lunes, 24 de julio de 2023

Ideología y sentimentalismo

Todavía en el siglo XVIII, Balmes llama ideología al estudio de las ideas individuales, en el sentido de que toda inteligencia individual tendría a su alcance un conjunto relativamente amplio de conceptos o ideas sobre el mundo. Si uno sólo puede pensar con los conceptos que acostumbra tener en mente, estudiar la ideología de la persona sería un modo de estudiar su psicología, es decir, su pensamiento, o su mente en cuanto razón y pensamiento. Resumido brevemente de este modo, el concepto parece propio de una visión subjetivista, a la manera del idealismo alemán, donde la idea es antes que el objeto. Sin embargo, para ser idea, en el sentido de la tradición platónica, debe manifestarse en el objeto, y, en el de la crítica aristotélica, partir de él por abstracción lógica. Balmes no se confunde:

Lo que representa ha de tener alguna relación con la cosa representada [...] Dos seres que no tienen absolutamente ninguna relación, y, sin embargo, el uno representante del otro, son una monstruosidad.

Todo lo que representa, contiene en cierto modo la cosa representada; ésta no puede tener carácter de tal, si de alguna manera no se halla en la representación. Puede ser ella misma, o una imagen suya; pero esta imagen no representará al objeto, si no se sabe que es imagen. Toda idea, pues, encierra la relación de objetividad; de otro modo no representaría al objeto, sino a sí misma.

Idea y logos son dos de los nombres del Ser en la filosofía griega. Es imposible explicar en un parrafito lo que esto significa, no lo intentaremos. Lo importante es que, partiendo del principio eleático transformado de que sólo son las cosas que son, el problema del conocimiento no opinable (apodíctico, científico, doxa) aboca irremediablemente a la necesidad de disponer de una referencia de realidad sobre la que se anclen idea y logos. Hay entes, o cosas, y basta confiar en la evidencia, tal como todos lo hacemos pragmáticamente en nuestro día a día, o no tendríamos supervivencia, para comprobar que esto es así. Descartes desconfió argumentalmente de la evidencia de sus sentidos, pero tenía truco, quién dudará de que distinguiría con claridad y certeza lo que era libro y lo que era mesa, o bebida y comida, pared y puerta. Teniendo referencia de realidad, todo el mundo sale por la puerta; careciendo de ella, por qué no salir atravesando el muro. Pregunta más estúpida no cabe.

No se trata de que discutamos aquí si la realidad existe o no existe, porque la inmensa mayoría de nuestros conciudadanos no tiene ni la más remota comprensión de lo que significan estas palabras en su sentido filosófico, de donde parte su sentido mundano. Se trata de que hagamos ver de manera sencilla que la idea no puede sustentarse en un vacío de referencia, pues todos tenemos noción, más o menos correcta, de lo que es luz y lámpara, y calle y casa, y padre y madre, e hijos, y matrimonio y patrimonio. Qué es verdaderamente la luz, ni los físicos sabrán explicarlo con absoluta claridad, pero todos sabemos cuándo la lámpara está encendida o apagada. No sabemos explicar en sus últimos términos qué sea la luz, pero todos sabemos de qué estamos hablando, o no estaríamos hablando de cosa alguna, extraña forma de dialogar. Ídem, en nuestra modernidad tardía, no sabemos ya lo que es ser varón y mujer, ni lo que es matrimonio y filiación, pero todos sabemos de lo que estamos hablando al usar estos términos, principalmente los críticos, o no tendrían nada que criticar. Saben lo que cuestionan, ergo ponen en primer lugar la realidad de estos conceptos para disponer su crítica, o no habría crítica posible, y todo sería hablar por hablar, sin saber nunca de qué narices estamos hablando.

