viernes, 8 de enero de 2016

La herejía postmoderna

“Aterradora idea de Juana, acerca del texto Per speculum.
Los goces de este mundo serían los tormentos del infierno, vistos al revés, en un espejo”.
León Bloy, citado por Borges en El espejo de los enigmas (en Otras inquisiciones, 1952)

Si el Dios de San Pablo fuera la inteligencia infinita, a nosotros nos correspondería vivir el delirio supremo. Ergo, la racionalidad sería, en espejo, el diablo de esta Juana que menciona León Bloy. Sencillo, luego demoníaco.

Como explica Umberto Eco, en la semiosis ilimitada del hermetismo gnóstico, la cábala y el pensamiento antiguo, todo puede ser dicho en verdad, pues todo concluye en el mismo lugar, allí donde a todos nos está vedado acercarnos, el lugar de un secreto que, por definición, debe estar vacío. No obstante, las correspondencias simbólicas, más allá de la erudición histórica, de la estética del símbolo y las tablas esmeralda, se nos vienen ya en nuestro tiempo a ser un mero juego de palabras, como todo lo que nuestra vana y soberbia ciencia racional quiso convertir en leyes naturales, aquellas a través de las cuales se manifestaba el dios verdadero. Nuestra sciencia post, delirio de grandeza, es capaz de imaginar mundos y venir a habitarlos por obra de la crítica, la resignificación y la performatividad, ante las cuales, nada resiste y nada es imposible. Qué hermosa expresión si supiéramos leerla en sus propios términos: nada es imposible.

En su breve reflexión sobre León Bloy, Borges afirma que es dudoso que el mundo tenga sentido, reduciendo (o elevando) a literatura lo que en la herencia póstuma del pensamiento antiguo es sabiduría y teología, antropología y mística, quizá como también hace la ciencia racional al tacharla de mera superstición. Yo creo que hemos perdido el simbolismo para siempre y que, como Borges, ya sólo nos queda el disfrute poético de las sutilezas intelectuales que produjo. La razón nos ha dejado solos en un mundo sin sentido posible, ha creado un monstruo de nosotros, aunque la mayoría lo ignora y deambula como un muerto viviente entre los restos del naufragio histórico del símbolo. O quizá el muerto seamos nosotros, los de la cosa post, cantando loas a la lógica imposible del (sin)sentido. Todo es posible.

Pero el dios de la postmodernidad, que está en Derrida más que en Vattimo, es el desierto, el silencio que retumba, el vacío que penetra, lo que sólo puede ser dicho sin decirse, lo que debe decirse para guardar a salvo el nombre, la nada que no puede ni debe ser dicha y que, sin embargo, pro-nunciamos/anunciamos calladamente de continuo, por ignorancia los más, por impotencia el resto. “Orbis terrarum est speculum Ludi”, sostiene Borges en La secta del Fénix. Si somos un espejo del universo, el enigma del sinsentido en que vivimos, siglo XXI sin futuro, es la claridad sin luz del Dios hermético de León Bloy. Si la razón hizo de nosotros monstruosidades, nuestro delirio post se dirige o fuga, cargado de razones, alocado y paradójico, desértico y laberíntico, hacia la creación de lo sublime, hacia ninguna parte, que es donde se encuentra nada y todo.


domingo, 3 de enero de 2016

La gran belleza

La grande bellezza es una coproducción francoitaliana de 2013 (Indigo Film / Medusa Film / Mediaset / Pathé / France 2 Cinéma / Babe Film / Canal+), dirigida por Paolo Sorrentino, quien también es coautor del guión. Profundamente italiana, o quizá mediterránea, las escenas y los personajes se suceden con un estilo coral que resulta familiar también en el mejor cine español: una sucesión aparentemente interminable de tipos humanos que salen y entran en escenas grupales que se producen alrededor del protagonista, Jep Gambardella, un peculiar novelista, autor de un solo libro de éxito, coronado el rey de la mundanidad del verano romano, anfitrión e invitado necesario en todo tipo de reuniones sociales, exposiciones y fiestas de lo que aquí hemos llamado la gente del corazón. La película, narrada con suavidad, introduce, escena tras escena, situaciones diarias del protagonista, a solas, en pareja, en pequeños grupos o en fiestas numerosas, siempre bajo una composición fotográfica muy bien cuidada, incluso exquisita, adjetivos que pueden aplicarse a la elección del vestuario, la iluminación, el mobiliario y la pose siempre elegante y serena de Gambardella.

