La retórica, dicen los clásicos, es el arte de convencer mediante la palabra, léase a través de una argumentación racionalmente pensada, organizada y expuesta, de tal modo que la luz de las razones brille por sí misma, y todo aquel que tenga entendederas se convenza, no de aquello que el orador desea, sino de la verdad que las razones expuestas demuestran. Si hay duda, y es lícito que la haya mientras la necesidad del argumento no haya quedado perfectamente clara, entramos en el diálogo, que es siempre exposición de razones contrarias en busca de alcanzar, por descarte, la verdad que persigue la discusión. Claro que el rétor escenifica su discurso con apoyo de las pasiones y los gestos, en el modo teatral de la actuación, la actio retórica, pero siempre al servicio del argumento, y no al contrario. Si el argumento se dispone en servicio de las pasiones, no es retórica, ni intento de convencer apelando a la razón, sino a lo irracional, a la opinión sin contrastar, al prejuicio compartido, a la ignorancia en definitiva, sea interesada o meramente necia. En este caso, hablamos del demagogo, el que crea argumentaciones falaces, o sofísticas, para defender la posición de los que escuchan, ganándose su favor, no en aras de la verdad, sino del engaño. Por eso el demagogo, que modernamente llamamos populista, siempre fue tenido en menos, sospechoso de ocultar la verdad en favor de los intereses particulares, no siempre lícitos.
La distinción, además de técnica, es sobre todo una distinción moral, entendiendo la moral y la ética como el saber que se interesa por alcanzar la perfección en el comportamiento de las personas en sociedad. ¿Queremos vivir al servicio de la verdad o al servicio del engaño?
En la Metafísica, Aristóteles llama diátesis a la disposición de las partes formando un todo armónico. Los clásicos, hasta la llegada de la modernidad, tenían perfectamente claro que esa armonía del conjunto apelaba a la idea del orden natural de la cosas, el que ellas tienen por sí mismas, al margen de toda relación ajena, o el que deben tener para ser lo que son en su mejor versión, que es también la forma perfecta, final y completa de lo que es. Por eso, el discurso está bien dispuesto cuando, mediante la organización expositiva de los conceptos y argumentos, invoca un orden natural, es decir, la realidad de la cosa o el asunto sobre el que se trate, la verdad, en definitiva. Si el discurso pierde el referente del orden real, pierde su lógica y su razón de ser, y entra en la categoría del delirio o del sofisma, haciendo que lo que no es parezca ser, con pretensión de engaño y de conducir a la masa de los oyentes como haría el tirano, no hacia donde el pueblo camina, sino pastoreándolo hacia donde quiera llevarse.
Llamamos propaganda, en su sentido latino, al conjunto de acciones realizadas para propagar una idea o un fin, para darse algo a conocer que diríamos llanamente. Los propaganda son las estrategias del publicista, el especialista en hacer público lo que el pueblo aún no conoce, tal como una nueva idea política o un nuevo producto de consumo. La propaganda, ya como término genérico sustantivado, es un término moralmente neutro, pues nada hay ilícito en querer dar a conocer a los demás algo que aún no conocen. La propaganda, sin embargo, tal como se entiende en el sentido moderno, es por definición mezquina, una perversión moral, pues no busca convencer con razones al modo del rétor, cuyo discurso está al servicio de la verdad para que pueda ser llamado con propiedad discurso y rétor, sino que busca convencer mediante el engaño, y así todo el mundo, al pensar en la propaganda, piensa en las mentiras orquestadas por el poder político o por un emporio comercial para llevar a los demás hacia donde sus intereses desean conducirlos, fundamentalmente sin que se den cuenta del intento. Propaganda, en este sentido moralmente reprobable, es el mensaje subliminal, el falso lema o la información engañosa de los productos de consumo, disponer los productos estratégicamente en los expositores del mercado para que el cliente se deje llevar de la primera impresión, y desee adquirir lo que razonablemente no necesita o no le conviene. Propaganda es venderle a alguien una falsa imagen de marca, sugiriéndole arteramente o con halagos, que su dignidad pública y el reconocimiento de los demás será mayor, no por ser, sino por parecerlo, ignorando que el hábito no hace al monje, y que la mona seguirá siendo mona, aunque se vista de Armani. Propaganda es acariciar los sentidos de la persona, para que decida según el sentimiento, es decir, según la pasión (pathos, de donde patología), y no según la razón, que es la única comprometida con la verdad y con lo que realmente conviene. Propaganda es hablarle “al cerebro” de la persona, como algunas dicen rozando el absurdo, tratando de convencerle a través de los sentidos, las experiencias, las emociones, los sonidos y las palabras sutiles y repetitivas. Todas estas estrategias para convencer, y otras muchas que los publicistas modernos conocen bien, dejan un resabio orwelliano, participando de la creación de una sociedad desinformada, que, carente de las nociones de razón y orden natural, pasa a vivir en el ensueño de la opinión, de lo posible que no merece comprobación, sino aceptación sensitiva e inconsciente, es decir, sin consciencia de lo que hacemos, sin que nos demos cuenta, o a tontas y a locas, que decimos en castizo.
