viernes, 2 de octubre de 2015

Hablo para unos pocos


La idea fundamental de mi pensamiento es, justamente, que, en el Ser, es decir, en la revelabilidad del Ser, necesita del hombre y, al revés, el hombre sólo es hombre en la medida en que está en la revelabilidad del Ser.

Hay muy pocos dolores de cabeza en un mundo en que predomina la ociosidad del pensamiento.

Fragmentos de una entrevista a Martin Heidegger

No se pueden expresar con palabras sencillas pensamientos elaborados, aunque las palabras que se utilicen lo sean en apariencia. Hacia dónde conduzcan es algo que pasará desapercibido para la inmensa mayoría, pues estos carecen de la sutileza y de la densidad conceptual necesaria para entenderlos. Los grandes pensadores de nuestra tradición intelectual son oscuros en este sentido, sus aforismos resultan enigmáticos no sólo para quien no ha recibido la formación adecuada, sino para todo aquel que, habiéndola recibido, no ha continuado realizando el esfuerzo de proseguir la lectura y la reflexión atenta de tantos y tantos autores y libros como forman esta parte noble de nuestra tradición. Se puede decir que el pensamiento siempre está en un estadio incipiente hacia o camino de, y que, allí donde la mayoría de las interpretaciones al alcance de nuestros coetáneos son pueriles, incluso muchas de los que han profundizado en su formación, salvo contadas excepciones, resultarán bisoñas o sencillamente confundidas.

La razón principal de esta situación extendida –que es la pauta dominante del pensamiento de nuestra época– está en la imposibilidad de reconocer que, en un mundo habitado por símbolos y por lenguajes, uno debe conservar intacta la actitud de continuar cuestionando y ampliando las propias habilidades para comprender las variadas alternativas disponibles para fundamentar nuestra conceptualización del mundo. Escoger bien las lecturas –que son muchas–, leerlas con detenimiento, empeño y apoyo, y reflexionar críticamente sobre ellas, forman parte de la tarea obligatoria de todo aquel que desee tener algo que decir, o que, al menos, pueda estar en buena disposición para escuchar a aquellos que tienen algo que decir, los cuales, siendo muchos, son en comparación muy pocos dentro de cada campo del saber. Todo el que abandone esta sacrificada y exigente práctica vital está directamente condenado a la simplicidad, a la pobreza intelectual y a la vulgaridad, pues sólo lo simple es apto y comprendido por los más. No hay aquí una soberbia intelectual por mi parte, sino una declaración de mi propia ignorancia y el convencimiento de que, para que también mis palabras sean dignas de atención, yo tampoco debo descuidarme de este esfuerzo vital por aprender a decir aquello que debe ser aprendido y dicho.

Para llegar a muchos, el pensamiento, que es un esfuerzo sacrificado e interminable, debe ser simplificado tanto que se desvirtúa hasta el extremo de perder su valor inicial. Por tanto, que un pensamiento o un aforismo tenga éxito y reciba aplauso entre la mayoría, lo desacredita sin paliativos, pues nunca el pensamiento fue sencillo ni estuvo al alcance de los más, y que los más lo entiendan sólo nos indica que debe ser ignorado como cosa vulgar y mediocre.

El ocio intelectual es respetable como decisión personal o epocal, sin duda, pero censurable como actitud de preferencia por la vulgarización de las ideas y de las prácticas sociales. Quien así prefiere carece de la legitimidad mínima para opinar, pues él mismo ha escogido públicamente ser incapaz de opinar sobre los temas y los problemas conceptuales que más importan a la humanidad. Nuestra época, como todas las anteriores, vive en un hervidero de innovaciones conceptuales que están fundamentando nuevas prácticas en nuestras formas de ser, no sólo en el sentido de nuestra posibilidad de identificarnos más allá de los rígidos binarismos que conforman la normalidad cultural, sino en el modo en el que podemos desplegar nuestras apuestas vitales para explorar y profundizar en modos de experiencia y de convivencia menos indeseables y más prometedores que aquellos que la tradición nos ha legado. Pero, la mayoría de nuestros coetáneos, por voluntad propia, por escoger el camino cómodo de evitar el esfuerzo intelectual, carece de sutileza y de elaboración en los criterios que utiliza para juzgarlas, ajenos a los argumentos necesarios para fundamentarlas, lo cual no les arredra para alzar la voz, para despreciarlas desde una ignorancia de la que ni ellos mismos son conscientes.

Esta tarea no parte de cero, aunque toda innovación nos sitúe siempre en una suerte de grado cero barthesiano. Las densas décadas de la renovación de las ideas en el siglo XX se encabalgan sobre siglos de tradiciones de pensamiento igualmente densas, sutiles y nunca sencillas. Nuestra época, incluso en su ignorancia, es heredera de esta descomunal y admirable historia; si algo somos, es gracias a ella, y, si queremos entender y cambiar nuestro mundo, deberá ser también a partir de ella. La tarea que aguarda a cada uno de nosotros es enorme y oscila entre la épica del esfuerzo provechoso, pues leer y pensar es un trabajo siempre doloroso y apenas recompensado, y la tragedia del no ser capaces de afrontarla como merece, bien por nuestra dificultad para comprender o porque cedamos a la siempre presente tentación de abandonarla. Toca a cada uno de ustedes, mis queridos lectores, tomar la decisión y asumir las consecuencias que de ella se deriven.