Vivimos en un mundo edificado con palabras. Vivir en el
lenguaje es utilizarlo como referente para nuestras prácticas, nuestras
decisiones, nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos. No tenemos más
sentido que el que nos aportan los nombres, imbricados en sistemas de
creencias, ideologías, epistemes, cuya producción siempre nos resulta ajena (exclusivamente
cultural, producto de todos y de ninguno), y en proyectos vitales donde vivir
de prestado, acogidos a los términos, las normas, los objetivos, los valores,
los por qué y los para qué que emanan de narraciones culturales que no sabemos
eludir, puesto que no sabemos vivir fuera de ellos, es decir, habitar fuera del
lenguaje. La duda radical sobre el referente nos ha situado en el imperio del
significante vacío, anclados en juegos de palabras que ya no disponen de
referentes externos a los que llamar realidad, mundo o, como sucedió desde
antiguo, dios, rito y mito. La pregunta sobre el referente se responde apelando
a nuevos juegos de palabras que vuelven a crear la ilusión del sentido, pero
que no hacen sino desplazar la referencia más allá de las palabras,
inevitablemente, una y otra vez, cada vez más lejana, cada vez más nada.
En la traducción existencial del significante vacío, sólo
nos queda vivir en la ilusión de sentido del proyecto y del lenguaje (lo que ya
venimos haciendo de continuo), o vivir en la des-ilusión de una entidad nada
(el nomadismo de una coherente queeridad radical), que es el resto de realidad
hurtado una y otra vez por las palabras en el circuito del significante vacío.
La muerte del sujeto es también la desaparición del cogito, de la opción de
disponer de un punto de partida lógico más allá de la lógica, es decir, más
allá de las operaciones simbólicas del nombre y lo que ellas nos ofrecen.
Nuestra existencialidad no pública ha quedado reducida a una nada lógica en la
que no sabemos vivirnos, pues nada podemos decir de ella, y nada podemos
producir con ella para mantener la ilusión del sujeto. Estas son las opciones:
el sentido de la mundanidad pública del proyecto (ser hombre, profesor,
intelectual, persona, cualquier subjetividad posible), el sentido abierto del
carnaval nómada que juega a modificar de continuo las reglas del juego para no
quedar sometido a la imposición de las palabras, o nada. El proyecto, el juego
infinito o nada.
Negado el valor del significante sujeto como opción absoluta,
la nada del sujeto es un sujeto nada del que nada podemos ya decir. No podemos
decirnos a nosotros mismos, sujetos donde los pronombres (yo, tú, nosotros) han
dejado de ilusionarnos, sujetos vacíos de sentido, visceralidad pura en la
batalla microscópica del universo de la hormona, la bacteria y los glóbulos
blancos, órganos sin cuerpo (parafraseando a Deleuze), soledad radical ante uno
mismo, que es decir soledad ante nadie, soledad última donde ya no es posible
quedar emplazados frente a nosotros mismos, habitantes de un lugar sin sitio,
in-emplazables, in-emplazados, sin posibilidad lógica de movimiento, inoperantes,
desagenciados. Si la interrupción del proyecto nos des-plaza, nos descoloca,
nos saca fuera de sitio como angustia existencial que nos dispone para
resituarnos frente a un nuevo mundo que aguarda, la imposibilidad de
emplazamiento es una angustia radical más allá de la angustia, que al fin sería
la ausencia de un sentido en busca de sentido. Angustia lógica que no puede ser
llorada ni sentida, pues sólo es pensada en el seno irreal de un pensamiento
vacío. Soledad radical, angustia última en la imposibilidad radical del
sentido, incapaces de búsqueda, incapaces de encontrarnos o de ser rescatados
por un proyecto o un lenguaje donde habitar en la tranquilidad (in)digna de lo
mundano.
También esta angustia última es una pose, una obra de arte,
una experiencia estética relacional sin relación, más acá de toda relación, en
el silencio melancólico de quien no tiene proyecto desde el que ser deseado,
atrapados en la libertad última del rechazo radical de todos los nombres, de
todos los proyectos, de todos los objetos de deseo, allí donde el duelo por la
muerte simbólica del nombre no habrá de llevarnos a ningún sitio, salvo a
nosotros, que somos nadie, víscera, sujeto nada.
Evidentemente, esta idea no es la melancolía del poeta, que
tantas páginas maravillosas ha dado a la historia de la literatura y del arte,
pero coincidirán conmigo en que hay cierta belleza en la imaginación que nos
ofrece el texto vacío que somos, sujetos sin ser. Hay, incluso, algo latino y
barroco en esta forma de comprender la poquedad en la que la postmodernidad del
significante vacío nos sitúa, fuera de todo lugar, más acá del texto, desde
donde escribo estas palabras, consciente de que, para mí, mi propia teoría sólo
ha reservado el espacio al que, con inteligencia y buenas razones, la filosofía
de nuestro tiempo llama la muerte del autor, negatividad necesaria, donde hallo
un extraño consuelo que roza lo morboso de la sentida lágrima del poeta, tan
cierta como impostada, tan llena de su vacío que uno comprende que es la única
verdad donde uno podría elegantemente derramarse y ser disuelto.