Sentí que Averroes, queriendo imaginar lo que es un drama
sin haber sospechado lo que es un teatro, no era más absurdo que yo, queriendo
imaginar a Averroes, sin otro material que unos adarmes de Renan, de Lane y de
Asín Palacios. Sentí, en la última página, que mi narración era un símbolo del
hombre que yo fui, mientras la escribía y que, para redactar esa narración, yo
tuve que ser aquel hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve que redactar
esa narración, y así hasta lo infinito. (En el instante en que yo dejo de creer
en él, "Averroes" desaparece.)
Borges, La busca de
Averroes
(No se sabe si es Averroes quien busca el sentido de la
tragedia y la comedia, o si es Borges quien busca a Averroes para dejarlo
escrito. Paradoja del narrador y del personaje narrado.)
No puedo hablar del otro sin que yo mismo quede plasmado en
el escrito, puesto que lo escrito soy yo tanto como el otro, y bien visto,
ninguno de los dos estamos presentes en la narración, y sólo la narración
permanece. Averroes ha muerto y Borges ha muerto. Averroes es un
símbolo, un nombre que sirve como referencia inexistente para crear un relato;
el autor, Borges, es también un símbolo, el nombre que el relato requiere para
ser autorizado. El Averrores y el Borges históricos importan poco,
o nada. El relato crea la ficción de dos personajes que se sustancian en el
fluir del lenguaje, en los efectos de la retórica y la narrativa del relato.
Uno de ellos está explícito, pues se habla de él; el otro está implícito, pues
queda dicho mediante el texto.
Para hablar del personaje, debe ser antes escrito (es decir,
hablado); para escribir sobre él, antes debe ser entrevisto (es decir, escrito);
en un círculo imposible donde el autor, el texto y el personaje son recreados
al mismo tiempo, pues el autor debe ser escrito para ser autor, tanto como el
personaje debe ser narrado para ser personaje, ambos encerrados en los estrechos
y siempre abiertos límites del texto.
Paradoja del yo y el otro, de la comunicación humana, de la
convivencia junto al otro. Un juego de espejos donde ambos nos presuponemos sin
existir, y ambos resultamos sin llegar a ser nada más que el texto, el diálogo.
El texto se erige como la única exterioridad posible, allí donde ambos venimos
a ser, expuestos en el relato público, y donde ambos morimos cada vez que
alguien finaliza la lectura.
En el instante en que termino este breve divertimento
ontológico sobre la paradoja del autor y el personaje, Borges vuelve a morir.
También Baltasar muere.