Cervantes era un mal poeta, a su pesar, y apenas algunos
poemas suyos merecen formar parte de las antologías de nuestra lírica. Sin
embargo, que Cervantes es el más grande de nuestros autores, nadie lo duda, y
es esta misma falta de duda lo que ha encumbrado su nombre. Ya son de por sí
increíbles muchas páginas del Quijote, decenas de fragmentos dignos de memoria;
pero es el asombro de tantas generaciones posteriores lo que convierte al
hombre en una de las piezas clave del mito fundacional del genio español, que
no es sino el deseo que muchos tuvieron de reclamar un espacio propio y digno
en la historia de la cultura occidental. Como don Miguel de Unamuno, que decía
ser principalmente poeta, aunque malo, y no renegaba de sus versos, aunque
peores. Como Machado, el otro, que merece renombre en nuestras letras apenas
por unos pocos versos escritos aquí y allá. No importa, la buena poesía de
Cervantes se deja ver, o entrever, cubierta de pudorosos velos, en tantas y
tantas sentencias y frases rotundas y sabias, o felices y maravillosas. Yo
nunca podré saber si la dulce mi enemiga… y no se muera usted, señor Don
Quijote. No se muera nunca, sino recupere la locura y vuelva al verso, de donde
nunca debió salir, para memoria de los que vengan, los españoles, los hijos
orgullosos de la monomanía, que todo lo consienten liberales, menos la poética
injusticia que reclama una voz valerosa en el desierto de los que callan, los
que medran, los que diu tant se val, tú a lo tuyo, sin
vela y sin entierro.
Con todo esto no quiero sino rescatar un estrambote, el
estrambote por antonomasia, donde Cervantes muestra las luces del magnífico
poeta que sin duda era, en un rinconcito de un mal poema, desapercibido, en el
remate sobrante, donde la grandeza puede ocultarse a la mirada del que no tiene
ojos para ver.
Y luego, incontinente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.
Cuánta sustancia comprimida en frasco tan somero. Todo el
genio español reaparece en este artificio que no es ya la máquina que espanta.
Después de la quijotada, enfrentado al molino que siempre fue gigante, con la
serenidad del barroco claroscuro, con la profundidad de la mirada de un hombre que
se tiene por tal, orgulloso en su tamaño, digno en su pobreza, caballero en sus
andrajos de quien se sabe grande, sin pedir a nadie cuentas ni reconocimientos,
bastante a sí solo, chulo o guapo, que tanto vale, deja atrás la mirada
superior, la consciencia de haberse mostrado, haber dejado testimonio de sí
mismo. Sólo debe hablarse una vez, con la enjundia sagrada de la palabra
oportuna, como un guantazo firme y sonoro, sin dejar lugar a la respuesta del
duelo. Ahí queda, que un solo caballero es el que os acomete. Lo demás, sobra.