Quizá toda la historia de la publicidad moderna (el invento se vislumbra en la segunda mitad del xix, con el auge de la prensa, las masas y la opinión pública, pero explota en el xx, con la propaganda de guerra, falaz donde las haya) esté impregnada esencialmente de engaño. La publicidad sería, así, el arte de engañar para conseguir un fin que solo desea y conoce el engañador, el demagogo. Desconozco si en algún momento los publicistas se han regido por una norma ética, la cual exigiría de ellos aceptar sólo aquellos encargos en los que la verdad de un buen producto o una buena idea se vendiera mediante argumentos ciertos, en beneficio objetivo para el mejoramiento de la vida de las personas. Me extrañaría mucho, pues ya la propia idea suena extraña para los modernos, igual que les resultan extraños y desconocidos la mayor parte de los conceptos que la idea comporta, pues ya nadie parece saber qué es verdad, qué es norma, qué es ética, qué es la bondad, la certeza, lo objetivo y el provecho.
Tenemos la impresión de que la tensión hacia el engaño se ha exacerbado en nuestra época, que decimos postmoderna o ultramoderna, modernismo llevado al límite, inversión de los valores, donde importa más la imagen que la cosa, parecer, más que ser. El término técnico es simulacro, se lo debemos a Baudrillard, y antes a ideas de Venturi y de Debord, aunque la comprensión teórica que aportan estos autores sea más digna de ser escuchada que la mala interpretación con que el concepto se ha extendido en todas las capas de nuestra sociedad, hasta constituirla como el imperio de la imagen, de lo que parece, no de lo que es, y así con las redes sociales, los nuevos estilos políticos, el reality show pactado de los famosillos de tres al cuarto, los filtros del Instagram, incluso con los movimientos sociales que dicen tener un compromiso ético o crítico, que enseguida se muestra como un postureo ramplón, urbanita y de gente sin mejor ocupación que ganarse a los demás mediante la simulación, la apariencia y el engaño. Pensamiento estratégico, atento al interés, no a la verdad. En el extremo político, falsa razón de Estado.
Eso es el márquetin de la experiencia, el márquetin de los sentidos, el neuromárquetin..., tratar de influir antes de que la persona pueda pensar, a traición, o inducir el sentimiento, para que decida porque así lo siente, no porque así lo piensa. Simular la satisfacción, el placer, la verdad o el éxito, para que todas parezcan ser, y que así sean.
¿Es respetable que lo hagan, que todos lo hagan, desde el presidente de la nación hasta el último don nadie de las redes? No. Es tolerable, como se tolera una molestia o una mosca, que no nos incomoda demasiado, pero que sería mejor que no estuviera en nuestras vidas. Allá la mayoría, si es lo que desean. Lo que no podrán decir en ningún momento es que tienen razón, ni podrán defender sus maneras con argumentos de razón, pues, como decimos, se mueven por las pasiones, apelando al afecto y el sentimiento, a las capas irracionales del alma o psique humana. Pretenden descubrir la lógica de la emoción, desconociendo que la emoción es, precisamente, la ausencia de lógica. Eso es lo que desean, sentir, vivir sintiendo, decidir por el sentimiento, abandonada ya toda razón, que era, al cabo, el criterio con el que históricamente hemos distinguido a las personas de los brutos, y a la civilización de la barbarie.