Todo esto que decimos mantiene el concepto de ideología en la órbita de lo mental, de las cogitaciones, los contenidos del pensamiento. Sin embargo, quizá desde el nacimiento de las utopías literarias, y desde luego desde la Revolución francesa, las ideas no son ya meramente el problema epistémico del conocimiento dogmático, sino que nos vienen de fuera, de la imaginación de la idea, de las eidola, los ídolos de la tribu. Son los utopistas quienes, deseosos de una reforma radical de la sociedad de su tiempo, se proponen como método un forzado y engañoso rechazo de toda realidad existente, la que ha de ser sustituida, en favor de una idea fuerza, que sirva de motivo y de motor para la feliz transformación del mundo. No se niega la realidad existente en tiempo presente, o la realidad de los hechos históricos en pasado perfecto, sino que hay que erradicarla, cegar su posibilidad, para que, en su lugar, emerja el sueño, el ideal utópico, lo que no existe todavía, pero que ha de ser. Esta es la ideología liberal, la puritana, la socialista, la democrática, todas un conjunto de conceptos, relativamente coherente y bien estructurado, para sostener la utopía. No un conocimiento descriptivo de la realidad, sino un saber sobre lo que tiene que ser, que aún no es, pero debe serlo, aunque nunca lo sea, pues todo esfuerzo por imponer la ideología utopista se encontrará tarde o temprano con la realidad de los hechos, estos sí, y el resultado será siempre otro. El puritanismo dio en racismo y quema de brujas, la Revolución en el Terror, las guerras napoleónicas y el totalitarismo de Estado. Se seguirá llamando socialismo, usando el nombre del ideal utópico, pero se habrá convertido en imperialismo y gulag, en exterminio del disidente, cancelación y telón de acero. Siempre Orwell, a su pesar. Se seguirá llamando liberalismo, usando el nombre del ideal utópico, pero se habrá convertido en capitalismo salvaje y en pensamiento único. Marcuse y el hombre unidimensional. O democracia, que es el nombre que modernamente recibe el aparato jurídico y simbólico sobre el que reina la oligarquía o plutocracia que gobierna nuestras naciones.

Todo el pensamiento político de la modernidad es ideológico en este sentido, y, dado que la política estatal invade todas las esferas de nuestra vida cotidiana, por extensión, todo pensamiento es ya ideológico en este sentido. Ya no pensamos con conceptos (ideas, en el sentido del cogitare), sino con consignas (ideas, en el sentido de los utopistas). Un ejemplo sencillo: todos sabemos lo que es el matrimonio canónico, llevamos siglos organizando la célula familiar con este modelo cultural y jurídico de vinculación familiar. Todos sabemos que el matrimonio tiene muchas dificultades, que el amor del contigo pan y cebolla dura poco, y el resto es responsabilidad y crianza de los hijos. Todos sabemos la dura realidad de la violencia del varón sobre la mujer, hay tantos ejemplos tan cercanos. El matrimonio es esta institución social en la que vivimos o hemos vivido cientos de miles, millones, a lo largo de los siglos de nuestra sociedad occidental. Ahí está su realidad para ser discutida. El utopista no ignora esta realidad, al contrario, parte de ella para definir su alternativa crítica. Por ejemplo, el poliamor, de moda en muchas conversaciones actuales. ¿Qué es el poliamor? Una idea sin referente de realidad, un inconcreto donde todo cabe, porque todo está por hacer, utópico, donde todo puede ser feliz, y digno, y razonable, y ético, porque, al fin, no es nada sino ensoñación del utopista. El sueño es perfecto, ¡quién querría soñarlo de otro modo! El matrimonio, que existe como institución histórica a la vista de todos, ya no es, porque no debe ser; el poliamor, que sólo existe como ensoñación irreal, es, porque debe ser. Las cosas ya no son, inversión de valores, sino que deben ser. Poco importa que no haya poliamorosos, porque aún no han llegado, es una idea feliz de lo que tendría que ser, y eso basta. No existe la realidad que es, sino el sueño que debe ser, pese a quien pese. Sólo es válido lo que debe ser, y se niega con alegre necedad lo que el mundo exige ser pensado. Como afirma Baudrillard, un delirio es ahora nuestra única realidad.

Curiosamente, las muchas distopías literarias no han bastado para convencer a las gentes de nuestra época de que ninguna utopía tiene un final feliz. Ahora, incluso el terrible final nos parece el único necesario, y ahí nos tocará vivir, o a los siguientes.

Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, dice nuestro Quijote. Y hasta nos parece que la utopía clásica tenía algo de noble, porque había en ella cierta inteligencia, cierta comprensión conceptual del mundo, aunque fuera para negarlo. En un último giro de tuerca, la utopía ya no es ni siquiera conceptual, sino apasionada, sentimental. Es bueno porque lo siento así, porque me da buenas sensaciones, buena vibra. Y ya no me siento español, así que no lo soy, ni me siento mujer, así que no lo soy, ni me siento humano, así que no lo soy. ¿Qué pondremos en su lugar? Poco importa, experiencias, ocurrencias, acontecimientos (qué mal interpretado Heidegger), de los que no haremos pensamiento, sino sensación, hedoné, objeto de placer y de deseo. Me pone, luego es. Ni Descartes se atrevió a tanto.