Genéricamente, puede entenderse el concepto de ideología como un conjunto de creencias y valores que forman sistema, más o menos coherente, y que ofrecen una visión socialmente aceptada de una parcela amplia del mundo. Tiene así tres características principales: que explica el mundo, o una parte importante de él, incluyendo el mundo físico y las relaciones humanas que en él se producen; que lo explica en un sentido valorativo, es decir, que no sólo trata de decir o describir lo que el mundo es, sino que lo juzga y prescribe cómo debe ser; y que es compartida por muchos, o en otras palabras, que es un producto cultural histórico, y no una construcción individual. Al decir que se refiere a una parcela amplia del mundo, estamos excluyendo del concepto a multitud de saberes particulares que tienen características similares, pero que sólo incumben grupos particulares dentro de la sociedad, como el saber de los carpinteros o de los zapateros, o el saber que tienen los padres para ser padres. Las ideologías se alzan como auténticas cosmovisiones, aceptadas por grandes sectores indiferenciados de personas, aplicables en un sinfín de casos concretos o generales, de tal modo que basta a los individuos con escoger y asumir una ideología para comprender, decidir y vivir a grandes rasgos una vida con cierta plenitud de sentido. Se podría decir, en correspondencia, que las religiones (entendidas como religiones institucionalizadas), las ciencias (ídem) o las orientaciones políticas tienen un marcado carácter ideológico.
Un segundo apunte necesario tiene que ver con el corolario
de que la ideología comienza donde acaba el pensamiento. Esto quiere decir que
la persona que asume una posición ideológica ante la vida ya no necesita pensar
por su cuenta sobre multitud de situaciones que la vida irá poniendo en su
camino, sino que en todo momento acudirá a los dictados que la ideología
escogida le vaya marcando para decidir sobre su vida. El resultado esperado
será la uniformización de los pareceres y de las conductas, todo el mundo
cortado por el mismo patrón, con el añadido de que no necesitamos comprender
los fundamentos históricos o conceptuales que sostienen argumentalmente la
ideología escogida: basta con aplicar sus recetas, no es necesario comprenderlas.
Una forma de vivir pensando poco, en la que no hace falta que comprendamos las
peculiaridades de las situaciones a las que nos enfrentamos, ni alcanzar criterios
propios, ni derivar conclusiones prácticas y éticas personales sobre cómo deberíamos
comportarnos ante ellas. Todo esto nos lo da ya la ideología, así que basta con
dejarse llevar de ella, pues ya todas las demás personas comprenderán lo que
hacemos y por qué lo hacemos, pues ellos hacen igual, y nuestras acciones serán
viables con relativa facilidad, pues ellos ya se encargan de organizar el mundo
compartido para que así suceda. Cada uno en su lugar, pero todos en la misma
idea: un mundo organizado.
En tercer lugar, quisiéramos señalar la cuestión de que la
ideología no es una “cosa” que podamos encontrar fácticamente en el mundo con
los caracteres de lo objetivo, tal como encontramos en el mundo árboles, mesas,
piedras o pajarillos. Ideología es meramente un concepto propuesto por ciertos
pensadores franceses en determinado momento del siglo XVIII, para intentar
comprender cómo el individuo se relaciona con su mundo, y discutido posteriormente
con profusión, con el aporte fundamental de la noción de falsas ideologías de
Carlos Marx. No tenemos, pues, un verdadero concepto o un concepto
verdaderamente correcto de lo que es una ideología, sino que podemos discutirlo,
y reformularlo o abandonarlo, previa argumentación, cuando lo consideremos
necesario.
Ideología es un término que combina dos palabras de origen
griego, idea y logos, que pueden ser a su vez discutidas y
comprendidas de maneras diversas. Podríamos entenderlo como el discurso (logos)
sobre las ideas, o la ciencia de las ideas, en su interpretación más
sencilla, y también, aunque técnica, más coloquial. Podríamos ser más sutiles,
y entender el término como el logos de las propias ideas, es decir, como
la lógica interna que ofrece un sistema concreto de ideas (creencias y valores,
como dijimos), del mismo modo que se entiende la fenomenología no como la
ciencia de los fenómenos (cuál no lo es), sino, al modo hegeliano, como la
lógica que el fenómeno muestra en su propio despliegue, o en su propia manera
de ser. Cada sistema de ideas aportaría de este modo su propia “lógica”, sin
que entendamos lógica en el modo de la lógica formal de raíz aristotélica, sino
como el conjunto de reglas y operaciones con las que se vinculan válidamente
los conceptos incluidos en el propio sistema. Así, diríamos que el liberalismo
(definido en términos muy laxos) tendría su lógica, puesto que propone un
conjunto relativamente coherente de conceptos y de operaciones a realizar con los
conceptos, para comprender cierta parcela amplia del mundo de las relaciones
humanas; o que el socialismo (dicho también con laxitud) tendría su propia
lógica, diferente de la otra.
Yo quiero proponer un matiz etimológico diferente, el cual exigiría
modificar fonética y semánticamente el término. En lugar de hacerlo proceder
del griego ἰδέα (imagen, forma, y modernamente noción, concepto, idea),
quisiera ponerlo en relación con el griego ῐ̓́δῐος, apuntando al
significado de lo que es privativo, separado, distinto, peculiar, particular,
específico y, en el extremo, individual. El término adecuado sería entonces idiología,
con i latina, y querría hacer referencia al potencial excluyente que
toda ideología (con e) tiene respecto de las ideologías en
competencia. Al constituirse en sistemas de creencias y valores con
pretensiones de abarcar satisfactoriamente una muy amplia parcela del mundo, ya
hemos dicho que cada una de ellas propondrá su propia comprensión lógica del
mundo, y que bastará a las personas que la escojan para comprender y decidir
sobre gran parte de sus vidas, en el plazo inmediato, pero también a medio y
largo plazo. Con esto, queremos subrayar y alertar sobre las pretensiones
totalitarias de toda construcción ideológica, pues la comodidad que nos brinda
no nos oculta la firme atadura que nos impone, ni la pérdida consiguiente de la
costumbre del pensar, que es tan necesaria para crear y sostener las
condiciones que hacen posible la vida individual en libertad.
Diríamos de este modo que toda ideología tiene un carácter idiológico,
es decir, autosuficiente y, por lo tanto, excluyente. No dudamos de que hay una
magnífica y llamativa racionalidad en toda ideología, pues no en vano es la
decantación de un producto muy elaborado dentro de una comunidad histórica.
Sencillamente, tratamos de alertar contra la tiranía implícita, y muchas veces
explícita, que acompaña a la ideologización de nuestras vidas cotidianas. Allí
donde las personas confían más en su ideología que en su propio parecer,
desaparece la posibilidad del diálogo productivo, la capacidad para escuchar y
comprender al otro en sus propias razones, y aflora la injusticia profunda de
juzgar cada caso, persona o situación, como ejemplar de una generalidad, y no
como realidad siempre excepcional que exige sus propias consideraciones. En
otras palabras, desaparece la posibilidad de una ética, de una inteligencia
práctica (sólo queda la inteligencia colectiva de la masa uniformada), y de
cualquier atisbo de libertad individual. Nuestra época sociológica, política y
científica es un perfecto ejemplo de ello.