confusión. Lo propio de ambos no es lo mismo que lo propio mío. Yo ya tengo mi vida y mis quehaceres solitarios, al margen del otro, desde el momento en que comencé a crear y a defender mi mundo a solas.
  
La llegada de terceros a este nuestro mundo compartido es desde entonces incesante. Bien porque yo establezca relaciones de propiedad con otros pares (es decir, me embarque en proyectos propios con diferentes otros), bien porque nuestro pequeño mundo compartido se vea interrumpido por la aparición de terceros, sean individuos o díadas, el mundo propio en común de la díada debe continuamente confrontarse con situaciones en las que hay que tomar en consideración la presencia de terceros. Estos terceros pueden ser bienvenidos a nuestro mundo en común, que así se amplía, y lo que era propiedad de los dos recibe y abraza la presencia de los nuevos, que entran de este modo a formar parte de lo propio y común nuestro que antes sólo nosotros dos teníamos. Claro, todo esto es hablar modélicamente, como de forma abstracta, pero basta pensar en ejemplos sencillos, como cuando me pongo de acuerdo con mi vecino en que afrontemos de cierta manera específica cierta situación que a ambos nos atañe, creando así un modo de acción conjunta, en la que luego podemos acoger a otros terceros vecinos, que también se sientan afectados por la misma situación, y que puedan estar interesados en afrontarla junto a nosotros, como nosotros, en coordinación con nosotros. De este modo sencillo y sin intermediarios, los que vivimos en vecindad nos organizamos, creamos estructuras simbólicas de nuestro pequeño mundo de intereses compartidos, nos damos roles en el afrontamiento conjunto, normalizando de maneras sencillas parcelas de nuestras vidas que, en principio, sólo a nosotros nos incumben, sólo a nosotros interesan, y, fundamentalmente, que no necesitan de nadie más para seguir siendo. Si son, es exclusivamente porque nosotros así las hacemos ser. Y no ha lugar en absoluto a que cuartos o quintos o sextos nos vengan desde fuera a decirnos cómo debemos hacer las cosas. No los necesitamos, no tenemos dependencia de ellos, ni les debemos pleitesía ni agradecimiento. Lo que hemos hecho, lo hemos hecho en libertad, decidiendo por nosotros mismos si queríamos, o no, conjuntarnos con el otro cercano, entrar en conversación con él, aunarnos en la tarea conjunta y vivir una parte de nuestra vida en la parcela o terreno común así creado.
  
Aquí, debo subrayar estas dos palabras, para que nadie se llame a confusión con lo que estoy diciendo. Lo común es posible sólo porque así lo hemos decidido en libertad. Lo común no nos viene impuesto, no es una consideración preternatural o naturalizante, una especie de derecho animal, espiritual o humano, o angélico, o no se sabe qué. Lo común es sencillamente el terreno que nosotros nos hemos dado en nuestra convivencia cercana y diaria, allí donde nos ha interesado, y bajo la irrenunciable y necesaria premisa de la libertad individual para mirar el mundo libre de prejuicios y asociarse con el otro si lo estimamos conveniente, o no, para nuestra vida personal. Incluso debe hacerse notar que, aunque debamos considerar también el modo en que los sistemas simbólicos complejos (la sociedad, la ciudad, las ideologías, el Derecho, la lengua, la cultura…) se independizan en su ser propio, y se nos presentan como realidades que deben ser consideradas, tanto en su dimensión espiritual como en su dimensión fáctica, todas estas grandes construcciones históricas no impiden ni obvian que nuestra vida compartida sigue sucediendo de continuo en la infinitud de las conversaciones mundanas entre los muchos unos y otros (siempre uno y otro concretos, aunque sean muchos). Es en estas conversaciones diádicas donde el uno y el otro se encuentran, dialogan, pactan, o desconfían y disputan. Es en estas conversaciones donde los sistemas simbólicos complejos se hacen presentes, pero sólo en la medida en que nosotros dos tenemos a bien, o a mal, considerarlos. Ellos no se nos imponen, sino que nosotros decidimos el modo en que los tomamos, o no, en consideración, y obramos en consecuencia.
  
