Quisiera poner por escrito un conjunto reducido de consideraciones, para mantener una discusión abierta sobre la cuestión de los géneros gramaticales (neutro, femenino y masculino, en este orden).
1.- Una primera consideración nos lleva hasta la antigüedad más remota del pensamiento mitológico. Es la que tiene que ver con la distinción entre un principio del caos y un principio del orden. Por analogía, toda distinción en este terreno remite a la cosmogonía primordial. En los ancestros de los pueblos mitológicos se rememora el origen del universo apelando a un estado caótico original, en el que la vacía inmensidad de lo increado carecía de forma. En cierto momento antes de todo tiempo, se introduce en él una fuerza, o principio de orden, cuya confrontación con el caos es una colosal disputa, cuyo resultado es el origen del universo que nos rodea, en el cual habrá mundo, y cosas, y dioses, y humanidad. “Un mito cosmogónico habla de las aguas primordiales –afirma Eliade– y del Creador, antropomorfizado o bajo la forma de un animal acuático, que desciende al fondo del océano para sacar de allí la materia con que llevará a cabo la creación del mundo […] una tradición –continúa– heredada de la más antigua prehistoria” [I]. Estos dos principios están presentes en todas las cosas, habidas y por haber, en cuyo seno se libra una batalla ritual entre lo caótico y lo ordenado, entre la Nada y el Ser, entre lo informe y lo que tiene forma. Esta épica tensión, o dialéctica histórica, dicho en términos muy modernos, es la idea de donde proviene, por ejemplo, la distinción entre yin y yang, que, históricamente, también por analogía, vino a confundirse con la distinción entre un principio femenino, o pasivo (el caos nocturno), y un principio masculino, o activo, que pone la simiente del orden para que haya mundo, y vida. Aún decimos que la mujer es mágica y soñadora y misteriosa, como la luna, dando por bueno lo que los antepasados establecieron en los albores de la historia escrita.
2.- Los indoeuropeístas afirman que, antes de aparecer la distinción entre los géneros masculino y femenino, en los sustantivos y los adjetivos, que son las únicas palabras marcadas con este carácter, sólo hubo en nuestros antepasados lingüísticos una distinción de género entre los sustantivos animados y los inanimados. De formas que ellos mismos reconocen confusas, un sustantivo animado es aquel que da nombre a una fuerza o a un objeto cualquiera que se caracteriza por su agencialidad (ser sujeto de la acción transitiva). Lo animado se dice de las cosas cuya naturaleza es ejercer poder sobre otras cosas, las cuales se nombrarían con sustantivos de género inanimado. Nuevamente, un principio activo y un principio pasivo, sin que nadie que yo haya leído nunca sostenga mediante estudio de las fuentes antiguas la relación con la consideración anterior, a pesar de que el paralelismo no deja de ser llamativo. El sol, por ejemplo, será animado, porque emite la luz que nos ilumina y nos calienta, mientras que la luna será inanimada, pues su luz es sólo un reflejo de la luz solar. Una planta será animada, porque crece, mientras que una piedra será inanimada, porque padece, aunque haya excepciones, y también haya rocas peculiares que tienen poder, y habrán de ser por tanto animadas, como el imán, por ejemplo, o las piedras meteóricas, que son hierofanías, como la piedra negra de los musulmanes, como las vírgenes negras, o como los meteoritos ferruginosos, de los que la humanidad aprenderá el arte de fundir los metales. Los géneros animado e inanimado desparecieron en la historia, y no queda apenas rastro reconocible de ellos en las lenguas modernas de la familia indoeuropea, salvo por caminos insospechados.
