jueves, 27 de marzo de 2014

El estrambote y el ingenioso hidalgo

Cervantes era un mal poeta, a su pesar, y apenas algunos poemas suyos merecen formar parte de las antologías de nuestra lírica. Sin embargo, que Cervantes es el más grande de nuestros autores, nadie lo duda, y es esta misma falta de duda lo que ha encumbrado su nombre. Ya son de por sí increíbles muchas páginas del Quijote, decenas de fragmentos dignos de memoria; pero es el asombro de tantas generaciones posteriores lo que convierte al hombre en una de las piezas clave del mito fundacional del genio español, que no es sino el deseo que muchos tuvieron de reclamar un espacio propio y digno en la historia de la cultura occidental. Como don Miguel de Unamuno, que decía ser principalmente poeta, aunque malo, y no renegaba de sus versos, aunque peores. Como Machado, el otro, que merece renombre en nuestras letras apenas por unos pocos versos escritos aquí y allá. No importa, la buena poesía de Cervantes se deja ver, o entrever, cubierta de pudorosos velos, en tantas y tantas sentencias y frases rotundas y sabias, o felices y maravillosas. Yo nunca podré saber si la dulce mi enemiga… y no se muera usted, señor Don Quijote. No se muera nunca, sino recupere la locura y vuelva al verso, de donde nunca debió salir, para memoria de los que vengan, los españoles, los hijos orgullosos de la monomanía, que todo lo consienten liberales, menos la poética injusticia que reclama una voz valerosa en el desierto de los que callan, los que medran, los que diu tant se val, tú a lo tuyo, sin vela y sin entierro.

Con todo esto no quiero sino rescatar un estrambote, el estrambote por antonomasia, donde Cervantes muestra las luces del magnífico poeta que sin duda era, en un rinconcito de un mal poema, desapercibido, en el remate sobrante, donde la grandeza puede ocultarse a la mirada del que no tiene ojos para ver.

Y luego, incontinente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.

Cuánta sustancia comprimida en frasco tan somero. Todo el genio español reaparece en este artificio que no es ya la máquina que espanta. Después de la quijotada, enfrentado al molino que siempre fue gigante, con la serenidad del barroco claroscuro, con la profundidad de la mirada de un hombre que se tiene por tal, orgulloso en su tamaño, digno en su pobreza, caballero en sus andrajos de quien se sabe grande, sin pedir a nadie cuentas ni reconocimientos, bastante a sí solo, chulo o guapo, que tanto vale, deja atrás la mirada superior, la consciencia de haberse mostrado, haber dejado testimonio de sí mismo. Sólo debe hablarse una vez, con la enjundia sagrada de la palabra oportuna, como un guantazo firme y sonoro, sin dejar lugar a la respuesta del duelo. Ahí queda, que un solo caballero es el que os acomete. Lo demás, sobra.

Los más no ven en el Quijote sino la locura y la humorada, o la víctima de una época de falsa decadencia, sin atender a la dignidad del personaje, siempre cargado de buenas razones, modelo de la dignidad española, serena ante la vida. (No consigo hallar quién es este Castillo B. que retrata con magistral respeto al hidalgo, pero agradezco haber encontrado la imagen. Podría ser cualquier de nosotros, los españoles.)

lunes, 3 de marzo de 2014

Borges y Averroes: paradoja del autor y el personaje

Sentí que Averroes, queriendo imaginar lo que es un drama sin haber sospechado lo que es un teatro, no era más absurdo que yo, queriendo imaginar a Averroes, sin otro material que unos adarmes de Renan, de Lane y de Asín Palacios. Sentí, en la última página, que mi narración era un símbolo del hombre que yo fui, mientras la escribía y que, para redactar esa narración, yo tuve que ser aquel hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve que redactar esa narración, y así hasta lo infinito. (En el instante en que yo dejo de creer en él, "Averroes" desaparece.)
Borges, La busca de Averroes

(No se sabe si es Averroes quien busca el sentido de la tragedia y la comedia, o si es Borges quien busca a Averroes para dejarlo escrito. Paradoja del narrador y del personaje narrado.)

No puedo hablar del otro sin que yo mismo quede plasmado en el escrito, puesto que lo escrito soy yo tanto como el otro, y bien visto, ninguno de los dos estamos presentes en la narración, y sólo la narración permanece. Averroes ha muerto y Borges ha muerto. Averroes es un símbolo, un nombre que sirve como referencia inexistente para crear un relato; el autor, Borges, es también un símbolo, el nombre que el relato requiere para ser autorizado. El Averrores y el Borges históricos importan poco, o nada. El relato crea la ficción de dos personajes que se sustancian en el fluir del lenguaje, en los efectos de la retórica y la narrativa del relato. Uno de ellos está explícito, pues se habla de él; el otro está implícito, pues queda dicho mediante el texto.

Para hablar del personaje, debe ser antes escrito (es decir, hablado); para escribir sobre él, antes debe ser entrevisto (es decir, escrito); en un círculo imposible donde el autor, el texto y el personaje son recreados al mismo tiempo, pues el autor debe ser escrito para ser autor, tanto como el personaje debe ser narrado para ser personaje, ambos encerrados en los estrechos y siempre abiertos límites del texto.

Paradoja del yo y el otro, de la comunicación humana, de la convivencia junto al otro. Un juego de espejos donde ambos nos presuponemos sin existir, y ambos resultamos sin llegar a ser nada más que el texto, el diálogo. El texto se erige como la única exterioridad posible, allí donde ambos venimos a ser, expuestos en el relato público, y donde ambos morimos cada vez que alguien finaliza la lectura.

En el instante en que termino este breve divertimento ontológico sobre la paradoja del autor y el personaje, Borges vuelve a morir. También Baltasar muere.