jueves, 27 de junio de 2019

El pecado

Yahvé Dios llamó al hombre y le dijo: “¿Dónde estás?” Este contestó: “te he oído andar por el jardín y he tenido miedo, porque estoy desnudo; por eso me he escondido”. Él replicó: “¿Quién te ha hecho ver que estabas desnudo?” (Gn 3, 9-11).

Dios ha creado al hombre libre para ir por donde quiera y tomar del jardín cuanto le plazca, pues el paraíso es el lugar donde todo le está disponible. Pero esta libertad le viene dada por Dios, el hombre no se la ha ganado para sí mismo, así que no es tal, ni hombre, ni libre. De todas las cosas que hay en el jardín, Dios sólo le previene de comer del árbol del bien y del mal; pero no le impide hacerlo, puesto que le ha creado libre, sino que es él quien debe decidir. Acatar o violar la orden de Dios es tomar la única decisión que le es dado decidir, darse lo único que no le ha sido dado. El hombre tiene que decidirse. Comer o no del árbol no le viene impuesto, sino que es él quien por primera vez decide, y así, por primera vez es libre, y es hombre. Igual que Dios le hizo libre para tomar lo que quisiera, es ahora él mismo quien se da la libertad de tonar lo que desea, asume para sí el papel de la divinidad, y se avergüenza porque ahora se reconoce como hombre, en íntima soledad, diferente, sujeto, uno, objeto descentrado para la mirada de Dios. El hombre ya no es uno con Dios y la creación, sino distinto, uno consigo mismo, y la mirada de Dios invade su íntima soledad recién adquirida, y corre a cubrirse para no ser visto.

Que nadie, cuando sea probado, diga: “Es Dios quien me prueba”, porque Dios ni es probado por el mal ni prueba a nadie. Más bien cada uno es probado, arrastrado y seducido por su propia concupiscencia (St 1, 13-14).

Pues el pecado mayor del hombre en todo pensamiento religioso, el único pecado en el que todos los pecados se resumen, es la vanidad: sentir que el mundo ya no le viene dado, sino que él debe dárselo a sí mismo en su decisión y en sus obras. Como la creación es epifanía de Dios en sus obras, y el hombre existe como hombre sólo en las obras que decide, realiza y crea, alcanza así la altura de lo divino. Sólo en sus obras el hombre se siente tal, y se siente solo en ellas, y a ellas sólo en él (la propiedad de lo propio). Alcanza así la medida sagrada de lo humano, la infinita soledad sin exterior, incondicionada y libre. En la vanidad de sus obras se hace hombre a sí mismo. Ya no es su dios quien le crea, sino él mismo quien asume la tarea divina de crearse. Dios le resulta entonces prescindible, y éste es el mayor pecado, él único pecado: olvidar a su dios para ser hombre por sí mismo.

Consideré entonces todas las obras de mis manos y lo mucho que me fatigué haciéndolas, y vi que todo es vanidad (Qo 2, 11).

El destino de toda obra humana es perecer, polvo al polvo, y el hombre consciente sabe que toda su obra está condenada a ser nada, a esfumarse y morir, como él mismo morirá, como todo y todos han muerto y seguirán muriendo. Si lo vano es lo huero, lo vacío, el hueco, la nada sobre fondo de ser, la vanidad que le distingue es el vaciamiento del ser que le venía dado o impuesto, negar el mundo para nada es lo que le hace hombre. Así, el mayor pecado del hombre ante dios y ante los demás hombres, el pecado que está en el origen de todo pecado: separarse de dios y de ellos en la afirmación del yo individual. Nada perturba más a la moral de las costumbres que el hombre que se distancia de la tradición, de la Ley, de la Escritura. La humanidad del hombre es desde entonces darse a sí mismo su forma de vida, tomar su propio camino, imponerse su propia ley, alcanzar su propio criterio, decidir en solitaria libertad.

A solas, vacío y desnudo al margen de la Ley, el hombre no tendrá ya más destino, ni más sentido, que el que se dé a sí mismo, aunque sea para nada, para ti que has de vivir en tus obras, y has de morir con ellas.

Porque el día que comieres de él morirás sin remedio (Gn 2, 17).