Distingamos entre el sujeto de la enunciación y lo que se enuncia en la enunciación (en cualquier enunciación). Si digo, por ejemplo, “casa”, el sujeto de la enunciación soy yo, el que dice “casa”, y lo enunciado es el nombre del objeto al que llamamos casa. Sin embargo, cuando me preguntan y respondo “yo”, la expresión “yo” dice al mismo tiempo el nombre del sujeto de la enunciación (el yo empírico que enuncia) y el propio enunciado (el “yo” con el que nombro al objeto al que llamo “yo”). Cuando yo digo “yo”, estoy dos veces mencionado en la misma palabra: yo, el enunciador; y yo, lo enunciado.
La palabra “yo” nombra y hace presente lingüísticamente al enunciador, al mismo tiempo que lo oculta, pues lo dicho queda dicho solamente en la palabra “yo”: el decir señala en este caso al decidor, pero, al no necesitar el decir más sustento que su propio decir, también lo oculta (lo dice y lo calla, lo dice y lo hace callar), y aquello que sea a lo que llamamos yo, con todo su inmensa complejidad, ya sólo queda recogido metonímicamente en la voz “yo” (etimológicamente, la palabra “yo” deriva de una antigua forma adverbial indoeuropea, cuyo significado sugiere el “aquí” o el “desde aquí”; por esto, la voz “yo” es metonímica, pues toma el lugar donde está el ente señalado, por el ente completo que está en ese lugar, es decir, que toma la parte por el todo).
La palabra “yo” no tiene más referente que a sí misma, un desde aquí rotundo dicho desde aquí, desde donde se origina todo enunciado y toda acción del yo empírico. El yo empírico, sin embargo, no tiene más forma de venir a presencia que siendo dicho por la voz “yo”. Al contrario que en la tríada clásica del signo, el referente del ente empírico es ahora el ente semántico, y no hay más “yo” que el que se afirma cuando se dice “yo”. El yo empírico es la imaginación del yo semántico; o, de otro modo, el yo semántico es la condición lingüística que hace posible la imaginación del yo empírico como unidad óntica. Por estas razones, el yo enunciador ocupa una posición muy peculiar dentro del lenguaje, él es el origen de toda enunciación, pero no puede ser dicho ni pensado, no puede venir al ser más que a través de su enunciación. El enunciador que se enuncia, dos conceptos comprimidos paradójicamente en una sola voz, de la que es imposible desgajar referencia, significado y significante, pues todos son lo mismo (¿quién ha hablado? – yo, el referente; ¿qué has dicho? – yo, el significante; ¿qué significa lo que has dicho? – yo, el significado).
En la tradición del idealismo alemán, es el ente ontoontológico (Hegel), el ente cuyo ser es afirmar su ser, pues no tiene más ser que afirmándose a sí mismo. Para ser, tiene que afirmarse, decirse, ponerse a sí mismo ante sí mismo.
Por eso, el yo (el sujeto, el agente libre que asume la responsabilidad y el cuidado de sí) no es un asunto empírico que anteceda al lenguaje, sino un argumento lógico, una posición lógica (la posición de sujeto) que cada uno debe darse a sí mismo (Fichte) para individualizarse en la forma del “yo” que dice o que hace. Por eso, la primera tarea del pensamiento en el racionalismo idealista postcartesiano es que el pensador se piense a sí mismo, y se afirme poniéndose bajo el concepto de “yo” que él mismo se dé. En la práctica de nuestra vida cotidiana, si es que queremos vivirla bajo la égida racional de los conceptos, se trata de que la persona se afirme ante los demás asumiendo la posición de sujeto, en primera persona, afirmándose mediante el simple enunciado que dice “yo”, distinguiéndose así de los demás, de todo lo otro; y, desde aquí (desde yo), comenzar su andadura pensante, libre y distante para la acción responsable.
La palabra “yo” nombra y hace presente lingüísticamente al enunciador, al mismo tiempo que lo oculta, pues lo dicho queda dicho solamente en la palabra “yo”: el decir señala en este caso al decidor, pero, al no necesitar el decir más sustento que su propio decir, también lo oculta (lo dice y lo calla, lo dice y lo hace callar), y aquello que sea a lo que llamamos yo, con todo su inmensa complejidad, ya sólo queda recogido metonímicamente en la voz “yo” (etimológicamente, la palabra “yo” deriva de una antigua forma adverbial indoeuropea, cuyo significado sugiere el “aquí” o el “desde aquí”; por esto, la voz “yo” es metonímica, pues toma el lugar donde está el ente señalado, por el ente completo que está en ese lugar, es decir, que toma la parte por el todo).
La palabra “yo” no tiene más referente que a sí misma, un desde aquí rotundo dicho desde aquí, desde donde se origina todo enunciado y toda acción del yo empírico. El yo empírico, sin embargo, no tiene más forma de venir a presencia que siendo dicho por la voz “yo”. Al contrario que en la tríada clásica del signo, el referente del ente empírico es ahora el ente semántico, y no hay más “yo” que el que se afirma cuando se dice “yo”. El yo empírico es la imaginación del yo semántico; o, de otro modo, el yo semántico es la condición lingüística que hace posible la imaginación del yo empírico como unidad óntica. Por estas razones, el yo enunciador ocupa una posición muy peculiar dentro del lenguaje, él es el origen de toda enunciación, pero no puede ser dicho ni pensado, no puede venir al ser más que a través de su enunciación. El enunciador que se enuncia, dos conceptos comprimidos paradójicamente en una sola voz, de la que es imposible desgajar referencia, significado y significante, pues todos son lo mismo (¿quién ha hablado? – yo, el referente; ¿qué has dicho? – yo, el significante; ¿qué significa lo que has dicho? – yo, el significado).
En la tradición del idealismo alemán, es el ente ontoontológico (Hegel), el ente cuyo ser es afirmar su ser, pues no tiene más ser que afirmándose a sí mismo. Para ser, tiene que afirmarse, decirse, ponerse a sí mismo ante sí mismo.
Por eso, el yo (el sujeto, el agente libre que asume la responsabilidad y el cuidado de sí) no es un asunto empírico que anteceda al lenguaje, sino un argumento lógico, una posición lógica (la posición de sujeto) que cada uno debe darse a sí mismo (Fichte) para individualizarse en la forma del “yo” que dice o que hace. Por eso, la primera tarea del pensamiento en el racionalismo idealista postcartesiano es que el pensador se piense a sí mismo, y se afirme poniéndose bajo el concepto de “yo” que él mismo se dé. En la práctica de nuestra vida cotidiana, si es que queremos vivirla bajo la égida racional de los conceptos, se trata de que la persona se afirme ante los demás asumiendo la posición de sujeto, en primera persona, afirmándose mediante el simple enunciado que dice “yo”, distinguiéndose así de los demás, de todo lo otro; y, desde aquí (desde yo), comenzar su andadura pensante, libre y distante para la acción responsable.