Inclasificable más allá de la típica mezcolanza mediterránea de los géneros narrativos, a ratos inteligente hasta lo filosófico, divertida hasta el esperpento, desesperada hasta el drama, alocada hasta la obscenidad, pero, sobre todo y en todo momento, sensible y bella. Lo que acostumbramos a llamar tragicomedia, sin que ninguno de estos términos sirva para resumir acertadamente el conjunto. Una película vital, donde lo cotidiano y lo existencial se entreveran como al fin sucede en nuestras propias vidas, en las cuales la sentencia sabia convive con la broma chusca, y la moraleja sólo puede formularse en un tono menor, amable y sencillo, sin perder por ello la profundidad que requieren los graves pensamientos. La cámara se sitúa principalmente en una primera persona visual, la mirada del protagonista, incesante paseante de la noche y el alba romanas, superponiendo las diferentes perspectivas de su voz como narrador, la mirada en línea recta y las breves interacciones con los objetos y las personas, bellos fantasmas que cruzan lenta y continuamente su camino. Tres voces simultáneas que ponen en escena una complejidad existencial, sin embargo sencilla y cotidiana, casi siempre centradas y reunidas en el paseo que se prolonga hacia delante, invitando al espectador a compartir la reflexión y la mirada.

El aparente exceso de composiciones centrales, que en ocasiones desmerece la belleza de los monumentos romanos y de los decorados interiores y callejeros, sirve para retratar la elegante decadencia del paso del tiempo en las ruinas del pasado y de la edad madura con una mirada que apunta en línea recta hacia un camino que siempre está por recorrer, el laberinto permanente de uno mismo, como una línea recta borgiana, sin final, sin perspectiva lateral o de profundidad, pero también sin precipicio, sin estridencia trágica, sólo un seguir adelante para nada, un seguir por seguir bello y absurdo, sin sentido, o en busca de un sentido que siempre se aguarda y nunca se adivina, como metáfora para componer una ética serena, a la vez compleja y sencilla, de la madurez de la vida. Gambardella, un vividor pulcro, ordenado en su desorden vital, contemplativo y tranquilo, pasea por las escenas como el que no tiene nada en que ocuparse. La vida es, al fin, este caminar solitario y agradable, y todo lo demás sólo es fantasma bello alrededor o ilusión social, añadido necesario y a la vez sobrante, resto prescindible en el que uno bucea sin esperar gran cosa a cambio, que, paradójicamente, no puede ser dejado de lado, y, sin embargo, pasa continuamente de largo generando breves momentos de calmada belleza o de consciente reflexión. Ante un caminar sin destino, no hay más objetivo que el propio caminar/vivir en una continua contemplación de la belleza en derredor.

La dimensión ética de esta existencia mundana en la que todos nos sentimos partícipes y protagonistas sin protagonismo, miembros de una coral compartida en primera persona, se resolverá más allá de las tradicionales categorías morales de lo trascendente (la ética de la muerte y el tiempo que huye, la tragedia del destino irrevocable, el hedonismo sensual del carpe diem), que no son irrelevantes, sino piezas necesarias para trasladar la reflexión ética hacia una estética de la farsa asumida, de la vida entendida como gran teatro del mundo, representado en escenarios de una belleza que sólo puede ser decadente para ser veraz, para no confundir el placer maduro de la contemplación con la intensidad de la ilusión juvenil, ambas vanas y hermosas. Una lección de ética que convierte la mundanidad, la irrelevancia de lo cotidiano y del éxito social, en el espacio central de la narración vital, allí donde todo sucede, también la reflexión profunda y la construcción poética del sentido. 

Seguramente, aunque menor que el protagonista, mi propia edad me ha hecho cómplice de la reflexión, atrapado entre el deseo de vivir y la consciencia de lo intrascendente de nuestros esfuerzos, sin más sentido que el que lleguemos a proponer para nuestra presencia en un mundo que tiende a la ruina, a la decadencia inevitable del tiempo que, ora es la promesa de un futuro en que desplegar proyectos vitales, ora la evidencia de una muerte que acecha, de la que no queda esperar más que la herencia serena de la huella de unas ruinas, símbolo del inevitable fin de todo lo que nos rodea, de la historia, de la cultura compartida, de las ambiciones personales y de nosotros mismos, actores en una obra perecedera en la que, sin más remedio, debemos también asumir el papel de autor.