Esto no es una pipa
Foucault, sobre Magritte
Foucault, sobre Magritte
Vivimos situados, emplazados. Convivimos localizados en una referencia de espacio y tiempo, un incesante aquí y ahora junto a otras cosas, junto a otras personas, una referencia única y completa: no podemos reducirla a elementos, traducirla a una interpretación, re-presentarla, ni siquiera decirla, sin que la demos por perdida. Por eso, el acontecimiento, lo que acontece, es indecible o inefable. Uno puede hablar desde su interior, pero con una voz que forma parte de la aventura de ser, de estar en lo que sucede, y que en ningún modo puede pretender erigirse válidamente en interpretación, descripción o explicación, ni apelar a un concepto impropio de verdad: la voz sólo es un otro en el juego de espejos de las otredades inscritas en la situación que acontece. Esta es una simplicidad ontológica que obviamos en todo momento.
Sin embargo, nos decimos continuamente a nosotros mismos y buscamos modos de decir lo que sucede, aquello en lo que sucedemos. Nos damos nombres que nos remiten al seno de la cultura, de lo dicho por muchos, o por todos, de lo aparentemente comprensible, controlable, evidente, siquiera porque el rumor público de los muchos así lo simula más allá de la crítica, el cuestionamiento o la invención. El nombre nos tranquiliza, nos significa, nos atrapa dentro de los universos pactados del símbolo, y quedamos reificados con él como objetos con nombre, alienados en el nombre, mitificados como símbolo, entendiendo estos términos en su acepción más sencilla, literalmente mundana. El nombre nos ingresa en el mundo, y ahí termina todo, o quizá empieza. Caída y encumbramiento.
Con Baudrillard, del nombre puede decirse que simula, que aparenta sintetizar e invocar apropiadamente lo que quiere ser dicho a través de él. Como simulacro, tiene algo de farsa teatral, de re-presentación, de re-petición ritualizada, pero el simulacro siempre es un acontecimiento venido a menos, un falso acontecimiento o des-ilusión, la repetición de lo que no es posible ser repetido. Además, el simulacro genera la ilusión de una historia o biografía, de un pasado original que, sin embargo, nada tiene en su origen, pues todo es/fue/será al fin un juego de simulaciones venidas a menos, mientras el acontecimiento, el despliegue del ser, sigue su curso ignorado al margen de las palabras, a través de ellas o a pesar de ellas. El nombre público y tranquilizador que nos pre-viene y nos mantiene mata el acontecimiento, lo que sucede, mientras nos ofrece la vida de una farsa pública en forma de proyecto, nos ofrece un futuro como cosa que seguirá siendo como el nombre pro-pone. Si el acontecimiento inaugura un discurso, instituye o abre posibilidades, el nombre público lo cierra, especifica lo que debe y no debe ser, expulsando del sentido a todo lo que se aventura, todo lo que adviene, lo que está llegando sin nombre en el despliegue de lo que acontece.
Sin nombre es el nombre que damos a todo lo que se resiste a ser nombrado, es la intuición o el delirio lógico de lo que no puede ser atrapado ni simulado, lo que no es repetido sino diferente absoluto, radicalmente heterogéneo. Siendo lo posible aquello que está inscrito en el nombre, el futuro previsto del proyecto nominal –Edelman–, sin nombre es lo imposible que sucede, la imposibilidad posible de lo imposible, afirma Derrida, aunque en diferente contexto. Sin nombre es dejar que lo que está siendo sea, es rechazar o desconfiar de las categorías públicas que nos brindan una vida prestada, de los dogmas culturales que domestican el ser, de los aparentemente cómodos límites de lo permitido y lo previsible. Ser hombre, mujer, gay, lesbiana, liberal, rojo y azul, padre, esposo, juez…, o cualquier otro nombre posible, autor, profesor, yo…, son la imposición cultural de una forma prevista y la cancelación de toda alternativa imprevista. Sin nombre es querer vivirse fuera de todas estas categorías, en una situación difícil, un difícil modo de estar en el mundo, donde la paradoja lógica de ser sin nombres nos sitúa en la incomodidad existencial de no saber qué sucede y qué sucederá, mientras navegamos en la aventura del venir a ser, del llegar a ser lo que no sabemos, hasta encontrar nuestra Ítaca de los nombres, allí donde la aventura al fin muere o ingresa en la repetición literaria y cansada de la biografía, que es el recuerdo de lo que pudo haber sido.