Llamamos disciplina a la doma del cuerpo, del pensamiento, de las costumbres, en una determinada área de nuestra vida, siguiendo un método de trabajo donde destaca la repetición, el castigo, a veces el estudio y, paradójicamente, el no pensar. Para disciplinarse, uno debe dejar de pensar, repetir tantas veces las acciones deseadas, las respuestas aprendidas, que se conviertan en automatismos certeros, sin dejar lugar para la duda. Es alarmantemente llamativo que el mismo término sirva para calificar a la formación militar, las prácticas deportivas, diversos episodios de la socialización formal del niño y, aquí es donde más asombra, a las grandes y pequeñas demarcaciones académicas. O al contrario, si disciplinar es enseñar (discere, discípulo), lo asombroso es que el término se haya extendido para significar el arte, elaborado y bien planificado, de la doma del cuerpo y del pensamiento.
Cada disciplina académica (filosóficas, artísticas, científicas…) apunta a un corpus discursivo o de conocimiento sobre el que sus practicantes reclaman derechos de propiedad frente a la invasión desde otras áreas de conocimiento o frente a un muy mal entendido intrusismo profesional, pues no hay intrusos donde no puede reclamarse lícitamente propiedad. Léase, la Psicología, la Sociología, la Física…, con sus muchas parcelaciones subdisciplinares: la Física Cuántica, la Psicología Clínica, el Derecho Romano…, todas ellas en mayúscula, aupadas al estatus de nombre propio, apropiado, en propiedad. Poner puertas a este campo que debería ser el del pensamiento libre es tan complejo que requiere de un importante aparato administrativo y legal que preste a cada departamento universitario, a cada grupo de investigación, a cada profesional, el marco regulatorio que les permita defenderse de quienes osan hablar o practicar “sus” disciplinas sin haber superado el obligado y extenso periodo de disciplinamiento, los ritos de tránsito, la socialización en el pequeño grupo exclusivista, sin haber pagado las tasas y las deudas clientelares que genera el padrinazgo, la jerarquía de los que sí saben, de los que tienen la llave administrativa y discursiva para pasar el testigo a los siguientes, a los discípulos disciplinados, a los domeñados. Sólo ellos pueden hablar, sólo ellos enseñar, sólo ellos cobrar, sólo ellos otorgar títulos y marchamos. Sólo ellos pueden ser, por ley, que no por justicia.
En una versión intelectualmente pobre de la idea del conocimiento, cada disciplina se vierte simplificada en los manuales académicos, allí donde se hace creer al alumno que queda recogido todo el corpus teórico y práctico de la disciplina, o al menos lo esencial, las esencias, lo que hay que saber para ser. Mediante algunas maniobras retóricas sencillas, el manual genera la impresión de que la disciplina se ha desarrollado desde dentro, hurtando con descaro las muchísimas deudas conceptuales que todos tenemos con nuestra amplia, diversa y rica tradición conceptual de pensamiento en cualquiera de los temas sobre los que queramos reflexionar. El manual sólo es un recopilación de noticias mal contadas, erróneas por simplificación, descontextualilzadas, pretendidamente autónomas, que promueven una falsa parcelación de la cultura intelectual, genera sabrosos réditos (en no muchos casos, todo sea dicho, aunque no siempre fue así) y facilita la tarea del disciplinamiento del alumno.
El juego de las disciplinas se revela como un sistema de poder poblado de estrategias de ataque y defensa de los intereses creados y de las ambiciones por expandirse para ocupar áreas de decisión dentro de la organización académica y profesional. La idea moderna de la interdisciplinariedad, por ejemplo, no queda sino como el intento de legitimar el acceso y apropiación de nuevos nichos académicos que permitirán a sus practicantes competir por los fondos de investigación y desplazar a los grupos adversarios, retóricamente cuestionados por su obsolescencia, su falta de especialización, de adaptación a los nuevos corpus de conocimiento en gestación. Quien conoce las interioridades de los órganos colegiados universitarios (un claustro, una junta de facultad), saben (y callan) que aquí estamos para hacer política, y que el conocimiento, igual que el interés del alumno o las repercusiones sociales de la investigación, sólo son argumentos útiles para el parlamentarismo clientelar con que se gobierna la institución académica, mafia disfrazada de democracia, en el peor de los casos, o democracia teñida de prácticas mafiosas, en el mejor.
