lunes, 13 de marzo de 2017

El sujeto desdoblado

El yo que suponemos en la abstracción lógica del idealismo o en la intimidad de la vivencia intransferible se descubre como la respuesta inalcanzable al interrogante sobre nosotros mismos. En el esfuerzo de callar a la cultura, de silenciar el barullo de las voces que en todo momento nos rodean, tratamos de mirar hacia el interior de nosotros mismos, pero la mirada se agota en el mero intento, pues más allá de esta mirada que se quisiera introspectiva, sólo alcanzamos a imaginar un sujeto asintótico que siempre queda más allá, un punto de fuga que se achica infinitamente en el horizonte de la mirada interior. El sujeto yo se intuye indefinición absoluta, sujeto nada, pues no puede mostrarse más que como una exteriorización de sí mismo, en las huellas que deja su paso en el mundo, sin que el animal que deja las huellas llegue nunca a aparecerse más que en ellas. Por eso podemos afirmar que el sujeto yo es un supuesto o un deseo irrealizable, o sólo realizable en el modo de la imposibilidad lógica, de lo que sólo puede ser pensado como lo impensable de nosotros mismos, vacío de contenido, una negrura barroca en la que adivinamos apenas un fondo al que no nos es dado poner luz ni forma.

Quizá no más que por afán cultural, por la inercia del discurso psicologizante o por la confusión ontológica del sujeto gramatical, suponemos que el yo es no sólo el sujeto verdadero (sin atender a la verdad de los restantes modos del yo realizado como exterioridad), sino el protagonista único de la creación de nuestro mundo, el agente, la causa o fundamento último de nuestra realidad vivencial. En el colmo de la biologización psicológica, de la aberrante neuralización del sujeto lógico o gramatical, que son lo mismo, suponemos que el yo interior piensa, siente, percibe o recuerda a solas, y que estos pensares se traducen desde nuestra interioridad para producir discurso y comportamiento visible exteriormente. Pensamos que todo lo que sucedemos tiene un antecedente necesario en la interioridad causal o agencial, como si nuestro vivir en el mundo fuera una ilusión de realidad cuya única verdad siempre estuviera antes, en nuestro interior, negando lo que ante nuestros ojos se despliega como vivencia exterior, vano reflejo de la verdad interior, pura, incontaminada y única. Por eso, aun no siendo capaces de mostrar las articulaciones, los nexos lógicos entre ambas instancias, los más afirman que el yo (así, unitario, compacto, sin matices ni fisuras) se expresa, que su voz es el eco de una voz interior (cuando la voz sólo resuena afuera, sin que haya nada dentro a lo que llamar propiamente voz), o que interioriza el mundo, el lenguaje o la costumbre, sin que veamos de ningún modo cómo el mundo puede ser reducido o traducido a la interioridad fantasmal que quisieran defender a toda costa. En su torpe esfuerzo, se revela precisamente que este yo del que hablan no es sino hipótesis sin fundamento, deseo o inercia de los discursos, y llaman mente a la química neuronal (!) o confunden el ánimo, el movimiento exterior del animal yo animado, en movimiento, el ánima, con un alma etérea y divina, o con una sustancia fantasmática subyacente que sólo puede ser supuesta.

Aun suponiéndome agente de mis actos, cuando los realizo, los hago aparecer dentro del mundo que me rodea exteriormente, y soy yo el que me realizo en ellos. Incluso el acto de hablarnos en silencio consiste en ponernos dentro de un mundo lingüístico o imaginario que me es exterior, en el mundo simbólico de los discursos y las imágenes de la cultura. Aunque me veo en ellos, pensamos que ellos no son yo, o sólo lo son en el modo de la huella, del rastro que dejo sobre el mundo, y ya, según los realizo, se me enajenan, toman distancia respecto de mí, que trasciendo al mundo desdoblado, en un afán de imposible síntesis, pues yo siempre quedo de este lado, más acá, me vierto en ellos, y ellos nunca me dicen por completo. Ellos pasan directamente a ser parte del mundo que habla continuamente, cobran significado y sentido en él y de él, en el barullo de las voces, aquel que había sido necesario callar para hacer que el yo se hiciera presente, siquiera fuera en la idealidad lógica. De este modo, siendo ajeno, el mundo se convierte en mi único hogar, en el lugar donde me vierto, y puedo entregarme a él, puedo com-partirme como verdad del mundo. A su vez, sólo porque yo me vierto en él, el mundo adquiere sentido, se me hace familiar y real, no porque lo interiorice, sino porque resulto desdobladamente exteriorizado (realizado en ello, hecho real en la tercera persona) en la acción que surge idealmente desde el yo, sin ser yo, sin poder reunirse de vuelta conmigo, como un doble que me cuenta desde los cuentos que el mundo produce, en los que ingreso, los que valido con mi presencia a distancia. Yo me vierto, pero es siempre el Otro, ello, el que me cuenta, el que lleva mi verdad, el que guarda memoria de mí para los otros y para mí mismo. La memoria no es lo que uno recuerda, sino la huella que pervive. Tal como Borges poéticamente intuye, “yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro”.