Al otro que me mira mientras camino puedo engañarlo, puedo
cambiar la pose, el gesto, parecer despreocupado, circunspecto, interesante,
arrogante. Cuando nuestras miradas cruzan, todo lo que hace es un mensaje que
me incumbe, me lleva hasta su mundo convertido en su apéndice. El que acelera
el paso me llama amenaza, la que baja la vista con aparente vergüenza me llama caballero,
la que muestra indiferencia me llama irrelevancia, la mirada altiva me llama
despreciable. El gesto los delata y me retrata. Así vamos caminando entre los cuerpos,
en conversaciones inconclusas que nunca han comenzado, afianzando a cada paso
los variados caracteres que van escribiendo quiénes somos sin que podamos
mostrar especial oposición. Esclavos de la mirada, somos en el otro.
Este es un ejemplo sencillo, evidentemente. El modo en que
quedamos construidos en la conversación con el otro no se ciñe a un instante,
sino que se prolonga en el tiempo en conversaciones que se interrumpen y
recuperan hasta hacerse biografía compartida; tampoco se reduce a un juego de
miradas, nuestras palabras están cargadas de implícitos y atribuciones que el
otro debe asumir e incluso apropiarse, aceptarlos como guía para interpretarse
y decidirse a sí mismo. No digo nada nuevo, que nos construimos a través del
otro forma parte de las bases de la teoría social moderna desde la sociología
pionera de Chicago y el interaccionismo simbólico. “La cosa que nos mueve a
orgullo o vergüenza no es la mera reflexión mecánica de nosotros mismos, sino
un sentimiento imputado, el efecto imaginado de esa reflexión en la mente de
otra persona”, afirma Cooley. Mi amigo Jorge Cordi supone que esta idea es deudora de
la etología y del orangután que reconoce su imagen en el espejo. Yo creo que se
la debemos, por caminos no aclarados, a Hegel y a la dialéctica del amo y el esclavo.
Pero no es esto lo que aquí me interesa, sino el imposible
otro que encuentro en los espejos cuando sostengo mi mirada en la suya, que es
la mía. El otro del espejo me mira y me arroja en la cara lo que piensa, no
puedo ocultarle nada, no hay posibilidad de engaño. Puedo posar ante él,
ofrecerle un perfil altivo o digno, un gesto chulesco, cualquier mueca que a
los otros quizá engañara, pero no a él. No puedo disimular el gesto durante
mucho rato, basta un segundo de relajo para que aflore el cansancio en su
mirada. ¿A quién quieres engañar?, me dice. Y debo concederle que sólo al otro
lado del espejo, en este otro yo que tanto se me parece y que no soy yo, cuya
mirada no es la de un otro a la que pueda responder, en su inexcrutable mirada,
está la verdad de mí mismo, es decir, el único momento en que las muchas
mentiras en que vivo, las que creo de mí, no consiguen sostenerse, y ya no soy
el hombre que debe construirse y ser reconocido entre los otros y ante el mundo, sino el actor
solo cuyo rostro cansado va aflorando al retirar el maquillaje. Eres necio, me dice, pobre, mediocre, frágil, y pasto del tiempo que dará en ti la muerte.
No sé decir si lo que siento ante su mirada es desprecio o
miedo, ira o renuncia, algo quizá angustioso. Su mirada cabrona me desfonda, cuestiona
directamente el fundamento de lo que soy, del yo en que acostumbro a vivir, y
nunca se aparta, nunca rechaza el desafío de sostener la mía, siempre soy yo el
que cedo y miro a otra parte, y allí está siempre que vuelvo.
Borges dice que los espejos tienen algo monstruoso. Yo
pienso que el monstruo nos acompaña, portador de la conclusión terrible de que
somos incluso menos que una imagen que acecha en los pasillos de la casa.
Los Hermanos Marx en Sopa de ganso, 1933, la escena del espejo