Lo que yo quisiera reclamar desde aquí, apoyándome en el concepto post de “desdisciplinarización”, es la libertad para pensar, escribir y utilizar cualquiera de los nombres que las disciplinas oficiales nos han hurtado, sin apelar a más legitimidad que la argumentación que cada uno ponga en juego. Si hablo del hombre, bien puedo calificar mi reflexión de antropología, o de psicología; si hablo de los objetos naturales y sus dinámicas, bien puedo llamarlo física, o biología, o filosofía natural, como durante tanto tiempo se dijo. Obsérvese que, en todos estos casos, los términos quedan escritos en minúscula, sin más pretensiones que intentar acotar o caracterizar mínimamente el espacio en el que se localiza cada reflexión concreta, no para fundar corpus institucionalizados, no para marcar un territorio sobre el cual reclamar derechos de pensamiento (habrá cosa más absurda que reclamar derechos de propiedad sobre el pensamiento o sobre la cultura!), sino para mantener las correspondencias, reconocer las deudas intelectuales, explorar argumentaciones que parten de orígenes múltiples y se abren hacia lugares de la misma multiplicidad.
Toda cultura es mestiza, hibridaciones, paternidades múltiples y confusas, a veces insospechadas, que impregnarán o preñarán discursos y prácticas sociales que aún están por llegar, que los siguientes pensarán sin dejar de pensar desde nosotros, como nosotros no hemos dejado de pensar desde los anteriores. Todo lo humano está interesado en todo, entremezclado en todo. Todo pensamiento es, de algún modo necesario, todos los pensamientos, pues todos han hecho falta para que estas palabras que aquí escribo sean ahora posibles.
Me gusta el término ensayo para la labor de escribir y pensar sobre lo escrito. Me gusta la idea de un pensamiento libre que no adquiere más deuda que la del reconocimiento cortés a los muchos maestros de los que aprendimos, ni más pretensión que seguir pensando, discutiendo y dialogando entre nosotros sobre los temas que nos preocupan, o nos interesan, o sencillamente nos entretienen. Me gusta llamarlo incluso poesía, hablar siempre en minúscula, sin que se note que cuento las sílabas.
Cada disciplina académica (filosóficas, artísticas, científicas…) apunta a un corpus discursivo o de conocimiento sobre el que sus practicantes reclaman derechos de propiedad frente a la invasión desde otras áreas de conocimiento o frente a un muy mal entendido intrusismo profesional, pues no hay intrusos donde no puede reclamarse lícitamente propiedad. Léase, la Psicología, la Sociología, la Física…, con sus muchas parcelaciones subdisciplinares: la Física Cuántica, la Psicología Clínica, el Derecho Romano…, todas ellas en mayúscula, aupadas al estatus de nombre propio, apropiado, en propiedad. Poner puertas a este campo que debería ser el del pensamiento libre es tan complejo que requiere de un importante aparato administrativo y legal que preste a cada departamento universitario, a cada grupo de investigación, a cada profesional, el marco regulatorio que les permita defenderse de quienes osan hablar o practicar “sus” disciplinas sin haber superado el obligado y extenso periodo de disciplinamiento, los ritos de tránsito, la socialización en el pequeño grupo exclusivista, sin haber pagado las tasas y las deudas clientelares que genera el padrinazgo, la jerarquía de los que sí saben, de los que tienen la llave administrativa y discursiva para pasar el testigo a los siguientes, a los discípulos disciplinados, a los domeñados. Sólo ellos pueden hablar, sólo ellos enseñar, sólo ellos cobrar, sólo ellos otorgar títulos y marchamos. Sólo ellos pueden ser, por ley, que no por justicia.
