lunes, 3 de mayo de 2021

Liberalidad frente a liberalismo

Aunque lo usaremos para la exposición, ha de constar que preferimos el término liberal al derivado liberalismo, pues entendemos que este implica un sesgo o exageración, donde se enfatizan ciertas ideas que, llevadas a la coherencia doctrinaria, al cabo resultan reduccionistas y de menor crédito. Hasta donde se me alcanza, sin ser especialista en la materia, podemos distinguir tres acepciones o corrientes principales del liberalismo, que pasamos a detallar seguidamente.

Una primera, que identificamos con el liberalismo inglés, fuertemente marcado por la impronta de la economía. El fundamento es, no obstante, de orden sociológico, o siendo más correctos, de filosofía moral. El egoísmo, o búsqueda del interés propio, es el motor de las decisiones individuales, cada quien comprometido en sus propias maneras para ganarse la vida, sin que esto conlleve desprecio por las vidas de los demás, sino todo lo contrario. Es la necesidad de los otros la que hará que los frutos del industrioso egoísmo individual triunfen y den a la persona un modo digno de sostenimiento, e incluso de enriquecimiento y promoción social. Y así con todos los demás, dentro de un cuerpo social pensado como entrecruzamiento espontáneo de motivaciones particulares que, no teniendo más gobierno que el que cada persona se da a sí misma, establecerán lazos de interés mutuo que, al cabo, sostendrán y enriquecerán no sólo al individuo, sino a todos y cada uno de los que sepan encontrar el modo de medrar en la basta e impersonal obra del conjunto. No otra es la idea de la mano invisible del mercado, de la cual derivan los clásicos corolarios del librecambismo y del rechazo a la intervención del Estado en la vida económica del país. El pensamiento liberal inglés y escocés tiene a sus clásicos en Adam Smith, Jeremy Bentham y David Ricardo. Entre sus sucesores, la escuela austriaca de los Menger, von Mises y Hayek, que dio con el tiempo en el neoliberalismo moderno, pensamiento teórico aún vigente en nuestro tiempo.

Una segunda, que identificamos con la ilustración alemana, donde destacan Kant y sus discípulos más próximos, Fichte, Schelling y Hegel. Aunque Kant toma ideas de la filosofía moral inglesa, que le antecede en el tiempo, su liberalismo no es económico, sino filosófico, o quizá ontológico, pues el fundamento de la realidad se pone en el individuo que, mediante la operación ideal del cógito cartesiano, se da a sí mismo libertad y consciencia, desde la cual da testimonio de lo que en el mundo sea. Es este individuo, que también llamaríamos racional e ilustrado, el que entra en relación con el otro, el prójimo, dando inicio racional –es decir, mediante un comportamiento sujeto a fines– a la relación social, de la cual emanarán posteriormente todas las instituciones sociales supraordinadas. La reflexión idealista llevará, siguiendo un razonamiento de naturaleza escolástica, hacia la fundación de la teoría ética, la teoría del derecho y la teoría política del Estado, en las que destaca especialmente la obra de Fichte, el primero y principal discípulo kantiano. En su devenir histórico, el liberalismo ilustrado alemán llevará, por un lado, a reforzar tanto el subjetivismo como el nacionalismo romántico, y por el otro, hacia la psicología filosófica de Husserl y, de manera muy original, a Heidegger, así como a las demás ramificaciones de la fenomenología y el existencialismo. Modernamente, la tesis de la construcción social de la realidad, debida principalmente a la obra homónima de Berger y Luckmann, actualizará para el tiempo postmoderno aquel énfasis en el protagonismo racional de los individuos que, en mutuo y espontáneo acuerdo, constituyen con la interacción, ahora performativa o teatral, el fundamento de la vida social de nuestros pueblos.