3.- En una tercera consideración, las antiguas lenguas indoeuropeas comenzaron a marcar el género femenino, para distinguirlo en las palabras que no tenían esta distinción, y que, por tanto, se decían de un modo único, agenérico o neutro. Frente a unos pocos sustantivos que nombran a ciertos animales de interés para la ganadería (caballo-yegua, oveja-cordero, cabra-carnero, vaca-toro, por ejemplo), ninguna otra palabra marcaba en sus orígenes este tipo de distinción. Cuando se comenzó a generalizar el uso del sufijo –a, para marcar el género femenino, el sustantivo feminizado se distinguió frente al anterior sustantivo agenérico, o neutro, que quedó entonces disponible para nombrar, sin necesidad de marca alguna, al género masculino. Es decir, que, en el origen de la distinción, es el femenino el que se “distingue”, el que gana una voz propia, mientras que el masculino queda asimilado a la antigua palabra neutra sin marcaje, y, por tanto, sin distinción alguna (neutralizado, si se me permite el juego de palabras). Es el femenino el que se distingue, insisto, mientras que el masculino se confunde con la voz neutra, pues, como opinan los lingüistas, por una cuestión de economía del lenguaje, no era necesario un marcaje para lo masculino, dado que bastaba con el marcaje femenino y la palabra sin marca, para que la contraposición binaria fuera perfectamente reconocible por el hablante sin ambigüedad alguna. Este procedimiento de construcción de los géneros gramaticales está presente desde entonces en todas nuestras lenguas. Así, por ejemplo, cuando modernamente hemos querido distinguir en español a la mujer que ejerce el cargo de presidente de una reunión o de un consejo, ha bastado el sufijo en –a, para dar con la presidenta, mientras que el masculino no ha necesitado marca alguna, sino que ha quedado asimilado bajo el neutro en –nte, que es la forma común de construcción del participio de presente latino. No entremos mucho en que, por analogía y coherencia, debería decirse también el cantante y la cantanta, o el pudiente y la pudienta (aunque decimos el sirviente y la sirvienta, o el gobernante y la gobernanta), que todo se andará. Lo importante es mostrar con sencillez que el masculino no es clave para crear la distinción del género, y que, bien visto, sólo hay en la práctica dos géneros, el femenino (marcado) y el neutro anterior (sin marca), que asimilaría para sí al tercer género masculino. El masculino es, de este modo, el último en llegar; y no el primero.
4.- Finalmente, una última consideración tiene que ver con el origen de nuestras modernas lenguas romances, en las cuales, la ambigüedad en la distinción de género era tal, que muchas palabras se decían indistintamente en femenino o en masculino (con el neutro). Aún recuerdo mi sorpresa al leer aquel pasaje de Cervantes, donde el hidalgo caballero y el fiel Sancho se apean en un mesón que quisieran castillo, “sin faltarle su puente levadiza y honda cava” (I, 2). Y esto sucedía porque no todos los sustantivos, ni todas las cosas a las que nombran, gastan necesidad de haber distinciones entre lo femenino y lo masculino.
Si fuéramos mejores discípulos del ilustre manchego, diríamos que esta es la verdadera historia de lo que aquí se trata; pero no alcanzamos a tanto, ni presumimos de tener verdad en el asunto. Sólo son unas cuantas consideraciones, tomadas de aquí y de allá, cuya referencia puede consultarse sobradamente en los libros de lingüística, moderna y antigua. Que otras (pues otros son neutros, y no sabemos quiénes son) conviertan esta historia en una pelea de géneros, o de sexos. Que la discutan apelando a una retorcida (y, sin embargo, poco sutil para tanto retorcimiento) estrategia de dominación de ellos sobre ellas. Bien parece, aunque, al menos, deberían tratar de buscar en la historia los verdaderos sucesos donde allí se muestre tal pelea, con su correspondiente reflejo en el lenguaje, para que el argumento goce de credibilidad, y sea digno de atención por nuestra parte. Comprendo bien la cuestión del llamado lenguaje inclusivo, pero no comparto sus argumentos, puesto que los que yo he encontrado, leyendo al respecto, son más bien las consideraciones que aquí he planteado. Alternativamente, si el lenguaje inclusivo es mera estrategia política para dar continua visibilidad a la distinción entre los géneros (cuya insistencia, por cierto, no veo necesaria, pues es muchísimo más lo que nos acerca que lo que nos distingue), el argumento es orwelliano, doblepensar, rescritura de la historia, ejercicio de fuerza sobre el lenguaje, para que este diga lo que no puede decir. Si el único argumento es este, pido disculpas, me parece por completo inaceptable.
Por supuesto, la erudición es neutra (por tanto, masculina), y poco contribuimos a la batalla de los sexos, y a la liberación de la mujer, con los argumentos que aquí he citado. Soy consciente tanto de lo uno como de lo otro. Pero aquí no discuto de estrategias políticas, sino de lingüística, y de Historia, y de conocimiento. Ya me ocupo yo en mi vida cotidiana de no hacer distingos innecesarios entre ellos y ellas, y lo hago sin necesidad de argumentos heteropatriarcales traídos al lenguaje, tan novedosos en la historia, que nunca la Historia de las lenguas oyó hablar de ellos. Defender la igualdad es un asunto de liberalidad y de justicia. La dignidad de las personas no se cifra en su sexo, y mucho menos en su género gramatical, aunque esa idea de la dignidad sea más bien propia de curillas, sobre todo dominicos, los mismos que pusieron los fundamentos filosóficos y jurídicos de los derechos humanos, allá en los tiempos salmantinos de la escolástica tardía.
[I] Mircea Elliade, Historia de las creencias y de las ideas religiosas, Barcelona (RBA), 2004, página 52. (Orig., 1976).