miércoles, 8 de febrero de 2017

Nosotros, o la complicidad

En una reunión cualquiera, una persona realiza un comentario inconveniente, fuera de tono o irónico, pero nadie se da cuenta, salvo ella misma. Asombrada, escruta con disimulo para descubrir si alguien más lo ha notado. Topa con la mirada directa y callada de otro de los presentes. Los dos se miran atentamente en silencio cómplice, se saben compartiendo un instante al margen del instante común del grupo. Con la mirada, los cómplices se hacen señas que nadie entiende, salvo ellos.

Eso a lo que llamamos persona o yo se realiza en el entramado de estas tres instancias: el yo propiamente dicho, el nosotros y el Otro, sin que podamos afirmar que haya menos verdad del yo en cada una de ellas, pues las tres son sólo modos diferentes y relacionados de lo que denominamos ser persona. El yo es una singularidad múltiple. Todas ellas son fundamento mutuo, ninguna puede ser tratada como privilegiada, ninguna origina a las otras, sino que todas son condición necesaria mutua para la realización de las otras, en un horizonte compartido del que ninguna puede ser obviada sin que resurja de nuevo para reclamar su papel en la construcción de lo que llamamos humanidad.

La primera es un yo libre y voluntarioso que se encuentra y toma conciencia de sí mismo en el silencio que se escucha cuando calla la voz de lo público, a solas. Frente al yo, el otro se muestra, y abre para nosotros un campo de posibilidades, nos invita a ser con él, nos delimita un escenario o un lugar para compartir en el que nuestra voluntad de ser puede realizarse. Como yo en libertad, aportamos al encuentro lo inesperado, lo que el otro no espera, y así le devolvemos la jugada. A esta coreografía imprevista que sucede en el orden de lo único presente, de lo siempre por primera vez, quisiera llamarle genéricamente conversación. La conversación es verdad de sí misma, sin necesidad de testigos, de exterioridad; es la verdad del encuentro entre dos personas vueltas la una hacia la otra, atentas al otro, expectantes, abiertas a continuar las jugadas del otro en un encabalgamiento que aportará el sentido de lo que hagamos, y de lo que seamos mientras lo hacemos. Nuestra humanidad conjunta, origen del simbolismo, de la magia de la palabra, de la acción con sentido, comienza y termina cada vez en el estrecho terreno del juego de la conversación, en el que se define desde sí mismo un mundo completo en el que estar vivos junto al otro.

Antes del juego, no obstante, antes del inicio imaginado del primer movimiento, en la mera atención estática hacia el otro, la condición que hace posible la existencia o aparición de un terreno de juego conversacional es que lleguemos hasta él como un igual en el juego, y no como un mero objeto cultural. Con independencia de los caracteres peculiares que porte, sus maneras o su aspecto, el otro es meramente aquel hacia el que nos orientamos, en quien ponemos atención, quien reclama desde su mirada nuestra mirada, quien nos apela sin necesidad de nombrarnos, de fijarnos en las etiquetas identitarias, en las categorías que culturalmente nos inscriben, quien está (στάσις, estáticamente) detenido ante nosotros, igual que nosotros estamos detenidos ante él.

En cualquier situación culturalmente definida, el otro está mediatizado por las categorías de significado que usualmente conocemos. Antes que persona, el otro es un compendio de rasgos culturales, de tópicos que se encarnan en sus maneras significativas de moverse, de decir, de responder, en los detalles de la ropa o el peinado. El otro es el objeto donde leemos un fragmento de nuestra cultura, la encarnación del Otro público, sin que nada revele que haya una individualidad dotada de voluntad, de misterio y de asombro. Para que el otro (que soy yo mismo respecto de él) acceda al estatus de yo ante mí, para reconocérselo, es necesario que veamos en él a un igual, que, en cierto modo, nos veamos a nosotros mismos, en el silencio expectante que somos cada uno de nosotros en el momento lógico anterior a la conversación, libremente dispuestos para ser desde nosotros mismos, y no desde cualquier otro lugar predicho por la cultura. Reconocer al otro es observarle detenidamente, notar su naturaleza particular, registrar su presencia propia, dar testimonio de su verdad presente. En el reconocimiento, damos legitimidad al otro para que su presencia sea, le autorizamos para hablar (le reconocemos el papel de autor con voz propia), sin que esta legitimidad para autorizar al otro provenga de ninguna mediación ni referencia que no sea nuestra propia forma de estar ante él como un yo libre, abierto desde nuestro silencio solitario.

Ahora bien, sólo podemos reconocer en él a un yo cuando el otro se desliza fuera de las categorías establecidas, y nosotros con él, cuando deja ante nosotros de repetir lo esperado desde las costumbres, desde las cosas públicas, sólo cuando nos sorprende callando lo público, callando la voz del Otro que no cesa de hablar. Nos encontramos mutuamente entonces en un espacio inesperado, sin forma prevista, sin nombre, en el silencio de la mirada cómplice, en la soledad acompañada de estar juntos ajenos al mundo, en un mundo propio y diferente que no tiene norma o ley de referencia, porque no hay nada que responda a la memoria de lo establecido, ni nada que establezca memorias. En este modo de conciencia compartida, de yo ampliado, ya no somos un yo solitario al margen del mundo, sino un sujeto nosotros libre y cómplice enfrentado a la tarea de ser conjuntamente por nosotros mismos, desde nosotros mismos. Lo que entonces pueda acontecer pertenece al orden de la innovación, de la aventura, de lo que está por venir, la creación de un mundo propio al que aún no podemos llamar cultura, antes de la institución y el rito, y que, sin embargo, es el espacio cultural por excelencia, el espacio intersubjetivo.

La intersubjetividad no es una relación (ligadura) entre dos sujetos diferenciados, sino el espacio interior (entre) del sujeto nosotros. Ni el sujeto yo anterior tenía nada que decir, pues su modo de ser sujeto era el silencio de lo público, ni el sujeto nosotros tiene nada que decir, pues su modo de ser es el silencio compartido de lo público, pero, en el espacio entre, queda puesto el terreno en donde comenzaremos a ser conjuntamente. En el espacio entre somos el germen de la cultura, el espacio de la inauguración, y el espacio entre es el que nos eleva al estatuto de sujetos legítimos ante el otro, autorizados, reconocidos. Si el sujeto yo llegó a su soledad callando al Otro público, el yo realizado como persona sólo es posible como sujeto-nosotros en el espacio sin nombre que emerge entre (interacción, diálogo, conversación), dispuestos para el juego de la construcción simbólica.

Vivir es participar de la corriente espiritual de lo histórico, donde se sostienen en el tiempo las costumbres, lo tradicional. En gran medida, nuestra vida es sólo repetir lo que ya estaba pensado para nosotros, lo que fue dicho por otros y para otros. Pero también vivir es abandonarse al juego de lo que no está previsto, a la inventiva que da vida a la cultura, donde sucede la variación, la subversión, donde la tradición es sólo un juego que debe ser jugado (callado y replanteado) una y otra vez, siempre por primera vez, para que sea tradición viva, abierta, en continuo despliegue. Una vida compartida no es necesariamente la prisión de las obligaciones mutuas, de los proyectos culturales que nos atan a la promesa de un futuro, de las decisiones que no pueden ser reflexionadas porque ya nos comprometimos, o nos comprometieron en ellas alguna vez. También es la aventura de crear mundos compartidos donde vivir de una manera propia, libres para ser por nosotros mismos en la plenitud sencilla del juego, sin tener que estar pendientes de lo que resulta ajeno e innecesario.