Una tercera, en la que queremos situar a los jacobinos de la Revolución Francesa, los cuales promovieron la teoría política de la soberanía popular, la democracia representativa y la libertad de comercio, pero también el Terror y la guillotina, que marcan el tránsito ideológico desde el Antiguo al Nuevo Régimen. Citemos a los Robespierre, Danton y Saint-Just, y antes la filosofía social de Rousseau, por marcar algunos nombres señeros. Juega en ellos un papel importante el sentimiento comunitario, diríamos patriótico y fuertemente centralista, y la acción popular con la que se inicia la modernidad de los movimientos de masas, que tantas algaradas y revoluciones protagonizaron en el siglo XIX, y aún en el XX. Rechazada por la fuerza de la guillotina y de las palabras la monarquía, ya sea en la anterior formulación absolutista y despótica, o en la más moderna monarquía constitucional, donde la soberanía está repartida entre el monarca y el pueblo, es en esta difusa voluntad popular donde recae el arbitraje último de la vida de la república, sin importar que, en sus maneras toscas y violentas, el pueblo arrase con todo lo que se le enfrenta, tanto las instituciones como los bienes materiales, las ideas o las personas, cuya matanza encuentra fundamento indiscutible en el deseo popular del cambio de régimen. Es este jacobinismo el que penetra en la España de la Constitución de las Cortes de Cádiz –y después en todos los países de habla hispana–, en las que el término liberal entrará a formar parte del lenguaje político, exportándose a las restantes lenguas europeas. En España, la monarquía, la aristocracia, y sobre todo el clero, son los principales objetivos de la acción bárbara de las masas y los partidos de inspiración jacobina. A pesar de que los españoles nos zafamos de la tiranía ilustrada napoleónica, la influencia del pensamiento francés había calado fuertemente a lo largo del siglo XVIII, desde el acceso al trono de la dinastía borbona, dando un afrancesamiento tal, que ya la práctica mayoría de la política nacional fue liberal en todo el siglo siguiente, y los dos principales grupos políticos fueron los liberales llamados progresistas, más proclives al anticlericalismo y la toma del poder mediante acciones revolucionarias, y los liberales llamados moderados, en cuyo seno encontraron cierto refugio la minoría política de los pensadores de corte reaccionario y tradicionalista.

Si estas pueden ser consideradas formalmente como las tres fuentes de las que bebe todo liberalismo posterior, en sus muy diversas formulaciones, nosotros queremos subrayar que el énfasis en la libertad individual, como norte y criterio de la filosofía jurídica, ya tenía entre nosotros una larga tradición desde el Renacimiento español, en la cada vez más conocida Escuela de Salamanca. Aquí, el individuo se erige en centro de la reflexión, por razones de orden teológico. La igualdad de los hombres ante la Ley, la libertad de acción, de tránsito y de comercio, el derecho a la propiedad, responden en última instancia a la tradición del individualismo católico, según el cual, Dios ha creado al individuo a su imagen y semejanza, y no al grupo, ni la comunidad, ni el pueblo elegido de ancestral estirpe hebraica. Es en el alma individual donde anida la luz divina, donde inscribe sus decretos la Gracia del Espíritu, a través de los sacramentos, y donde se resuelve el conflicto entre el Bien y el Mal, en cuya balanza serán tasados los méritos del hombre en pos de su salvación eterna. Suponiendo que al lector, de manera general, no le interesarán los fundamentos teológicos cristianos, no reparemos en ellos tanto como en su resultado: la elevación del individuo, dotado de libre albedrío, a justificación y realidad última de la que emana el derecho y la gobernación del país. Ciertamente, aún podríamos remontarnos a la radical ansia de libertad individual que caracteriza, a decir de Sánchez-Albornoz, la peculiar contextura vital de los hispanos, fundamentalmente a los pobladores del solar de Castilla, ya desde sus ancestros asturianos, cántabros y vascones, hasta sus extensiones posteriores en la Nueva y en la Novísima Castilla, y después en los territorios americanos que formaron el Imperio. El desarrollo del derecho natural y el derecho de gentes en Francisco de Vitoria, su principal inspirador, y después la obra de muchos otros, desde Domingo de Soto hasta Francisco Suárez, dan fe de la fecundidad teórica de la Escuela, primera entre los autores de la escolástica tardía. Las Leyes de Indias son la prueba más rotunda de la profunda convicción católica en la libertad y la igualdad entre los hombres, sin importar raza o procedencia. Y es obligado señalar que, de maneras poco conocidas, o muy descuidadas por los pensadores de los últimos dos siglos, la escolástica de Salamanca está en los orígenes filosóficos tanto del liberalismo inglés y austríaco como del idealismo filosófico alemán, de los que ya hemos hablado.

