sábado, 19 de agosto de 2017

Intersticios

Llamamos comúnmente sistema a una estructura colectiva de poder, de apariencia estable, sostenida por una ideología o conjunto de saberes y valores. Definido como sistema normativo, es decir, como conjunto de formas (categorías, normas, pautas, estructuras…) relativamente estables que se nos imponen con apariencia de necesidad, condiciones de partida sobrevenidas, los intersticios son los espacios invisibles a los que el sistema no alcanza en su afán de explicación total de un mundo y dominio total de los que vivimos en él. El sistema está poblado de motivos, de formas correctas, de temas con que enmarcar nuestra reflexión y nuestra interacción cultural. El sistema es el lugar definido, la institución de macizos muros simbólicos que se quieren intraspasables, un microcosmos trazado mediante un entramado de estructuras remisionales, objetos que hablan unos de otros, que se invocan o se reclaman de continuo, entre los cuales nos hallamos también nosotros, el yo y el tú que no somos sino objetos culturales, sujetos (des)personalizados, cuerpos prestados para el despliegue teatral del rito, la moral de las costumbres, lo previsto, lo correcto. Todas las pautas culturales establecidas forman sistema. En ellas, somos entidades fantasmáticas que repiten lo que debe ser repetido para sostenernos en la ilusión del sentido, y sostener así el sentido de la ilusión sistémica.

No obstante, ningún sistema es exhaustivo, ni en el alcance de su definición del mundo, ni en su práctica de dominio. Ya la mera definición normativa genera lógicamente su contrario, el incumplimiento de la norma, la rebeldía o el delito, que siguen siendo sistémicos. El rebelde se mueve en la negación de la norma/forma, de tal modo que necesita de ella para ser, y de tal modo que su oposición la justifica, él es lo que sirve a la norma para definirse, pues ella es lo que su opuesto no quiere ser. La vida del rebelde es, al fin, la coreografía del enemigo fiel a quien todos deseamos para dar la talla de nuestra altura, el adversario sistémico que nos acompaña y une su biografía a la nuestra, que así son las mismas, tal como él y yo lo somos. Sistema y rebeldía somos aliados. Ambos hablamos el mismo lenguaje: si no estás conmigo, estás contra mí, que es el modo total de estar unidos. Todo el que quiera escapar deberá escapar de ambos, y ninguno de ellos lo consentirá de buen grado.

El sistema es uno, pero también son muchos. Como un juego de solapamientos y simulacros, los diversos sistemas históricos o locales compiten por ocupar parcelas del mundo definidas desde otras parcelas sistémicas, ramificándose y complementándose de maneras diversas, formando la ecología de los universos simbólicos, ecología de los discursos, de las instituciones, hábitat mundo del mundo de los humanos, ecosistema total cuyas piezas no engranan con precisión, pues carecen de ingeniero mayor, o de empresario racional fordista, y la tarea principal del sistema es afirmar su existencia, para que todos creamos en ella, y sea. El sistema es un inválido débil, cuya fuerza reside en que todos ignoremos, o simulemos ignorar, el secreto de esta torpe verdad oculta a medias.

El intersticio es el hueco que genera el sencillo desliz fuera de la norma. Basta un mínimo cambio o un abandono imprevisto, dejar de hacer lo que ha de hacerse, para que se revele intersticialmente el no lugar indefinido que nos orilla del sistema y, en correspondencia, nos sitúa ante nosotros mismos, en la duda sobre qué hacer o qué está pasando, en el asombro ante lo diferente que sucede, ante la tarea de inaugurar un mundo que, idealmente, habla su propia verdad al margen. El intersticio es una posición afuera, una exterioridad informe, sin nombre, un vacío de formas previstas, cuya praxis, sin embargo, nos devuelve con facilidad al mundo de las buenas formas. En el vacío sistémico no paramos de hacer, seguimos haciendo lo de siempre, sólo que en un lugar distinto. Desembarcamos en él cargados de rutinas bien establecidas, aunque su despliegue en el nuevo lugar las renovará en cierto modo, y ofrecerá una perspectiva alternativa que podrá incluso competir con el propio sistema original en la pretensión de tener la verdad sistémica total, de alzarse como ideal de referencia alternativo. De este modo, el intersticio, espacio heterogéneo, vacío ignoto, se llena pronto de buenas formas, y el nomos es respondido con el nomos, el trono con el trono, la palabrería con la palabrería.

El sistema siempre soy yo. Huir de la opresión sistémica es huir de uno mismo, del sistema que uno mismo sostiene, evitando que nuestra huida se convierta en ejemplar, para que no genere formas, para que no vuelva a crear sistema, para que la opresión no siga a la opresión, el dominio al dominio. Esto no es un truco de mago de feria, no alzo la voz para que los demás me sigan, no hay mesías redentor, sino un perro que orina en su propia casa.

Para mantener el ideal de la libertad, basta con que nadie nos mire (quizá sólo nuestro cómplice a solas), que no queden huellas ni haya testigos, que el sistema original no genere sus propias articulaciones, o que no descubra las articulaciones que le ofrece el propio intersticio en ciernes de formalizarse. Que nadie nos vea, que nadie hable de nosotros, que nadie se apropie de nuestra voz al margen para ocultarla o silenciarla bajo el disfraz de la palabra prestada o del criterio ajeno. Que no puedan decir nada, ni siquiera nada. En un ejercicio de escapismo trasnochado, de nomadismo hácker, de ocultamiento infantil a la vista de todos, nuestra posición intersticial puede cerrarse a sí misma la posibilidad de erigirse en sistema alternativo. Incluso, más allá, en los intersticios de los intersticios, en los vacíos que inaugura su propia sistematicidad, aún disponemos siempre de vías para escapar de nosotros mismos, en la deriva del (sin)sentido, en la huida permanente del sentido, de la apropiación indebida, aunque para ello sea necesario olvidar una y otra vez lo que nunca fuimos, suicidarnos apenas después de haber nacido, para nacer de nuevo, al margen de todo, también de nosotros mismos.

La libertad no aspira a dominar un mundo. Ella es la negación de toda aspiración, transparencia pura, invisible a todas las miradas, a la vista de todos en medio del paseo público.