“Reconsideremos la escena. En el fondo
glacial del noveno círculo, Ugolino roe infinitamente la nuca de Ruggieri degli
Ubaldini y se limpia la boca sanguinaria con el pelo del réprobo. Alza la boca,
no la cara, de la feroz comida y cuenta que Ruggieri lo traicionó y lo
encarceló con sus hijos. Por la angosta ventana de la celda vio crecer y
decrecer muchas lunas, hasta la noche en que soñó que Ruggieri, con hambrientos
mastines, daba caza en el flanco de una montaña a un lobo y sus lobeznos. Al
alba oye los golpes del martillo que tapia la entrada de la torre. Pasan un día
y una noche, en silencio. Ugolino, movido por el dolor, se muerde las manos;
los hijos creen que lo hace por hambre y le ofrecen su carne, que él engendró.
Entre el quinto y el sexto día los ve, uno a uno, morir. Después se queda ciego
y habla con sus muertos y llora y los palpa en la sombra; después el hambre pudo
más que el dolor.” (Borges, sobre el verso 75 del canto penúltimo del Infierno
de Dante. En Nueve ensayos dantescos, 1982.)
La discusión se centra en la última
expresión, bien si Ugolino comió la carne de sus hijos o murió finalmente de un
hambre más poderosa que el dolor de verse encerrado y muertos los suyos. Las
dos interpretaciones son posibles, y el verso, de naturaleza sintética y no
denotativa, se convierte en un modo de transmisión que prima la sugerencia por
encima de la evidencia. Borges lo soluciona decantándose hacia este carácter
ambiguo y abierto del verso, donde lo importante no es decir lo que sucedió
sino sugerir posibles interpretaciones abiertas para el lector.
El mundo del arte, cuyo terreno natural es
la insinuación, la ambigüedad no del todo calculada del autor, la ambigüedad
sugerente del lenguaje, la polisemia y las connotaciones, o la apertura
hermenéutica imprevista, las cosas no son de ninguna especie categórica: son y
no son unas y diversas al mismo tiempo, en una intemporalidad revisable, del
mismo modo que la imaginación recuerda por igual lo pasado y lo futuro, ambas
formas de una irrealidad presente. El juego de las interpretaciones, que es
fácil de asumir en la materia de la poesía, es radicalmente negado en la
historia, el derecho o las ciencias, presas de un realismo no menos idealista. Pero,
nuestra vida se desenvuelve en una poetización a través de la cual vemos y nos
vemos en una continua reescritura/relectura, que es más una apertura de lo
posible inimaginado que el cierre de una semántica biunívoca o una lógica
perfecta que todavía sueñan algunos filósofos y no menos científicos. Resueltos
en la ambigüedad paradójica de las categorías, también nosotros y nuestro mundo somos más
una ensoñación ambigua, un inconcreto de apariencia momentáneamente concreta
donde ninguna elección está fundamentada más allá de los tópicos y las
ideologías, y todas engendran consecuencias que aún deben ser soñadas acaso en
algún futuro que creerá haber desvelado el misterio de lo que fuimos, mientras
nos inventará en nuevas intrigas donde volver a ser vividos.
El falso problema es plantear la
alternativa sueño/realidad como objeto de la discusión. A Borges le importa menos
lo que deba ser lo real, y se entretiene en el sueño y la poesía, donde el
verso de Ugolino ya no es un problema, sino un artificio necesario del poeta
(la ambigüedad del texto como técnica poética, sugerir significados
alternativos en lugar de cerrar la interpretación del lector). Yo, cegado por
las preguntas presocráticas, no veo en la realidad sino otra materia del sueño
y la poesía, y el problema no es falso, sino que el artificio poético apunta a
una incuestionable realidad donde la mentira es necesaria para crear un mundo.
De Ugolino tapiado hasta morir, nada
sabemos, y tampoco del Dante, que sólo es un rostro de perfil en un lienzo
antiguo y la sombra que se intuye detrás de unos versos. Dante, Borges y
Ugolino no son sino nombres en un papel. Lo que nos conmociona no es la
conversación que se establece entre ellos, ni siquiera el posible acto -sugiere
Borges que “negar o afirmar el monstruoso delito de Ugolino es menos tremendo
que vislumbrarlo”-, sino el encabalgamiento de los versos que anticipa y
culmina en la insospechada conclusión, el hambre pudo más que el dolor, no
menos eficaz por ambigua. Igual que Dante crea las condiciones para aumentar
nuestra sospecha, así la obstinada realidad ha dado tantas muestras de resistir
a nuestro entendimiento, que estamos dispuestos a acogernos a la sospecha
encerrada en una conclusión ambigua -lo increíble no es que haya algo, sino que
no haya nada-, y no sólo aceptamos que la duda sobre la realidad es razonable,
sino que, suponiéndola verdadera, dejamos que nuestra imaginación teórica la
desarrolle, y el resultado es creíble y fascinante. Nuestro tiempo está lleno
de ejemplos.
Poco importa la realidad que cabe en las
palabras, sino la sospecha de que ante nosotros se despliega una ilusión, un
vacío de materia desde lo micro hasta lo macro, en el tiempo y en el espacio,
hasta el extremo de volver confusos e ilegítimos los conceptos en que
imaginamos su despliegue -verdad y mentira, realidad y fantasma-, pues el vacío
carece de dimensiones en las que fundar nuestra certeza.
“Un libro es las palabras que lo
componen”, y así hemos venido a entender que un mundo es las palabras con las
que es contado. El falso problema oculta una falsa solución, la pretensión de
realidad de una supuesta referencia histórica que se cuela entre las opciones
en disputa. Como el crimen perfecto de Baudrillard, centramos la discusión en
el problema, cuando el problema se encuentra en la estrechez dual de las
posibles soluciones: ficción o realidad, dando valor de alternativas a lo que
no es sino la conjunción necesaria para mantener la conversación, o el poema, o nuestro mundo.
Jean-Baptiste Carpeaux (1862) Ugolino y sus hijos (detalle) |