Sin embargo, al margen de este vasto cúmulo de corrientes de pensamiento, no es ese liberalismo el que nos interesa destacar aquí, ni queremos dar el nombre de liberalismo al más antiguo problema de la libertad individual. Queremos más bien recuperar la rabiosa lucha histórica de los hispanos para conservar su libertad individual, de la cual dan testimonio los comentaristas griegos y romanos de la antigüedad clásica, así como los medievalistas que han profundizado en las peculiares formas feudales y de vasallaje del medievo español, y citaremos de nuevo a don Claudio Sánchez-Albornoz como principal defensor de esta visión histórica de nuestro pueblo. Para el hispano, la libertad no es un concepto ni una teoría, sino una necesidad vital, la del hombre que no se deja dominar por imposición, aunque acepta de buen grado el vasallaje, cuando lo decide libremente, y la del hombre que decide armarse para la guerra, e ir a defender y repoblar los extensos parajes despoblados tras el avance de las guerras de reconquista o de la posterior conquista de los territorios americanos. En este individualismo feraz e irreductible queremos reconocernos, españoles del siglo XXI, que aún nos rebelamos ante la más mínima orden e imposición, ante cualquier intento, por nimio que sea, de que otro nos gobierne y nos mangonee, sin reconocer más soberanía que la que cada uno se labra, ni aceptar reyes, gobernantes ni jefaturas, salvo cuando voluntariamente las concedemos, teniendo por tiránica y repudiable cualquier alternativa que no pase por la libre voluntad de servicio, sin más horizonte que el que cada uno quiera y pueda darse. Nuestro Señor Don Quijote, que diría el castizo Unamuno, y el rústico Sancho Panza, son nuestra antonomasia, ambos liberados de ataduras familiares y mundanas, para marchar errantes por los caminos de La Mancha, y después por otros reinos, sin más guía que el socorro de los necesitados, para el uno, y el medro personal de hacerse nombrar gobernador de ínsulas, para el otro.

Y un último apunte. Entre nosotros, liberal es un término antiguo de origen latino, que tiene un significado especial, aparentemente poco relacionado con los que todos los liberalismos políticos modernos han desarrollado. Lo traemos aquí desde las páginas del Tesoro de Covarrubias: 

LIBERAL, Latine liberalis, el que graciosamente sin tener respeto a recompensa alguna, haze bien y merced a los menesterosos, guardando el modo deuido para no dar en el estremo de prodigo: de donde se dixo liberalidad la gracia que se haze.

La liberalidad latina, que tan bien casa con la liberalidad cristiana de la caridad y el amor al prójimo. La liberalidad de quien no siente especial apego por los bienes materiales, sino que, con mesura, y sin llegar al extremo de la prodigalidad, los dona a quien los necesita más que él. La generosidad, el ser desprendido, la ayuda a los que viven menesterosos, la preferencia por hacer el bien y por dar satisfacción más a la mejora espiritual que a la vana acumulación de las riquezas materiales. Virtud de profunda raigambre católica, de la que ojalá pudiéramos hacer gala siempre, y que, por caminos insospechados, tan bien concuerda con la idea alemana de que la libertad consiste, precisamente, en hacer que el otro sea libre de nosotros. Luchar por la libertad personal, pues nadie es mejor que nadie, desnudos nacemos y desnudos morimos, y en correspondencia, dejar en libertad al otro, ayudarle a llevar una vida digna y libre, gobernar para que todos puedan alcanzar sustento suficiente, y así seguir libremente sus tendencias espirituales, sin ataduras ni imposiciones indeseadas, ésta es la única liberalidad que reconocemos como propia de nuestra historia, y como corolario último de esta breve exposición. Discúlpeme el lector cultivado si mis conocimientos en la teoría filosófica, política y económica del liberalismo son insuficientes, pero sepa ver dónde reside lo importante, que no es sino en el modo en que cada uno de nosotros ha de gobernar su propia vida.




domingo, 14 de marzo de 2021

El temperamento

El diccionario de la Academia define temperamento, en su primera acepción, como carácter, manera de ser o de reaccionar de las personas. Definir temperamento como carácter de la persona, poco nos dice, pues también estamos interesados en averiguar la significación íntima de la palabra carácter desde sus orígenes, y más tarde trataremos de ella. Parece más valiosa para nosotros la segunda parte de la acepción, la manera de ser o de reaccionar de las personas. El ser de la cosa es el cómo ella se muestra ante nosotros (Heidegger), y remite a la idea de presencia, de cómo la cosa es presente (fenómeno), en qué consiste (esencia), y en qué consiste su devenir y cambio. Cuando decimos “manera de ser de las personas”, no introducimos ningún elemento conceptual de orden físico (corporal) o psíquico, responsable en último término de la manera de ser. Sólo decimos que la persona se muestra de un modo determinado; por ejemplo, en el comportamiento, en el gesto, en la actitud, términos todos ellos limitados a una caracterización descriptiva de lo que es visible en la acción o en el modo de estar de la persona, sin que con ello hagamos ninguna atribución a características o rasgos del psiquismo, o del alma, que supuestamente tendrían un papel agente en las dichas maneras de ser. Es decir, según nuestra definición actual, el temperamento, dicho en la manera más pulcra y libre de cargas semánticas añadidas, se refiere a algo de lo que hay en nuestra manera de presentarnos ante los demás.

