sábado, 15 de agosto de 2015

El autor somos todos

El Quijote de Avellaneda no es un mal libro. Nuestro Señor es Don Quijote -con la expresión de Unamuno-, y no Miguel de Cervantes, del cual casi nada sabemos. Seguimos disfrutando de Sherlock Holmes en las ficciones televisivas, sólo hace falta un buen guionista enamorado del personaje, y no creo que yo apoyara a Conan Doyle si viniese a denunciar la apropiación indebida, y mucho menos a sus herederos, cuya legitimidad no es mayor que la de cualquier otro lector, o sea, ninguna. Lovecraft escribió sobre un libro no escrito, y eso permitió que muchos soñaran con escribirlo y que algunos lo hicieran dignamente. Pierre Menard quiso escribir el Quijote, e incluso se vanagloriaba de que tendría más mérito que el original, pues lo difícil sería escribirlo de nuevo, “palabra por palabra y línea por línea”, en un tiempo distinto. No creo que Cervantes se ofendiera con la idea.

Borges reconoce que él no es el personaje público del que todos hablan, el autor que escribe los textos y se lleva el protagonismo mientras él vive y huye cambiando de temas. El personaje público es un mito, en el sentido que Roland Barthes da a este término, un mitologema, un sintagma cultural cristalizado en el que los demás nos arrojamos para vivir nuestras vidas y dotarlas de algún sentido, pues de ser don nadie a ser un autor borgiano ganamos mucho. También Borges acaricia repetidamente la idea de que todos los hombres son el mismo hombre, y de que todo es el sueño de algún soñante olvidado con el que nos confundimos, como la mariposa de Chuang Tzu. También él, como otros, escribe cuentos de las mil y una noches, que es un libro sin firma y sin conclusión al que cualquiera puede añadir una nueva noche. Lo único que pediríamos es que el nuevo cuento siga alimentando nuestra imaginación lectora.

El autor es un fetiche, nuestro fetiche, y no la persona de carne y hueso que un día debió ser. Nuestras biografías están plagadas de autores fetiche a cuyos nombres apelamos en muchas ocasiones para dotarnos de identidades, para posicionarnos en las conversaciones con los demás. Ser borgiano, foucaultiano, kantiano, dice mucho de nosotros, aunque diga en realidad poco. Entiendo que apropiarnos de sus nombres es una forma lícita de vanidad, puesto que, al margen de ellos, casi nada somos. Me cuesta más entender a aquellos que dedican sus esfuerzos a blindar la memoria del autor, más allá del vano ejercicio intelectual de una defensa que apenas aprecio como ejercicio de documentación purista, pero no como artículo de derecho. El autor que se apropió de los muchos mitologemas de nuestra cultura –todos lo hacemos–, bien puede ser a su vez apropiado por otros sin que nadie tenga que arrogarse el deber de convertirse en adalid de alguien que en ningún momento lo solicitó ni le nombró albacea intelectual de su buen nombre después de muerto. Muerto está, como todos los anteriores, como estaremos los posteriores, y veo igualmente lícito, como poco, que los demás honremos al muerto volviendo a escribir sus textos una y otra vez. Yo escribo textos borgianos sin que importe en absoluto el nombre que reciba por hacerlo. Mi nombre no importa, soy don nadie, lo cual se demuestra en el modo en que los pocos que me leen toman fragmentos de mis textos, se los apropian y los interpretan de maneras que nada tienen que ver con lo que dejo escrito. No puede ser robado lo que uno no posee, y yo no poseo al personaje, que es público, una ficción narrativa dentro de la propia narración, como sostiene Umberto Eco, que al fin pertenece a todos tanto como a mí mismo. Bien visto, yo no hago sino robarme el nombre constantemente para seguir escribiendo textos que a ninguno de los dos pertenecen, sino a todos, o al texto.

