martes, 10 de julio de 2018

Dejar en libertad

Nuestros intentos por dominar o poseer a los demás son continuos. Todos nuestros proyectos de acción, los que aportan sentido a nuestras vidas, están poblados de otros en forma de objeto o de persona a los que yo resitúo en el marco de mis deseos, y los deformo para que tomen la forma y la función necesaria para que mis planes cuadren, para que mis cosas vayan tal como yo las deseo. Es mi deseo el que les informa, el que ordena el mundo e introduce a los demás en un mundo ordenado que ellos no han concebido, ni desean, ni comprenden. Ellos están en sus pequeños mundos de proyectos vitales, y yo les arranco de allí para que vengan a adornar o a poblar la ilusión de mi pequeño mundo egocéntrico, meros figurantes, actores secundarios en el mejor de los casos. Peor aún, para que mi mundo no caiga, debo esforzarme para que ellos se mantengan en los márgenes de mi fantasía, debo anticiparme a sus movimientos propios, evitar que huyan o se despisten, debo controlar sus pasos, aprobar su comportamiento, dominar la situación, porque, sencillamente, cuando ellos escapan, ya no queda situación, ni proyecto, ni sentido de la vida para mí.

Del mismo modo que vivo las exigencias sistémicas como opresiones que se me imponen coactivamente; del mismo modo en que soy un autómata en sus manos, pues mi mundo es el que los otros definen para mí; del mismo modo en que escapar del otro sistémico permite que fantaseemos con la idea de la libertad del yo; del mismo modo yo soy el otro del otro, el opresor sistémico que le obliga a vivir el mundo que me he creado para ellos. Yo siempre soy el tirano del otro, no porque haya en mí ningún deseo especial de dominio, o ningún delirio de grandeza, sino, sencillamente, porque el sentido de mi vida depende de que ellos se mantengan en los estrechos límites del mundo de mi deseo.

La posición de la libertad radical, sin embargo, me aleja de todo mundo y anula todo deseo en mí. Ahora que tomo distancia de todo y de todos para seguir mi camino, un camino que a nadie importa y que debo recorrer en soledad, ahora que han caído para siempre las ilusiones del sentido, sea propio o de prestado, los otros ya no significan nada para mí, son meras apariciones, fantasmas que pueblan un mundo que me rodea, pero que ya no me interesa como tal, anécdotas en un cruce de caminos, presencias efímeras que, tan pronto lleguen sin ser llamados, marcharán sin despedirse, cada quien en su pequeño mundo, con sus propios fantasmas. Yo, desde mi insignificante atalaya en libertad, apenas doy testimonio de que existe un mundo que no resiste la prueba de la mirada, pues ya es ido. Mi libertad les deja en la suya propia. Ahora que no pretendo atarles, tampoco ellos necesitan rechazarme para ser por sí mismos. Huyo de ellos, y así ellos no necesitan huir de mí para seguir en sus propios caminos, sin mi interferencia, sin que yo les imponga verdad o sentido, sin que yo los tiranice. No necesitan expulsarme de sus vidas, matar al padre, soy yo el que me expulso, y allá cada cual en la difícil tarea de su vivir a solas.

La libertad es dolorosa y reina en el sinsentido y la tentación suicida. No se la recomiendo a los demás, pero no seré yo quien se la impida. Allá ellos si quieren ser felizmente gobernados, allá si quieren caminar en sus vidas libres camino de ningún sitio, que es adonde yo camino. Si en los azares de la anécdota nos encontramos, sólo ansío una dosis de locura, de aventura, de adentrarnos un instante en lo desconocido compartido que, al menos, cree en nosotros la ilusión de que, a pesar de todo, sólo un instante, no estamos definitivamente solos. Sigue pues tu camino. No te importe cuál sea el mío.