martes, 16 de agosto de 2016

La muerte del sujeto

En cualquier posible definición de mí mismo, yo soy una lista de palabras prestadas, el significado de las cuales se diluye en crecientes oleadas de preguntas que me llevan cada vez más lejos de mí, en busca de nuevas palabras que quisieran aclarar las iniciales y, sin embargo, cada vez más las confunden y dispersan. Lo que significo se diluye en ellas a la par que se matiza, se amplía, se diversifica (se divierte), confundido con cualquier otro, tú misma, lectora, pues todas, al final, venimos a coincidir en las mismas palabras, las mismas preguntas y las mismas dudas: la enciclopedia tenaz del lenguaje.

De otra parte, yo soy el que hace ciertas cosas que suceden en el mundo ante mis ojos. Que la tradición nos haya convencido de que soy el protagonista de lo que hago no es más que una ilusión conceptual, un trampantojo visual y poético, pues lo que hago son cosas que suceden y en las que sucedo siempre afuera de mí, sin que quede de este lado mucho que decir más que un vacío o un olvido de mí mismo que sólo se comprueba en los exteriores de mi vida. Una película sin escenas de interior, un teatro al aire libre. Yo soy el actor, persona o máscara who play a role, que hace un papel, siempre secundario, ante los demás, ante un mundo que no me pertenece, que no nos pertenece salvo como afirmación de lo que parecemos ser. Ser es (a)parecer. El fantasma o ilusión que se aparece ha invertido los papeles: fijados en el mundo, venidos a ser en el mundo, somos completamente en él, y nada hay de este lado, de las supuestas interioridades que somos, que se muestre. Afuera, nos encontramos a nosotros mismos viviendo un mundo que parece, repartidos entre un fantasma exterior que se demuestra y un fantasma interior que no aparece nunca, reservado atrás, allí donde nada se aparece, donde nada puede encontrarse.

La muerte postmoderna del sujeto significa el fin de cierta idea de lo que es ser sujeto, subjetividad o persona. Yo ha dejado de ser el punto de partida para quedar comprendido como un punto de llegada, un resultado, un espectro cosificado de sujeto construido afuera, en el mundo. Pensar hoy en el sujeto es preguntarnos cómo es posible seguir pensando un sujeto que ya no está hecho de interioridades, apriorismos, agencias, verdades interiores que se expresan. En un mundo poblado de superficies, el interior está siempre afuera.

Sobre este breve texto, el lector podrá preguntarse cómo pienso, cómo le he dado lugar, pero yo también me lo pregunto. Para responder a esta pregunta, debemos seguir mirando al texto, seguir leyendo para encontrarnos de algún modo terminados en él. Es el texto el que me da lugar, el lugar del autor y el lugar del lector. Muerto el autor intencional, también ha muerto el sujeto, lo cual no quiere decir que Baltasar no se haga presente, sino que sólo me hago presente en el texto, exterioridad que habla, yo soy después, un poso interpretativo, una posible lectura entre otras muchas. El lector puede suponerme, pero, cuando intente interpretar el texto donde soy, sólo se encontrará a sí mismo, pues su lectura no habla de mí, sino de las claves que pone en juego para inventar (traer entre nosotros) cosas a las que llamar yo, tú, nosotros. El lenguaje es el que opera (obra, apertura), el que abre el juego de las significaciones.

Ser un juego de palabras es un resultado digno a la altura intelectual de la época. Véase con qué facilidad, a partir de un mismo texto, de un mismo despliegue exterior, alguien con mejores argumentos que los nuestros vendrá a convencernos de que en realidad su interpretación de nosotros mismos es más correcta, más completa, así que seremos en cada momento lo que otros digan de nosotros, sin que quede espacio alguno para un yo ajeno a las interpretaciones. El fundamento es la tierra en que un árbol fija y extiende sus raíces. Nuestro fundamento está en el mundo, en la tierra exterior donde quedamos objetivados, públicamente visibles e interpretables. No somos el origen de nada, somos la nada que habrá de ser negada, contemplada en nuestra vida que se despliega, pues no desplegarse es quedarse quietos, y, en la quietud, sólo hay una nada que aguarda a ser dicha.