Vayamos con los antiguos. El diccionario latino-español de Don Raimundo de Miguel define el término temperamēntum del siguiente modo:

tempĕrāmēntum (de tempĕro). Cic. Temperamento, temperatura, mezcla, proporción de diversas calidades en el cuerpo mixto; Complexión, constitución, disposición proporcionada de los humores; Cic. Moderación, modo, término. [...] Oratiōnem habŭit meditāto temperamento, Cæs., pronunció un discurso lleno de estudiada reserva. Egregĭum principātus temperamēntum, Tac., Condiciones morales que constituyen un buen príncipe. [...] Temperamēntum tenēre, Plin., Guardar la debida moderación.

Destaca la idea de la mezcla y proporción de los elementos que componen el cuerpo mixto; después, de manera derivada, la correcta proporción de los humores en la persona. Fijémonos en los ejemplos que se aducen. Don Raimundo traduce el término temperamento como “estudiada reserva” y “guardar la debida moderación”, y lo hace con el apoyo de Cicerón, del cual nos llega el temperamento como moderación, modo, término. Se sugiere así que, ya desde época clásica, el temperamento trata sobre el temperamento moderado, o lo que podríamos entender como templanza o atemperamiento en la acción, que son palabras de la misma familia semántica. Este significado se refuerza en la expresión de Plinio, temperamēntum tenēre, donde tener es lo mismo que nosotros decimos retener, contener o detener, refrenarse el que quisiera dejar rienda suelta al arrojo o al coraje del momento, pero se contiene para no hacer mayores males con sus actos. Ténganse todos –alza la voz Don Quijote en la Venta–; todos envainen; todos se sosieguen; óiganme todos, si todos quieren quedar con vida (I-45). Retengan la violencia y la fuerza, sosieguen el animoso espíritu, etc. Plinio sugiere la idea de moderación doblemente: en cuanto temperamēntum, y en cuanto tenēre.

Nos llega otra sugerencia interpretativa en el egregĭum principātus temperamēntum, de Tácito, que vemos traducido como condiciones morales que constituyen un buen príncipe. Aquí debemos entender lo moral en su sentido etimológico, como el ámbito de las costumbres y manera de vivir, es decir, como los modos de comportarnos que usualmente tenemos en sociedad. El temperamēntum es nuevamente interpretado como el modo de ser de la persona, en cuanto su temple y moderación al afrontar la acción que realizan, y Don Raimundo entiende que, cuando Tácito habla del temperamento del egregio principado, piensa el temperamento en referencia a ciertas maneras concretas, entre las cuales posiblemente se incluyera la moderación del ánimo, la prudencia o la evitación de todo tipo de excesos. Cierta contención en la manera de ser; en esa idea se resume la semántica del temperamento, tal como interpretamos de la definición de Don Raimundo. Subrayémoslo, la palabra temperamento no nombra las maneras, ni el ser, sino la contención del ánimo y la moderación del juicio.

Aún debemos aclarar las acepciones que traducen el término como temperatura, las que lo identifican sencillamente con la mezcla de elementos de un cuerpo compuesto, y las que lo relacionan con la mezcla de los humores. Vayamos con ellas. De tempĕrātūra, dice Don Raimundo, con Vitrubio, temperatura, mixtura, temple. Temperatura es femenino singular y neutro plural de tempĕrātūrus, participio de futuro de tempĕro, cuya primera acepción es templar el hierro. Temperatura indica la idea de cómo ha de quedar temperado o templado el metal, cómo se templa el hierro candente cuando se lo enfría en agua, y después se lo devuelve al fuego, para ir ganando su justa tensión, la que le haga al mismo tiempo más fuerte y más resistente. No se trata de la idea de temperatura como calor, sin más, que es una acepción derivada, sino de ir encontrando el justo temple en el proceso de compensar el calor del fuego con el frío del agua, y viceversa, repetida veces, moderándose mutuamente, atemperándose, pues ni el frío ni el calor se bastan por sí solos para la forja del metal.

