sábado, 22 de octubre de 2016

Asterión en el laberinto

También he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo.

Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Borges, La casa de Asterión

Mediante un sencillo paralelismo, Borges nos hace saltar de la ficción del papel a la ficción del mundo. Si la casa es el mundo, el monstruo Asterión soy yo, lector deseoso de sentirme personaje en su escritura, incapaz de distinguir ficción de realidad, que es el nombre que damos a las ficciones en las que vivimos y morimos de continuo. No importa que se trate de un texto menor. Los tópicos borgianos repetidos, convertidos en código y en rito, constituyen el lugar donde los iniciados nos encontramos silenciosamente en la gran comunidad del secreto. Borges apenas dice, basta un argumento semioculto para que nos sintamos convocados, partícipes del código, allí donde el maestro, que ya no es sino el sueño de un autor desparecido, se revela como el auténtico soñante, y nosotros, el producto delirante de su literatura tejida de símbolos que nos atrapan.

La casa metáfora de Asterión es muchos espacios, muchos lugares que se repiten infinitamente, pues cada mundo es siempre el lugar de lo inconmensurable, una cuenta sin principio, sin fin, sin cuenta. La casa se multiplica en sus aljibes, corredores, cuevas, y el juego de Asterión es perderse en una multiplicidad que atrapa. La prisión, como el laberinto, no es el lugar cerrado, sino el que no tiene salida. Para quien busca y no encuentra, el laberinto es extenso sin medida. A la confusión de los lugares se suma la confusión de los tiempos, el olvido que recuerda, la memoria diluyéndose hasta borrarnos en la bruma del sueño pasado, o en el sueño futuro que no ha de llegar. El infinito interior es lo mismo que el infinito exterior, juego de matrioskas desplegado en la ficción de un yo autor que imagina el mundo que lo contiene, y el mundo sucede, y nosotros en él.

Somos al fin el motivo alegórico de Asterión, el monstruo mitad humano que todos somos, perdido o hallado (hallarse en un laberinto no es dejar de estar perdido) en medio del laberinto mundo que nos rodea, en el espacio de las cosas, los gestos, las personas repetidas, en el tiempo de los días, los años, las épocas repetidas. Condenados en el interior de nosotros mismos a ser lo único que nos parece único, soñadores del sueño de nuestra vida, creadores de mundos donde vivirnos, abrumados por el peso de lo que se nos antoja inmensidad toda de las cosas, de los cielos, de los mundos, de los silencios, de los espejos y las palabras iterados incansablemente sin sentido. Solos en medio de un mundo que se repite interminablemente, en el centro de la nada que soy yo, punto sin superficie, momento sin tiempo, recorriendo los pasillos sin pausa del laberinto mundo, disciplinados, correctos, ejercitados en el vivir perdidos, sin dominar nunca el arte de encontrar la salida, inquietos ante lo nuevo por venir, que ya sólo es el fin de lo que se repitió tanto.

Borges ya imaginó para nosotros la paradoja del tiempo postmoderno, donde todo se revela lo mismo y su contrario en tensión perpetua e irresoluble. Ya pensó para nosotros el callejón sin salida del pensamiento, que es el modo de vida de lo humano: ser en lo pensado, que es nadería de la imaginación inaprehensible, aliento de la palabra volviendo al aire que nos respira. Ánima, pneuma, soplo, viendo al viento, polvo al polvo de la eterna artesanía que nos modela. Nos dieron para vivir la voz y el aliento, que son nada en el aire, y nos dieron un laberinto donde perdernos, donde modelamos la ilusión biográfica de los corredores, las estancias, los recorridos vitales, sin más destino que seguir por seguir, arrojados al futuro que abren nuestras preguntas, sin más respuesta que el eco que llena los vanos de una caverna. Aquí seguimos, alucinados, delirantes, solos, perdidos, vivos.

Como al monstruo Asterión, sólo nos salva la espada.




lunes, 17 de octubre de 2016

El respeto silencioso

Vivir en el lenguaje significa que vivimos en el mundo que las palabras definen o anuncian para nosotros. Vivir en la palabra, que no es diferente a vivir en la norma o en la costumbre, nos introduce en la disputa de las generaciones, de la historia del símbolo, de las jerarquías instituidas, del poder que otorga tener la última palabra sobre el otro, que alguien la tenga sobre nosotros, o de que seamos la mera encarnación de una cosmogonía, de una lucha mítica para dar forma definida al mundo en que vivamos, o de la lucha biopolítica del Estado y de los grupos que pretenden definir las posibilidades de la población para sostener las posiciones ventajosas del statu quo. Todos estamos atrapados en la disputa del nombre, que es al cabo tener razón y callar al otro que nos escucha sin poder hablar, repitiendo únicamente las palabras que hemos definido para él.

