“Aterradora idea de Juana, acerca del texto Per speculum.
Los goces de este mundo serían los tormentos del infierno, vistos al revés, en un espejo”.
Los goces de este mundo serían los tormentos del infierno, vistos al revés, en un espejo”.
León Bloy, citado por Borges en El espejo de los enigmas (en Otras inquisiciones, 1952)
Si el Dios de San Pablo fuera la inteligencia infinita, a nosotros nos correspondería vivir el delirio supremo. Ergo, la racionalidad sería, en espejo, el diablo de esta Juana que menciona León Bloy. Sencillo, luego demoníaco.
Como explica Umberto Eco, en la semiosis ilimitada del hermetismo gnóstico, la cábala y el pensamiento antiguo, todo puede ser dicho en verdad, pues todo concluye en el mismo lugar, allí donde a todos nos está vedado acercarnos, el lugar de un secreto que, por definición, debe estar vacío. No obstante, las correspondencias simbólicas, más allá de la erudición histórica, de la estética del símbolo y las tablas esmeralda, se nos vienen ya en nuestro tiempo a ser un mero juego de palabras, como todo lo que nuestra vana y soberbia ciencia racional quiso convertir en leyes naturales, aquellas a través de las cuales se manifestaba el dios verdadero. Nuestra sciencia post, delirio de grandeza, es capaz de imaginar mundos y venir a habitarlos por obra de la crítica, la resignificación y la performatividad, ante las cuales, nada resiste y nada es imposible. Qué hermosa expresión si supiéramos leerla en sus propios términos: nada es imposible.
En su breve reflexión sobre León Bloy, Borges afirma que es dudoso que el mundo tenga sentido, reduciendo (o elevando) a literatura lo que en la herencia póstuma del pensamiento antiguo es sabiduría y teología, antropología y mística, quizá como también hace la ciencia racional al tacharla de mera superstición. Yo creo que hemos perdido el simbolismo para siempre y que, como Borges, ya sólo nos queda el disfrute poético de las sutilezas intelectuales que produjo. La razón nos ha dejado solos en un mundo sin sentido posible, ha creado un monstruo de nosotros, aunque la mayoría lo ignora y deambula como un muerto viviente entre los restos del naufragio histórico del símbolo. O quizá el muerto seamos nosotros, los de la cosa post, cantando loas a la lógica imposible del (sin)sentido. Todo es posible.
Pero el dios de la postmodernidad, que está en Derrida más que en Vattimo, es el desierto, el silencio que retumba, el vacío que penetra, lo que sólo puede ser dicho sin decirse, lo que debe decirse para guardar a salvo el nombre, la nada que no puede ni debe ser dicha y que, sin embargo, pro-nunciamos/anunciamos calladamente de continuo, por ignorancia los más, por impotencia el resto. “Orbis terrarum est speculum Ludi”, sostiene Borges en La secta del Fénix. Si somos un espejo del universo, el enigma del sinsentido en que vivimos, siglo XXI sin futuro, es la claridad sin luz del Dios hermético de León Bloy. Si la razón hizo de nosotros monstruosidades, nuestro delirio post se dirige o fuga, cargado de razones, alocado y paradójico, desértico y laberíntico, hacia la creación de lo sublime, hacia ninguna parte, que es donde se encuentra nada y todo.