sábado, 19 de octubre de 2019

El simulacro era un golpe, el golpe era un simulacro

Si mueres en Matrix, mueres en el mundo real

Un simulacro es una imagen o una actuación que simula o que semeja una forma de la realidad, de tal modo que, cuanto más fielmente realizado, menos pueda apreciarse la diferencia entre la simulación y lo simulado. En el uso común del término, quienes lo utilizan no dudan de que haya una realidad real y una simulación que no es real, no dudan de que haya un criterio de realidad que permite, sentido común mediante, distinguir lo uno de lo otro, y no dejarse engañar, llegado el caso. Esta distinción comenzó a resquebrajarse con la aparición de la realidad virtual y la simultaneidad de la información en directo gracias a la fibra óptica. La retransmisión de los sucesos, que, habitualmente, se demoraba un cierto lapso de tiempo, ya es plenamente simultánea en la difusión de información en las redes, o en la retransmisión televisiva en directo de un escenario de guerra, o en el streaming de un juicio que se quiere transparente ante la mirada pública. También comenzó su desgaste con el auge de los simulacros urbanísticos, que Robert Venturi analizó en el cartón piedra de la ciudad de Las Vegas, donde no hay ciudad verdadera, y el simulacro es la única ciudad, y con el auge de las reconstrucciones urbanas para simular elementos culturales tradicionales con intereses turísticos, fenómeno que se ha extendido por todas las ciudades del planeta. Los urbanistas lo denominan tematización, aludiendo a la remodelación urbana siguiendo el modelo de los parques temáticos. En todos estos casos, la simulación y lo simulado coinciden en el tiempo y en el espacio, de tal modo que ya no sabemos cuál es cada cuál, pues la simulación tiene consecuencias no simuladas en el cambio de los imaginarios y los comportamientos, y, una vez que ocupa el espacio público, la simulación es la única realidad patente; del mismo modo, lo simulado queda ahora como mera “imagen” de lo que fue, de lo que se intentó suplantar, y, más que un criterio de realidad definitivo, lo que tenemos es una dialéctica o un conflicto entre imágenes, una competencia por ver cuál de ellas queda finalmente como verdadera pieza de realidad, y cuál queda arrinconada como imagen falsa. El paroxismo del simulacro fue señalado por Jean Baudrillard, en “El crimen perfecto”, donde apunta cómo, en esta competición por adquirir el estatuto de única realidad, todas las realidades devienen imágenes, y ya no queda ninguna referencia última de realidad, así que, no habiendo cadáver, tampoco ha lugar a la acusación de asesinato, metafóricamente hablando.

Si entendemos esta idea de una manera amplia, tal es también el caso de todo lenguaje, donde las palabras sustituyen, como imágenes o referencias, a las realidades que pretenden ser dichas a través de ellas, sin que haya forma de “dar nombre” a las realidades salvo con la mediación de las palabras. Tal como se entienden comúnmente, la definición de una palabra no apela a la referencia de realidad, sino que se construye con nuevas palabras que tampoco apelan a la realidad, sino a una interminable concatenación de otras palabras que se diluye en el océano del diccionario.

Estas ideas, que ya son clásicos dentro del pensamiento postmoderno, están comenzando a extenderse en los discursos públicos, tal como los oímos o los leemos actualmente en las columnas periodísticas y las declaraciones políticas. En España, la sentencia del Tribunal Supremo a los políticos insurgentes catalanes (¿insurgentes, sediciosos, rebeldes, golpistas, demócratas, víctimas, liberadores, patriotas…?; hay para elegir) marca un hito en el reconocimiento público del simulacro como fenómeno social que aún no entendemos políticamente, y que debería ser teorizado y acogido dentro de los fundamentos del Derecho para que el Derecho siga de cerca la evolución de las formas sociales que pretende regular y juzgar. (La legislación política va por detrás, aún no ha llegado). El argumento de que lo sucedido en Cataluña en aquellas jornadas, y en los meses anteriores, de 2017, era no más que un gran simulacro, ha servido como piedra de toque para distinguir entre los delitos de rebelión y sedición, con la significativa reducción de las penas que ello ha comportado. El supuesto golpe sólo fue una teatralización para situarse en una posición favorable ante las negociaciones políticas con el Estado. Los opinadores han entendido perfectamente el argumento y el valor político de la simulación, pero siguen pensando, igual que los juristas, que la distinción entre lo real y lo simulado está clara. Los acusados merecen penas menores porque lo suyo fue simulación, y no realidad; o bien, opinan otros, la simulación no oculta una realidad de acciones y declaraciones políticas de valor jurídico que debieran haber sido sancionadas con mayor contundencia. Siguen creyendo que hay una realidad real no simulable, y una simulación cuya falsedad no debería confundirnos.