Vivir en común es estar ya siempre alienado en la voz de otro y de muchos otros que han pensado por nosotros. Pero el que habla sólo vive gracias a que alguien le escucha, y nuestra voz se perdería si no fuera repetida por los otros que, pasando a vivir en el mundo que definimos para ellos, sostienen un mundo que nos dota de sentido a nosotros mismos. Somos lo que el otro dice que somos mientras se limita a repetir las palabras que nosotros le impusimos.

En esta conversación sin diálogo, donde sólo habla uno, donde el sonido de nuestra voz requiere de la cacofonía repetida de quienes hablan sin hablar (hijas, alumnos, discípulas, clientes, votantes), está en juego nuestra libertad y el modo de ser propio desde nosotros mismos, ajenos a las imposiciones, a las alienaciones, entregados en la difícil y angustiosa tarea de sostener el mundo por nosotros mismos, idealmente sin nadie que lo defina para nuestra perezosa, ignorante, pícara o esclava vida de prestado. Que estamos entregados a la norma común, a los muchos nombres prestados que nos atan, es una conclusión a la que llegamos por vías muy diversas, y que genera la falsa impresión de que no hay escapatoria posible, de que no hay libertad posible. Lo que está en juego, entonces, es si merece la pena que sigamos haciendo el esfuerzo de pensar en la idea de libertad, si tiraremos la toalla porque el razonamiento o la experiencia nos conducen a la desesperación, a la acomodación o al abandono, o si nos mantendremos en el esfuerzo de seguir pensando cómo el ideal de la libertad, tan caro a la historia de nuestra cultura occidental, puede ser posible, siquiera sea en el modo derridiano de la imposibilidad posible de lo imposible.

Si lo posible es el mundo que ya ha sido nombrado, para que la imposibilidad tenga lugar, es necesario que ambos, quien impone su nombre y quien lo escucha, se detengan, que callen el juego perverso de los nombres definidos, arrinconándolo en el olvido de la historia del símbolo, y que interrumpan de este modo la dinámica de las imposiciones. Si el que escucha deja de escuchar, para instalarse en la libertad de escucharse silenciosamente sólo a sí mismo, quien habla debe dejar de insistir en su imposición. Que el primero deje de atender a la imposición, y que el segundo desista de su intento. Terminar con la interpelación. Es decir, que entre ambos se establezca una distancia respetuosa, cada uno por su lado, que es el de todos.

De este modo, instalados en la cortesía educada y tranquila del desconocimiento mutuo, ambos podrán encontrarse por primera vez frente a frente como iguales en la angustiosa obligación de sostener un mundo que carece de nombres, que no está definido, y que, por tanto, puede mostrarse desde sí mismo fulgente en el brillo de su informidad. Mirándonos sin mirada, hablándonos sin habla, calladamente, sin esperar nada a cambio, sin pedir nada a cambio, sin proponer/imponer las palabras que deben cerrar el sentido, el mundo, yo y el otro estaremos en disposición de contemplar y ser contemplados desde el desinterés de quien nada se juega, ni siquiera a uno mismo, y estaremos en disposición de atender a un mundo que se construye desde la multiplicidad simétrica de las voces que no hablan, sino que meramente se muestran en silencio respetuoso. Escuchándonos sin hablar, estaremos en disposición de que la voz de todos vague en la ambigüedad poética que todo lo dice porque no tiene ningún nombre que nos obligue a callar ante la interpretación correcta. Sólo así es imaginable una cultura viva, donde nuestro mundo y nosotros mismos no estemos atados a la inercia histórica y traicionera de las normas y las generaciones, al falso amor de los padres y los profetas, sino abiertos al juego de inventar todo para que siempre vuelva a ser inventado de continuo.

Paradójicamente, para llegar a esta conclusión, para empezar a vivir en la belleza de lo que no quiere ser mirado ni escuchado, antes habremos debido tirar la toalla, habernos ausentado del mundo, del otro y de nosotros mismos, haber renunciado a ser alguien y a entender quiénes son el otro y el mundo, haber llorado un mundo que termina, el que era nuestro sin pretenderlo. Quizá, así sea posible imaginar el imposible lógico de una vida en libertad que pueda comenzar dignamente a ser vivida.