sábado, 14 de marzo de 2015

Refutación del tiempo

“Fuera de cada percepción (actual o conjetural) no existe la materia; fuera de cada estado mental no existe el espíritu; tampoco el tiempo existirá fuera de cada instante presente.” (Borges, Nueva refutación del tiempo).

Apelando al idealismo de Berkeley, y después al de Hume, los conceptos de objeto (materia, espacio), sujeto y tiempo llevan a la confusión, a la contradicción interna, al absurdo que no deja entender ya el significado de esas palabras. La duda del objeto niega el universo; la duda del sujeto, un espíritu y cualquier espíritu; la duda del instante que se repite, el tiempo como sucesión. Si alguien futuro vuelve a soñar el sueño de Chuang Tzu, la confusión es tal que ambos sueños son ya el mismo, que ambos momentos son el mismo y que, por tanto, carece de sentido imaginar un tiempo que los aleja. “¿No basta un solo término repetido para desbaratar y confundir la historia del mundo, para denunciar que no hay tal historia?”

And yet, and yet…, Borges no puede escapar del íntimo convencimiento de sí mismo, del tiempo que fluye, y nosotros en él, y todo idealismo no le resulta sino un inevitable absurdo, el callejón intelectual de una inteligencia preclara y a la par desconsolada. Habrá de morir, habrá de morir, sin que sus piruetas conceptuales, sus paradójicas narraciones le salven del temor de pasar un día. Al fin, diríamos, el tiempo pensado es un paradójico imposible, y sólo la tristeza de esperar la muerte sirve para justificar que sigamos planteando las mismas preguntas que a ninguna parte llevan, o ruedan, más que a sí mismas, o a nada.

Este ejercicio de pesadumbre, que nos dio el lóbrego barroco, algunos pasajes lapidarios y terribles de las escrituras, y una pesada herencia que sobrevive más allá de nuestro noventa y ocho, son hoy, en el pensamiento postmoderno, divertimentos que burlan de la gran filosofía y dejan a la presuntuosa ciencia moderna en la ingenuidad o la estulticia. La aporía y la paradoja no son entonces el cierre en falso de la especulación intelectual, sino un punto de partida, un desafío sobre el que continuar reflexionando por el placer erudito y la excitación del ingenio, y quizá una aportación a la historia del pensamiento por la que nuestra época será juzgada algún día.


La Alicia de John Tenniel, 1871