En una versión intelectualmente pobre de la idea del conocimiento, cada disciplina se vierte simplificada en los manuales académicos, allí donde se hace creer al alumno que queda recogido todo el corpus teórico y práctico de la disciplina, o al menos lo esencial, las esencias, lo que hay que saber para ser. Mediante algunas maniobras retóricas sencillas, el manual genera la impresión de que la disciplina se ha desarrollado desde dentro, hurtando con descaro las muchísimas deudas conceptuales que todos tenemos con nuestra amplia, diversa y rica tradición conceptual de pensamiento en cualquiera de los temas sobre los que queramos reflexionar. El manual sólo es un recopilación de noticias mal contadas, erróneas por simplificación, descontextualilzadas, pretendidamente autónomas, que promueven una falsa parcelación de la cultura intelectual, genera sabrosos réditos (en no muchos casos, todo sea dicho, aunque no siempre fue así) y facilita la tarea del disciplinamiento del alumno.
El juego de las disciplinas se revela como un sistema de poder poblado de estrategias de ataque y defensa de los intereses creados y de las ambiciones por expandirse para ocupar áreas de decisión dentro de la organización académica y profesional. La idea moderna de la interdisciplinariedad, por ejemplo, no queda sino como el intento de legitimar el acceso y apropiación de nuevos nichos académicos que permitirán a sus practicantes competir por los fondos de investigación y desplazar a los grupos adversarios, retóricamente cuestionados por su obsolescencia, su falta de especialización, de adaptación a los nuevos corpus de conocimiento en gestación. Quien conoce las interioridades de los órganos colegiados universitarios (un claustro, una junta de facultad), saben (y callan) que aquí estamos para hacer política, y que el conocimiento, igual que el interés del alumno o las repercusiones sociales de la investigación, sólo son argumentos útiles para el parlamentarismo clientelar con que se gobierna la institución académica, mafia disfrazada de democracia, en el peor de los casos, o democracia teñida de prácticas mafiosas, en el mejor.
Lo que yo quisiera reclamar desde aquí, apoyándome en el concepto post de “desdisciplinarización”, es la libertad para pensar, escribir y utilizar cualquiera de los nombres que las disciplinas oficiales nos han hurtado, sin apelar a más legitimidad que la argumentación que cada uno ponga en juego. Si hablo del hombre, bien puedo calificar mi reflexión de antropología, o de psicología; si hablo de los objetos naturales y sus dinámicas, bien puedo llamarlo física, o biología, o filosofía natural, como durante tanto tiempo se dijo. Obsérvese que, en todos estos casos, los términos quedan escritos en minúscula, sin más pretensiones que intentar acotar o caracterizar mínimamente el espacio en el que se localiza cada reflexión concreta, no para fundar corpus institucionalizados, no para marcar un territorio sobre el cual reclamar derechos de pensamiento (habrá cosa más absurda que reclamar derechos de propiedad sobre el pensamiento o sobre la cultura!), sino para mantener las correspondencias, reconocer las deudas intelectuales, explorar argumentaciones que parten de orígenes múltiples y se abren hacia lugares de la misma multiplicidad.
Toda cultura es mestiza, hibridaciones, paternidades múltiples y confusas, a veces insospechadas, que impregnarán o preñarán discursos y prácticas sociales que aún están por llegar, que los siguientes pensarán sin dejar de pensar desde nosotros, como nosotros no hemos dejado de pensar desde los anteriores. Todo lo humano está interesado en todo, entremezclado en todo. Todo pensamiento es, de algún modo necesario, todos los pensamientos, pues todos han hecho falta para que estas palabras que aquí escribo sean ahora posibles.
Me gusta el término ensayo para la labor de escribir y pensar sobre lo escrito. Me gusta la idea de un pensamiento libre que no adquiere más deuda que la del reconocimiento cortés a los muchos maestros de los que aprendimos, ni más pretensión que seguir pensando, discutiendo y dialogando entre nosotros sobre los temas que nos preocupan, o nos interesan, o sencillamente nos entretienen. Me gusta llamarlo incluso poesía, hablar siempre en minúscula, sin que se note que cuento las sílabas.