Si mueres en Matrix, mueres en el mundo real
Un simulacro es una imagen o una actuación que simula o que semeja una forma de la realidad, de tal modo que, cuanto más fielmente realizado, menos pueda apreciarse la diferencia entre la simulación y lo simulado. En el uso común del término, quienes lo utilizan no dudan de que haya una realidad real y una simulación que no es real, no dudan de que haya un criterio de realidad que permite, sentido común mediante, distinguir lo uno de lo otro, y no dejarse engañar, llegado el caso. Esta distinción comenzó a resquebrajarse con la aparición de la realidad virtual y la simultaneidad de la información en directo gracias a la fibra óptica. La retransmisión de los sucesos, que, habitualmente, se demoraba un cierto lapso de tiempo, ya es plenamente simultánea en la difusión de información en las redes, o en la retransmisión televisiva en directo de un escenario de guerra, o en el streaming de un juicio que se quiere transparente ante la mirada pública. También comenzó su desgaste con el auge de los simulacros urbanísticos, que Robert Venturi analizó en el cartón piedra de la ciudad de Las Vegas, donde no hay ciudad verdadera, y el simulacro es la única ciudad, y con el auge de las reconstrucciones urbanas para simular elementos culturales tradicionales con intereses turísticos, fenómeno que se ha extendido por todas las ciudades del planeta. Los urbanistas lo denominan tematización, aludiendo a la remodelación urbana siguiendo el modelo de los parques temáticos. En todos estos casos, la simulación y lo simulado coinciden en el tiempo y en el espacio, de tal modo que ya no sabemos cuál es cada cuál, pues la simulación tiene consecuencias no simuladas en el cambio de los imaginarios y los comportamientos, y, una vez que ocupa el espacio público, la simulación es la única realidad patente; del mismo modo, lo simulado queda ahora como mera “imagen” de lo que fue, de lo que se intentó suplantar, y, más que un criterio de realidad definitivo, lo que tenemos es una dialéctica o un conflicto entre imágenes, una competencia por ver cuál de ellas queda finalmente como verdadera pieza de realidad, y cuál queda arrinconada como imagen falsa. El paroxismo del simulacro fue señalado por Jean Baudrillard, en “El crimen perfecto”, donde apunta cómo, en esta competición por adquirir el estatuto de única realidad, todas las realidades devienen imágenes, y ya no queda ninguna referencia última de realidad, así que, no habiendo cadáver, tampoco ha lugar a la acusación de asesinato, metafóricamente hablando.
Si entendemos esta idea de una manera amplia, tal es también el caso de todo lenguaje, donde las palabras sustituyen, como imágenes o referencias, a las realidades que pretenden ser dichas a través de ellas, sin que haya forma de “dar nombre” a las realidades salvo con la mediación de las palabras. Tal como se entienden comúnmente, la definición de una palabra no apela a la referencia de realidad, sino que se construye con nuevas palabras que tampoco apelan a la realidad, sino a una interminable concatenación de otras palabras que se diluye en el océano del diccionario.
Estas ideas, que ya son clásicos dentro del pensamiento postmoderno, están comenzando a extenderse en los discursos públicos, tal como los oímos o los leemos actualmente en las columnas periodísticas y las declaraciones políticas. En España, la sentencia del Tribunal Supremo a los políticos insurgentes catalanes (¿insurgentes, sediciosos, rebeldes, golpistas, demócratas, víctimas, liberadores, patriotas…?; hay para elegir) marca un hito en el reconocimiento público del simulacro como fenómeno social que aún no entendemos políticamente, y que debería ser teorizado y acogido dentro de los fundamentos del Derecho para que el Derecho siga de cerca la evolución de las formas sociales que pretende regular y juzgar. (La legislación política va por detrás, aún no ha llegado). El argumento de que lo sucedido en Cataluña en aquellas jornadas, y en los meses anteriores, de 2017, era no más que un gran simulacro, ha servido como piedra de toque para distinguir entre los delitos de rebelión y sedición, con la significativa reducción de las penas que ello ha comportado. El supuesto golpe sólo fue una teatralización para situarse en una posición favorable ante las negociaciones políticas con el Estado. Los opinadores han entendido perfectamente el argumento y el valor político de la simulación, pero siguen pensando, igual que los juristas, que la distinción entre lo real y lo simulado está clara. Los acusados merecen penas menores porque lo suyo fue simulación, y no realidad; o bien, opinan otros, la simulación no oculta una realidad de acciones y declaraciones políticas de valor jurídico que debieran haber sido sancionadas con mayor contundencia. Siguen creyendo que hay una realidad real no simulable, y una simulación cuya falsedad no debería confundirnos.
Con perdón, creo que no acaban de entender la cuestión. El simulacro es la nueva forma de la verdad pública, lo cual no significa que, ahora, la mentira sea la nueva verdad, como muchos interpretan, sino que ya no hay realidad que no sea en sí misma un ensayo, un teatro, un simulacro (ese es el valor “performativo” de nuestros actos). La propia teatralización del juico ante las cámaras demuestra que el simulacro no sólo es convincente, sino que es necesario para que el acto social se “realice”, o adquiera estatuto de realidad con valor jurídico, e incluso ontológico. Cuando los políticos o los colectivos identitarios inflaman las redes con noticias fragmentarias que sugieren interpretaciones de la totalidad de las situaciones de las que hablan, no están pecando de ignorantes que confunden la realidad con la imagen informativa, sino que están introduciendo estratégicamente la imagen en el flujo del diálogo público, trayéndolas a escena entremezcladas sin distinción entre el suceso y la información, haciendo buena la idea de que no hay suceso hasta que no ha sido “in-formado”, de que no hay verdad antes de la imagen que la hace presente (sobre el valor ontológico de la imagen, en Verdad y método, de Gadamer).
El “golpe” catalán, o la “revolución de las sonrisas”, tanto monta, ha sido, desde este punto de vista, el más enorme montaje televisivo que pudiera haber imaginado la mente artística más ambiciosa de la postmodernidad. Una coreografía multitudinaria (cientos de miles de personas en escena), sostenida en el tiempo, en el espacio, en los imaginarios y en los discursos, de forma admirablemente consistente, coherente y efectiva. El golpe fue un simulacro de golpe, o, quizá, el simulacro de golpe fue el golpe. En una comprensión tradicional del término, haber sido no más que un simulacro ha permitido a los políticos acusados escapar de las acusaciones más graves, y ver reducidas sus sentencias, y disculpado en parte su desafío institucional. En una comprensión anclada en el pensamiento postmoderno, el triunfo del simulacro habría supuesto la creación de un Estado independiente. Quizá con un remedo de Constitución y de estructuras estatales improvisadas, sólo válidas para un escenario imaginario que sólo podía llegar en la imaginación, pero con las consecuencias efectivas que de todo ello se habrían derivado. Un simulacro de asesinato no es lo mismo que un asesinato, pero, como diría Baudrillard, cómo podríamos distinguir entre ambos, si no hay cadáver. Metafóricamente hablando.
La Barcelona postmoderna, siempre en la vanguardia de las nuevas formas culturales.