Relacionarse con Borges como un positivista o un picapleitos del derecho de autor es en cierto modo no haber entendido nada, reducir su pensamiento a mera literatura, algo menor, ficción que debe ser dejada aparte cuando surgen los asuntos serios de los dineros y las autorías, sin darse cuenta de que la ficción es el único modo de construir realidades, de que sus pleitos sólo son malas ficciones con un lenguaje engolado, de que Borges no escribía literatura, sino que se dejaba escrito a sí mismo, y de que, en sus palabras, “lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición”.


martes, 11 de agosto de 2015

El otro en el espejo

Al otro que me mira mientras camino puedo engañarlo, puedo cambiar la pose, el gesto, parecer despreocupado, circunspecto, interesante, arrogante. Cuando nuestras miradas cruzan, todo lo que hace es un mensaje que me incumbe, me lleva hasta su mundo convertido en su apéndice. El que acelera el paso me llama amenaza, la que baja la vista con aparente vergüenza me llama caballero, la que muestra indiferencia me llama irrelevancia, la mirada altiva me llama despreciable. El gesto los delata y me retrata. Así vamos caminando entre los cuerpos, en conversaciones inconclusas que nunca han comenzado, afianzando a cada paso los variados caracteres que van escribiendo quiénes somos sin que podamos mostrar especial oposición. Esclavos de la mirada, somos en el otro.

Este es un ejemplo sencillo, evidentemente. El modo en que quedamos construidos en la conversación con el otro no se ciñe a un instante, sino que se prolonga en el tiempo en conversaciones que se interrumpen y recuperan hasta hacerse biografía compartida; tampoco se reduce a un juego de miradas, nuestras palabras están cargadas de implícitos y atribuciones que el otro debe asumir e incluso apropiarse, aceptarlos como guía para interpretarse y decidirse a sí mismo. No digo nada nuevo, que nos construimos a través del otro forma parte de las bases de la teoría social moderna desde la sociología pionera de Chicago y el interaccionismo simbólico. “La cosa que nos mueve a orgullo o vergüenza no es la mera reflexión mecánica de nosotros mismos, sino un sentimiento imputado, el efecto imaginado de esa reflexión en la mente de otra persona”, afirma Cooley. Mi amigo Jorge Cordi supone que esta idea es deudora de la etología y del orangután que reconoce su imagen en el espejo. Yo creo que se la debemos, por caminos no aclarados, a Hegel y a la dialéctica del amo y el esclavo.

Pero no es esto lo que aquí me interesa, sino el imposible otro que encuentro en los espejos cuando sostengo mi mirada en la suya, que es la mía. El otro del espejo me mira y me arroja en la cara lo que piensa, no puedo ocultarle nada, no hay posibilidad de engaño. Puedo posar ante él, ofrecerle un perfil altivo o digno, un gesto chulesco, cualquier mueca que a los otros quizá engañara, pero no a él. No puedo disimular el gesto durante mucho rato, basta un segundo de relajo para que aflore el cansancio en su mirada. ¿A quién quieres engañar?, me dice. Y debo concederle que sólo al otro lado del espejo, en este otro yo que tanto se me parece y que no soy yo, cuya mirada no es la de un otro a la que pueda responder, en su inexcrutable mirada, está la verdad de mí mismo, es decir, el único momento en que las muchas mentiras en que vivo, las que creo de mí, no consiguen sostenerse, y ya no soy el hombre que debe construirse y ser reconocido entre los otros y ante el mundo, sino el actor solo cuyo rostro cansado va aflorando al retirar el maquillaje. Eres necio, me dice, pobre, mediocre, frágil, y pasto del tiempo que dará en ti la muerte.

No sé decir si lo que siento ante su mirada es desprecio o miedo, ira o renuncia, algo quizá angustioso. Su mirada cabrona me desfonda, cuestiona directamente el fundamento de lo que soy, del yo en que acostumbro a vivir, y nunca se aparta, nunca rechaza el desafío de sostener la mía, siempre soy yo el que cedo y miro a otra parte, y allí está siempre que vuelvo.

Borges dice que los espejos tienen algo monstruoso. Yo pienso que el monstruo nos acompaña, portador de la conclusión terrible de que somos incluso menos que una imagen que acecha en los pasillos de la casa.





Los Hermanos Marx en Sopa de ganso, 1933, la escena del espejo