Con perdón, creo que no acaban de entender la cuestión. El simulacro es la nueva forma de la verdad pública, lo cual no significa que, ahora, la mentira sea la nueva verdad, como muchos interpretan, sino que ya no hay realidad que no sea en sí misma un ensayo, un teatro, un simulacro (ese es el valor “performativo” de nuestros actos). La propia teatralización del juico ante las cámaras demuestra que el simulacro no sólo es convincente, sino que es necesario para que el acto social se “realice”, o adquiera estatuto de realidad con valor jurídico, e incluso ontológico. Cuando los políticos o los colectivos identitarios inflaman las redes con noticias fragmentarias que sugieren interpretaciones de la totalidad de las situaciones de las que hablan, no están pecando de ignorantes que confunden la realidad con la imagen informativa, sino que están introduciendo estratégicamente la imagen en el flujo del diálogo público, trayéndolas a escena entremezcladas sin distinción entre el suceso y la información, haciendo buena la idea de que no hay suceso hasta que no ha sido “in-formado”, de que no hay verdad antes de la imagen que la hace presente (sobre el valor ontológico de la imagen, en Verdad y método, de Gadamer).

El “golpe” catalán, o la “revolución de las sonrisas”, tanto monta, ha sido, desde este punto de vista, el más enorme montaje televisivo que pudiera haber imaginado la mente artística más ambiciosa de la postmodernidad. Una coreografía multitudinaria (cientos de miles de personas en escena), sostenida en el tiempo, en el espacio, en los imaginarios y en los discursos, de forma admirablemente consistente, coherente y efectiva. El golpe fue un simulacro de golpe, o, quizá, el simulacro de golpe fue el golpe. En una comprensión tradicional del término, haber sido no más que un simulacro ha permitido a los políticos acusados escapar de las acusaciones más graves, y ver reducidas sus sentencias, y disculpado en parte su desafío institucional. En una comprensión anclada en el pensamiento postmoderno, el triunfo del simulacro habría supuesto la creación de un Estado independiente. Quizá con un remedo de Constitución y de estructuras estatales improvisadas, sólo válidas para un escenario imaginario que sólo podía llegar en la imaginación, pero con las consecuencias efectivas que de todo ello se habrían derivado. Un simulacro de asesinato no es lo mismo que un asesinato, pero, como diría Baudrillard, cómo podríamos distinguir entre ambos, si no hay cadáver. Metafóricamente hablando.

La Barcelona postmoderna, siempre en la vanguardia de las nuevas formas culturales.



viernes, 18 de octubre de 2019

Orwelliana

Diga lo que diga, serán los demás los que decidan qué significan mis palabras. Mi opinión toma partido sin que yo lo tome. No hay palabra que no hayamos pervertido hasta convertirla en su contrario, en otra cosa. Hemos retorcido las palabras hasta dejarnos sin palabras, hasta hacer que las palabras nos traicionen y nos hagan despreciables. La democracia es violenta, y la violencia, democrática; la paz es otra vez el nombre de la guerra; la verdad es mentira, y la mentira, verdadera. Ya no tenemos palabras para identificarnos, para expresarnos, porque ya todas están dichas y marcadas con el veneno del odio y la venganza. Ya no puedo decir lo que pienso, porque todos entenderán otra cosa. Ya no hay razones, sino causas, pero ya no quedan abogados, sólo fiscales. Hemos perdido el juicio antes de celebrarlo, porque ya no hay juicio, todo está ya decidido y visto para sentencia. No importa donde vayas, en todos los lugares encontrarás una cárcel. Ya no es posible la poesía, la conversación, el humor. Todo comentario es una crítica; toda crítica, una provocación; y, ante la provocación, reacción. Justicia de la venganza familiar, ojo por ojo hasta que no queden ojos. Quisiéramos hablar, pero siento que ya ninguna palabra es posible, tampoco el silencio. Hemos realizado el sueño del control total: todo lo que digas será utilizado en tu contra.



viernes, 4 de octubre de 2019

El sujeto de la cultura

Para sostenerse, la cultura inmaterial requiere ser encarnada en los objetos y las personas, en las acciones y las palabras. Nadie pronuncia en su vida todas las palabras de la lengua, nadie realiza todas las prácticas de su cultura. No hace falta, somos muchos. Basta con que cada uno realice determinadas pequeñas parcelas de la vida en común, para que cada una de estas parcelas contribuya a sostener el complejo entramado de la totalidad cultural. Todos a la vez en un presente global que no cesa. Cada persona debe hacer por sí muy poco, pequeños esfuerzos a su alcance. Como cualquiera de los restantes objetos de nuestro mundo simbólico, sólo invoca una palabra, o apenas unas pocas, y participa sólo en una o en unas pocas prácticas, incluso con aportaciones mínimas y sencillas. Así, la cultura, depósito invisible de supuestos y voces mudas, se conserva mientras, y sólo mientras, se realiza, mientras se deposita aquí y allá, en los innumerables aquí y allá, estos y aquellos, de nuestro mundo compartido. Lo que no se repite se olvida, sea en las prácticas o en las ideas.

Del mismo modo, basta con que uno piense y comunique una nueva idea, para que la cultura compartida la haya pensado, y así estar disponible para que todos y cada uno podamos pensarla también. En el extremo fantasioso de la cultura como pensamiento, basta con que la posibilidad de llegar a pensar la nueva idea exista, para que el sujeto lógico de la cultura ya la haya pensado, y así, es el concepto el que piensa y dice, sin esperar persona que realice lo que ya estaba predicho en él. En la fantasía borgiana de un metafísico universo poblado de entidades lógicas, las ideas dialogan entre sí, y se bifurcan en posibilidades infinitas, incluso en la asombrosa posibilidad de que el concepto se piense a sí mismo, se ensimisme y se anule, y ya sepa desde siempre cómo termina todo.