viernes, 16 de enero de 2015

El séquito del tirano

Un León fingía que estaba enfermo: con este engaño hacía venir a su cueva a todos los animales, y cuando los tenía allí los mataba.
Llegó también la zorra; pero, no fiándose, dijo desde afuera al león que sentía mucho su enfermedad. El león, viendo que no entraba, dijo:
-¿Por qué no entras? ¿Recelas por ventura de mí, cuando estoy tan débil que, aunque quisiera, no me sería posible hacerte daño? Entra, pues, como los demás.
-Esto es -respondió la zorra- lo que me infunde recelo: que veo aquí seguramente las huellas de los que han entrado, pero no veo las de los que han salido. (Esopo. El león y la zorra.)

El tirano suele ser persona de cualidades físicas escasas o no destacadas, sobre todo cuando la edad lo va venciendo. No hay en él mayor cultura ni inteligencia que la que se encuentra con facilidad entre las gentes que lo rodean o que lo rehúyen. Incluso siendo un portento de fuerza o de inteligencia, es fácil imaginar situaciones que comprometerían su estado o su vida, mostrando que su fragilidad no es menor que la nuestra, que su miedo no es menor que el nuestro si la ocasión lo provoca.

El tirano es una contingencia histórica, la confluencia de una maraña de relaciones, sucesos, intereses e incertidumbres, que sitúan el papel de la persona en el terreno de la mera anécdota. No podemos aceptar que estuviera llamado a ocupar tan excelsas posiciones. El tirano es una marioneta en los hilos de las determinaciones, las contingencias, las presiones, la suspicacia. Su actuación consiste más en mantener la apariencia terrible del poder que en ejercerlo; por eso, los fastos y la voluntad caprichosa. Es la obediencia, no el destino, la causa de la tiranía.

Tanto por su legitimidad de origen como por su actuación, el tirano es el rey desnudo. No hay legitimación para él que no requiera de argumentos complementarios y no deba refundarse continuamente para prevenir la crítica.

Nada le viste más que la fe ciega o el temor de sus súbditos, que, tan extraño puede resultar, le miran como al ser sobrehumano, al elegido, le atribuyen facultades proverbiales, o le temen como a una sombra siniestra que a todos los rincones llega su mirada y su amenaza. La ceguera es enfermedad de quien no quiere abrir los ojos, pues nadie puede decir que ha sido por completo engañado y en nada albergó sombra de duda. La ceguera es una excusa pobre, como avergonzada, la excusa del connivente que escoge el disimulo. El temor es enfermedad de quien extrema la precaución hasta convertir su defensa en el verdadero peligro que debiera ser temido. Todo el mundo tiene derecho al miedo, pero no a convertirlo en modelo de actuación. También la mucha precaución mata.

Para sobrevivir, el tirano necesita la pleitesía, la adulación de los que suponen que las ventajas de su proximidad serán mayores que los riesgos de su capricho. Estos conciudadanos nuestros, si es que merecen tal nombre, prestan al tirano sus falsos vestidos, rodéanle, elógianle, sirviendo de decorado en el que representar el drama o la épica del gran teatro del poder, donde se gestan los episodios para el escriba, donde se heredan, se conquistan o se regatean los reinos y las vidas de las personas, donde la Historia está siendo construida ante los ojos expectantes del cortesano.

En su discurso de la servidumbre voluntaria, Étienne de la Boétie dice: "Pero los favoritos del tirano nunca pueden contar con él porque ellos mismos le enseñaron que todo lo puede, que ningún deber lo obliga, que está habituado a no tener por razón sino su voluntad, que no tiene igual y que es el amo de todos. ¿No es deplorable que, a pesar de tantos brillantes ejemplos, sabiendo el peligro tan presente, nadie quiera sacar las lecciones de las miserias del prójimo y que tantas gentes se aproximen de tan buen grado a los tiranos? Que no haya uno que tenga la prudencia y el coraje de decirles, como el zorro de la fábula al león que se hacía el enfermo: Iría encantado a visitarte en tu cubil; pero veo muchas huellas de animales que entran; de animales que salen, no veo ninguna”.

He visto a muchos presumir de su buen hacer para obtener ventajas junto al tirano, sólo es cuestión de saber cómo tratarlo, dicen. Los he visto vivir en la amargura de la servidumbre y caer al fin víctimas del engaño, ser sacrificados en el juego de los intereses, de los pactos y la razón de Estado. No siento pena por ellos. Ellos han labrado su desgracia y, en parte, las nuestras.

Todas las personas tienen derecho a no ser gobernadas. Este debería ser el primer principio de una constitución liberal.