Ser nada puede resultar angustioso, soledad absoluta más acá de las palabras. Ser nada es quedar excluido de todas las palabras imaginables, al margen de toda descripción, un sujeto sin sujeción plegado sobre sí mismo escondiendo el secreto de una nada en silencio rotundo, pues el silencio es la ausencia de la palabra. Esta falta radical de ataduras, de sujeciones, es lo que la filosofía llama tradicionalmente libertad. Somos libres significa estar radicalmente a solas en nosotros mismos, sujetos antedichos, impredecibles, ajenos a un mundo que ya no nos sostiene, sino que debe ser sostenido por el despliegue de nuestra soledad. Así, ser nada y ser libre es estar enfrentado a todas las posibilidades. Previos al despliegue, a las determinaciones, nada nos marca, nada nos obliga. El mundo y nosotros, en suspenso hasta que el despliegue no afiance, nos fije a los fantasmas a los que llamamos mundo y yo sin que estas palabras impliquen nada hasta que no sean elaboradas en el despliegue del ser.

Culturalmente hablando, el sujeto es un argumento innecesario. Ningún sujeto es responsable del lenguaje, del arte, del barroco, de la música, que son construcciones compartidas en un mundo exterior hecho de despliegues, de movimientos, que definen una época y las personas que la habitamos. Estar vivo significa salir al mundo a encontrase con uno mismo y con los demás, en el (con)curso de la acción. Quedarse quieto, en el espacio vacío del encierro en uno mismo, es solipsismo, catatonia, soledad absoluta donde uno no se encuentra, sino que se niega, se retrae hasta una nada libre y angustiosa que debe ser agrietada para que escape el grito de nuestro nombre. El nombre verdadero siempre está afuera, en el mundo, en los otros que comparten un mundo. El otro, el nombre del sujeto que ha muerto, es silencio. Pero nadie puede estar callado por mucho tiempo.


La muerte del sujeto

En cualquier posible definición de mí mismo, yo soy una lista de palabras prestadas, el significado de las cuales se diluye en crecientes oleadas de preguntas que me llevan cada vez más lejos de mí, en busca de nuevas palabras que quisieran aclarar las iniciales y, sin embargo, cada vez más las confunden y dispersan. Lo que significo se diluye en ellas a la par que se matiza, se amplía, se diversifica (se divierte), confundido con cualquier otro, tú misma, lectora, pues todas, al final, venimos a coincidir en las mismas palabras, las mismas preguntas y las mismas dudas: la enciclopedia tenaz del lenguaje.

De otra parte, yo soy el que hace ciertas cosas que suceden en el mundo ante mis ojos. Que la tradición nos haya convencido de que soy el protagonista de lo que hago no es más que una ilusión conceptual, un trampantojo visual y poético, pues lo que hago son cosas que suceden y en las que sucedo siempre afuera de mí, sin que quede de este lado mucho que decir más que un vacío o un olvido de mí mismo que sólo se comprueba en los exteriores de mi vida. Una película sin escenas de interior, un teatro al aire libre. Yo soy el actor, persona o máscara who play a role, que hace un papel, siempre secundario, ante los demás, ante un mundo que no me pertenece, que no nos pertenece salvo como afirmación de lo que parecemos ser. Ser es (a)parecer. El fantasma o ilusión que se aparece ha invertido los papeles: fijado en el mundo, venido a ser en el mundo, somos completamente en él, y nada hay de este lado, de las supuestas interioridades que somos, que se muestre. Afuera, nos encontramos a nosotros mismos viviendo un mundo que parece, repartidos entre un fantasma exterior que se demuestra y un fantasma interior que no aparece nunca, reservado atrás, allí donde nada se aparece, donde nada puede encontrarse.