La temperatura y el temperamento son cuestión de tempo, de tempus, que es la voz de donde proviene tempĕro. Pero también tempĕro es contener, refrenar, reprimir (Horacio), o guardar la debida moderación (Virgilio), y esto aplicado figurativamente a contextos diferentes (contener las aguas, contener la violencia, contener la lengua...). De esa misma idea, tenemos en español la temperancia y la templanza, ambas como moderación, sobriedad y continencia (DRAE). Y también tempĕro es preparar, combinar, disponer, componer (Plinio), por ejemplo, un veneno o un ungüento; y también dirigir, organizar, gobernar la tierra, los mares, las naves o las ciudades. Reina en todas ellas la idea de la sabia combinación de los elementos, encontrando el punto en el que, moderadas sus mutuas fuerzas, causen la virtud del veneno o de la nave que surca el mar en su mejor manera.

La significación ha derivado, pues, desde el tiempo, o el tempo ordenado que lleva al buen temple, hasta la idea de justa combinación de los elementos para lograr la mayor virtud de una acción o de una sustancia. En el ámbito específico del gobierno de la persona, la virtud está en hallar esta misma moderación, que habla derivadamente de la sabia mezcla entre arrojo y freno, entre ser atrevido y ser comedido, arriesgar o contenerse, y que bien podríamos denominar prudencia. No se trata de una derivación moderna, pues ya desde la antigüedad griega se pensaba esta misma moderación del carácter a través de la teoría de los humores, que también Don Raimundo trae a colación, para quien temperamēntum es, como hemos visto, disposición proporcionada de los humores.

Tomando ideas que se hunden en el pasado mitológico, aunque razonadas según el nuevo modo de los filósofos, Empédocles formuló la teoría de los cuatro elementos (tierra, aire, agua y fuego), que después tomó Hipócrates para trasladarlos a los cuatro humores corporales, con los que se corresponden. A finales del mismo siglo (IV a.C.), Teofrasto, entre otros, relacionaron la preponderancia de cada uno de los humores con un tipo característico: colérico, melancólico, sanguíneo y flemático. Ya desde entonces, queda establecida la correspondencia entre el balance de los humores (interior, fisiológico) y el carácter, tal como se muestra en la acción y los rasgos anatómicos exteriores (las actitudes, el color de la piel, de los ojos, la temperatura del cuerpo...). No es otra la teoría de la correspondencia que encontramos en la definición latina, pues los saberes médicos griegos pasaron con Galeno al mundo romano, y tuvieron vigencia hasta el Renacimiento, y aún más allá.

Sin embargo, queda claro que temperamento es la sabia mezcla de los elementos, en su justo temple, y que, de ahí, es también moderación y templanza en el gobierno de uno mismo. No hay pues cuatro temperamentos, sino uno sólo: el justo y en el modo apropiado. Lo que se llama temperamento colérico, por ejemplo, no es temperamento, sino desviación del mismo, porque prepondera en su mezcla la bilis amarilla, o el fuego. Sólo hay un temperamento, y cuatro desviaciones tipo (colérico, melancólico...). Y tampoco el temperamento es la acción o el comportamiento en sí mismo, sino su gobierno moderado. El temperamento es la moderación en las maneras de ser, pero no se confunde con ellas, puesto que se trata siempre de la moderación en la combinación de los humores. Lo que sucede cuando hablamos de cuatro temperamentos, es que confundimos ambas cosas con el mismo nombre, aun siendo diferentes, e incluso que tendemos más bien a asimilarlo a la segunda, pues ya vimos cómo las citas de autor de la definición prescindían de toda referencia al balance de los humores interiores.

Del mismo modo, cuando definimos el temperamento como la manera de ser de la persona (DRAE), o cuando hablamos de un temperamento fuerte y robusto, por ejemplo, acepción común en nuestras lenguas, estamos realizando el mismo desplazamiento semántico, tomando la parte por la parte, perdiendo de vista que el temperamento, primero, es una cuestión de humores corporales, y segundo, es la moderación o el justo temple de su combinación. En los diccionarios latinos clásicos y medievales, la distinción está clara, y temperamento es siempre sinónimo de temperatura, de templanza y de temple en la combinación, sea de manera general (en el metal, por ejemplo, o en la preparación de una sustancia, como hemos visto), o aplicada a la combinación de los humores corporales; y sólo de manera derivada, también el gobierno prudente de uno mismo. La confusión se registra en las lenguas modernas, una vez que hemos perdido la familiaridad con la teoría de los humores, pero que aún nos queda en el habla popular y técnica la palabra temperamento, para caracterizar las maneras de ser de la persona. No se puede concluir que la usemos mal, puesto que la significación que le damos está implícita en la concepción clásica del término, y hay consenso en el uso pragmático que le damos; pero sí que la usamos sin propiedad, y que el hablante de hoy ha perdido por completo el marco de la familia semántica histórica a la que pertenece.