El Quijote de Avellaneda no es un
mal libro. Nuestro Señor es Don Quijote -con la expresión de Unamuno-, y no
Miguel de Cervantes, del cual casi nada sabemos. Seguimos disfrutando de
Sherlock Holmes en las ficciones televisivas, sólo hace falta un buen guionista
enamorado del personaje, y no creo que yo apoyara a Conan Doyle si viniese a denunciar
la apropiación indebida, y mucho menos a sus herederos, cuya
legitimidad no es mayor que la de cualquier otro lector, o sea, ninguna.
Lovecraft escribió sobre un libro no escrito, y eso permitió que muchos soñaran
con escribirlo y que algunos lo hicieran dignamente. Pierre Menard quiso
escribir el Quijote, e incluso se vanagloriaba de que tendría más mérito que el
original, pues lo difícil sería escribirlo de nuevo, “palabra por palabra y
línea por línea”, en un tiempo distinto. No creo que Cervantes se ofendiera con
la idea.
Borges reconoce que él no es el personaje público del que todos hablan, el autor que escribe los textos y se lleva el protagonismo mientras él vive y huye cambiando de temas. El personaje público es un mito, en el sentido que Roland Barthes da a este término, un mitologema, un sintagma cultural cristalizado en el que los demás nos arrojamos para vivir nuestras vidas y dotarlas de algún sentido, pues de ser don nadie a ser un autor borgiano ganamos mucho. También Borges acaricia repetidamente la idea de que todos los hombres son el mismo hombre, y de que todo es el sueño de algún soñante olvidado con el que nos confundimos, como la mariposa de Chuang Tzu. También él, como otros, escribe cuentos de las mil y una noches, que es un libro sin firma y sin conclusión al que cualquiera puede añadir una nueva noche. Lo único que pediríamos es que el nuevo cuento siga alimentando nuestra imaginación lectora.
El autor es un fetiche, nuestro fetiche, y no la persona de carne y hueso que un día debió ser. Nuestras biografías están plagadas de autores fetiche a cuyos nombres apelamos en muchas ocasiones para dotarnos de identidades, para posicionarnos en las conversaciones con los demás. Ser borgiano, foucaultiano, kantiano, dice mucho de nosotros, aunque diga en realidad poco. Entiendo que apropiarnos de sus nombres es una forma lícita de vanidad, puesto que, al margen de ellos, casi nada somos. Me cuesta más entender a aquellos que dedican sus esfuerzos a blindar la memoria del autor, más allá del vano ejercicio intelectual de una defensa que apenas aprecio como ejercicio de documentación purista, pero no como artículo de derecho. El autor que se apropió de los muchos mitologemas de nuestra cultura –todos lo hacemos–, bien puede ser a su vez apropiado por otros sin que nadie tenga que arrogarse el deber de convertirse en adalid de alguien que en ningún momento lo solicitó ni le nombró albacea intelectual de su buen nombre después de muerto. Muerto está, como todos los anteriores, como estaremos los posteriores, y veo igualmente lícito, como poco, que los demás honremos al muerto volviendo a escribir sus textos una y otra vez. Yo escribo textos borgianos sin que importe en absoluto el nombre que reciba por hacerlo. Mi nombre no importa, soy don nadie, lo cual se demuestra en el modo en que los pocos que me leen toman fragmentos de mis textos, se los apropian y los interpretan de maneras que nada tienen que ver con lo que dejo escrito. No puede ser robado lo que uno no posee, y yo no poseo al personaje, que es público, una ficción narrativa dentro de la propia narración, como sostiene Umberto Eco, que al fin pertenece a todos tanto como a mí mismo. Bien visto, yo no hago sino robarme el nombre constantemente para seguir escribiendo textos que a ninguno de los dos pertenecen, sino a todos, o al texto.
Relacionarse con Borges como un positivista o un picapleitos del derecho de autor es en cierto modo no haber entendido nada, reducir su pensamiento a mera literatura, algo menor, ficción que debe ser dejada aparte cuando surgen los asuntos serios de los dineros y las autorías, sin darse cuenta de que la ficción es el único modo de construir realidades, de que sus pleitos sólo son malas ficciones con un lenguaje engolado, de que Borges no escribía literatura, sino que se dejaba escrito a sí mismo, y de que, en sus palabras, “lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición”.
Borges reconoce que él no es el personaje público del que todos hablan, el autor que escribe los textos y se lleva el protagonismo mientras él vive y huye cambiando de temas. El personaje público es un mito, en el sentido que Roland Barthes da a este término, un mitologema, un sintagma cultural cristalizado en el que los demás nos arrojamos para vivir nuestras vidas y dotarlas de algún sentido, pues de ser don nadie a ser un autor borgiano ganamos mucho. También Borges acaricia repetidamente la idea de que todos los hombres son el mismo hombre, y de que todo es el sueño de algún soñante olvidado con el que nos confundimos, como la mariposa de Chuang Tzu. También él, como otros, escribe cuentos de las mil y una noches, que es un libro sin firma y sin conclusión al que cualquiera puede añadir una nueva noche. Lo único que pediríamos es que el nuevo cuento siga alimentando nuestra imaginación lectora.
El autor es un fetiche, nuestro fetiche, y no la persona de carne y hueso que un día debió ser. Nuestras biografías están plagadas de autores fetiche a cuyos nombres apelamos en muchas ocasiones para dotarnos de identidades, para posicionarnos en las conversaciones con los demás. Ser borgiano, foucaultiano, kantiano, dice mucho de nosotros, aunque diga en realidad poco. Entiendo que apropiarnos de sus nombres es una forma lícita de vanidad, puesto que, al margen de ellos, casi nada somos. Me cuesta más entender a aquellos que dedican sus esfuerzos a blindar la memoria del autor, más allá del vano ejercicio intelectual de una defensa que apenas aprecio como ejercicio de documentación purista, pero no como artículo de derecho. El autor que se apropió de los muchos mitologemas de nuestra cultura –todos lo hacemos–, bien puede ser a su vez apropiado por otros sin que nadie tenga que arrogarse el deber de convertirse en adalid de alguien que en ningún momento lo solicitó ni le nombró albacea intelectual de su buen nombre después de muerto. Muerto está, como todos los anteriores, como estaremos los posteriores, y veo igualmente lícito, como poco, que los demás honremos al muerto volviendo a escribir sus textos una y otra vez. Yo escribo textos borgianos sin que importe en absoluto el nombre que reciba por hacerlo. Mi nombre no importa, soy don nadie, lo cual se demuestra en el modo en que los pocos que me leen toman fragmentos de mis textos, se los apropian y los interpretan de maneras que nada tienen que ver con lo que dejo escrito. No puede ser robado lo que uno no posee, y yo no poseo al personaje, que es público, una ficción narrativa dentro de la propia narración, como sostiene Umberto Eco, que al fin pertenece a todos tanto como a mí mismo. Bien visto, yo no hago sino robarme el nombre constantemente para seguir escribiendo textos que a ninguno de los dos pertenecen, sino a todos, o al texto.
Relacionarse con Borges como un positivista o un picapleitos del derecho de autor es en cierto modo no haber entendido nada, reducir su pensamiento a mera literatura, algo menor, ficción que debe ser dejada aparte cuando surgen los asuntos serios de los dineros y las autorías, sin darse cuenta de que la ficción es el único modo de construir realidades, de que sus pleitos sólo son malas ficciones con un lenguaje engolado, de que Borges no escribía literatura, sino que se dejaba escrito a sí mismo, y de que, en sus palabras, “lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición”.