La muerte postmoderna del sujeto significa el fin de cierta idea de lo que es ser sujeto, subjetividad o persona. Yo ha dejado de ser el punto de partida para quedar comprendido como un punto de llegada, un resultado, un espectro cosificado de sujeto construido afuera, en el mundo. Pensar hoy en el sujeto es preguntarnos cómo es posible seguir pensando un sujeto que ya no está hecho de interioridades, apriorismos, agencias, verdades interiores que se expresan. En un mundo poblado de superficies, el interior está siempre afuera.

Sobre este breve texto, el lector podrá preguntarse cómo pienso, cómo le he dado lugar, pero yo también me lo pregunto. Para responder a esta pregunta, debemos seguir mirando al texto, seguir leyendo para encontrarnos de algún modo terminados en él. Es el texto el que me da lugar, el lugar del autor y el lugar del lector. Muerto el autor intencional, también ha muerto el sujeto, lo cual no quiere decir que Baltasar no se haga presente, sino que sólo me hago presente en el texto, exterioridad que habla, yo soy después, un poso interpretativo, una posible lectura entre otras muchas. El lector puede suponerme, pero, cuando intente interpretar el texto donde soy, sólo se encontrará a sí mismo, pues su lectura no habla de mí, sino de las claves que pone en juego para inventar (traer entre nosotros) cosas a las que llamar yo, tú, nosotros. El lenguaje es el que opera (obra, apertura), el que abre el juego de las significaciones.

Ser un juego de palabras es un resultado digno a la altura intelectual de la época. Véase con qué facilidad, a partir de un mismo texto, de un mismo despliegue exterior, alguien con mejores argumentos que los nuestros vendrá a convencernos de que en realidad su interpretación de nosotros mismos es más correcta, más completa, así que seremos en cada momento lo que otros digan de nosotros, sin que quede espacio alguno para un yo ajeno a las interpretaciones. El fundamento es la tierra en que un árbol fija y extiende sus raíces. Nuestro fundamento está en el mundo, en la tierra exterior donde quedamos objetivados, públicamente visibles e interpretables. No somos el origen de nada, somos la nada que habrá de ser negada, contemplada en nuestra vida que se despliega, pues no desplegarse es quedarse quietos, y, en la quietud, sólo hay una nada que aguarda ser dicha. Ser nada puede resultar angustioso, soledad absoluta más acá de las palabras.

Ser nada es quedar excluido de todas las palabras imaginables, al margen de toda descripción, un sujeto sin sujeción plegado sobre sí mismo escondiendo el secreto de una nada en silencio rotundo, pues el silencio es la ausencia de la palabra. Esta falta radical de ataduras, de sujeciones, es lo que la filosofía llama tradicionalmente libertad. Somos libres significa estar radicalmente a solas en nosotros mismos, sujetos antedichos, impredecibles, ajenos a un mundo que ya no nos sostiene, sino que debe ser sostenido por el despliegue de nuestra soledad. Así, ser nada y ser libre es estar enfrentado a todas las posibilidades. Previos al despliegue, a las determinaciones, nada nos marca, nada nos obliga. El mundo y nosotros, en suspenso hasta que el despliegue no afiance, nos fije a los fantasmas a los que llamamos mundo y yo sin que estas palabras impliquen nada hasta que no sean elaboradas en el despliegue del ser.

Culturalmente hablando, el sujeto es un argumento innecesario. Ningún sujeto es responsable del lenguaje, del arte, del barroco, de la música, que son construcciones compartidas en un mundo exterior hecho de despliegues, de movimientos, que definen una época y las personas que la habitamos. Estar vivo significa salir al mundo a encontrase con uno mismo y con los demás, en el (con)curso de la acción. Quedarse quieto, en el espacio vacío del encierro en uno mismo, es solipsismo, catatonia, soledad absoluta donde uno no se encuentra, sino que se niega, se retrae hasta una nada libre y angustiosa que debe ser agrietada para que escape el grito de nuestro nombre. El nombre verdadero siempre está afuera, en el mundo, en los otros que comparten un mundo. El otro, el nombre del sujeto que ha muerto, es silencio. Pero nadie puede estar callado por mucho tiempo.