Si hay algo a lo que llamar organización social, orden social, política y gobierno, es a estos pequeños fragmentos que componen, en la miríada de sus ocurrencias, el orbe todo de la vida social del Estado. El Estado somos nosotros, todos y cada uno en nuestros lugares comunes, en nuestras tareas conjuntas, en el equilibrio siempre inestable entre la soledad y la compañía, que podríamos nombrar también la propiedad privada y la propiedad común, si es que ponemos atención al modo en que aquí estamos usando estas difíciles palabras. Que luego lleguen las corporaciones, los lobbies de poder, los grupos de interés o los partidos políticos a arrogarse la representación y la competencia para decidir sobre cuestiones de política y gobierno de nuestro Estado, es una usurpación que podemos, o no, concederles, pero siempre como una concesión transitoria que no puede, en su más estricta imposibilidad, ser tomada de forma permanente, pues ellos no son nuestra vida, ni pueden decidir sobre ella, por la única razón, sencilla y contundente, de que nuestra vida sólo a nosotros nos compete vivirla. Cualquier otra cesión o argumento es puro delirio orwelliano o acto de servidumbre voluntaria, generalmente necio e irresponsable, y en ocasiones interesado. Ellos, los que ambicionan el poder de gobernarnos a todos, sólo son otros concretos, con minúsculas, individuos y pares de individuos, tales como usted y como yo, ni más ni menos, que se ocultan detrás de ciertas grandes palabras, de ciertas nobles tradiciones de la Humanidad, para medrar en sus intereses particulares, que siempre son oscuros, aunque los disimulen mal, y ponernos a usted y a mí a darles las gracias, o a reírselas, a dejar de vivir nuestra vida para pasar a vivir la que ellos pretenden para nosotros en su propio interés corporativo.
  
Bien visto, el poder que ellos tienen es minúsculo, aunque muy efectivo. Sus actos son sólo una más de las condiciones situacionales que usted y yo tenemos que tomar en cuenta para decidir sobre nuestra acción propia, sea individual o conjunta. Podemos ignorarlos, disimular, mentirles, aceptarlos, o adaptarnos como si los aceptáramos, porque sus ojos aún no llegan al delirio oprimente del Gran Hermano, y no pueden vernos ni saber de nosotros tanto como quisieran muchos de estos mal llamados gobernantes. Ellos pueden ponernos difíciles las cosas, pueden complicarnos la vida, pero nunca gobernarnos, y no porque no esté en sus pretensiones, sino porque el gobierno de nuestras vidas, como queda dicho, es exclusivamente una propiedad de nuestra acción libre y conjunta, que es algo que ellos no pueden reemplazar ni usurpar de ninguna manera imaginable.
  
Llama la atención que tanto se asombren los contemporáneos de que la gente se organice de estas maneras sencillas en sus vidas diarias cuando les surgen los problemas, sin darse cuenta de que es lo que, desde siempre, la humanidad ha hecho sin mayores alharacas: hablar con el otro y ponerse de acuerdo con él, en libertad, para hacer lo más conveniente a los dos, o a los tres, o a los que fueren. Lo más llamativo, sin embargo, es que los contemporáneos, una vez comprendido que el gobierno es siempre particular y del pequeño grupo, se empecinen en buscarle fórmulas grandilocuentes, que siempre son simples y de corta mira, para extenderlo al común de los millones de nuestra sociedad; ignorando, primero, que los millones de nuestra sociedad ya lo saben y ya lo ejercen con naturalidad en sus vidas diarias sin auxilio de nadie, tampoco de ellos, pues no lo necesitan; y segundo, que la acción conjunta de los millones no es algo que se pueda pensar, decidir o imponer desde fuera, pues esa, como hemos visto, es la intención del mal llamado gobernante ambicioso de poder, y es sólo una mala pretensión que la vida diaria y efectiva de los muchos se encarga de negar y rechazar con la sencillez de su seguir viviendo en sus mundos comunes particulares. El único que puedo poner mi vida en excepción soy yo, que soy el único que puedo dejar de vivirla; o el tirano, que lo hará con violencia o muerte, y no hay más. El resto es superchería para desavisados o mercadeo para pícaros, nada serio. Por eso, la única soberanía me pertenece y es intransferible. Ese debiera ser el artículo primero de toda Carta Magna; todos los demás brotan de él.
  
¿Es así que no podemos pensar en lo común que tienen los millones de personas de nuestra sociedad?, ¿o que no podemos pensar en la gobernanza de nuestra sociedad de millones? Claro que podemos, y ya lo venimos desde el origen de las instituciones culturales. Ya tenemos el Derecho, la Carta Magna, la lengua, las ideologías y la cultura en general. A través de ellas pensamos la multiplicidad inmensa de nuestra sociedad de millones. Pero nadie ha creado estas grandes construcciones de sentido, nadie las gobierna, nadie puede decidirlas particularmente ni imponerlas a capricho o interés propio, sino que ellas son el poso, el desiderátum de largas y muy antiguas tradiciones de convivencia que aún nos facilitan en gran parte nuestra vida en común, que nos enriquecen de continuo, pero que también debemos tratar con cierta distancia, para que el individuo que se quiere libre, o que vive en la tarea de darse su libertad, pueda pensar las cosas por sí mismo, y decidir de qué modos participa en el terreno común de la cultura compartida, o se recluye en las pequeñas esferas de su vida privada, para ser tal y como sólo él puede decidir ser.
  
Todo el que habla en nombre del Pueblo es un usurpador de nuestras voces, y no debiéramos prestarle más atención que la que damos al cómico que nos entretiene, o al méndigo que nos pide unas monedas, que con gusto y compasión le damos, cuando nos las pide educadamente.


Georges de la Tour
San José Carpintero, h. 1620