Vivir en el lenguaje significa que vivimos en el mundo que las palabras definen o anuncian para nosotros. Vivir en la palabra, que no es diferente a vivir en la norma o en la costumbre, nos introduce en la disputa de las generaciones, de la historia del símbolo, de las jerarquías instituidas, del poder que otorga tener la última palabra sobre el otro, que alguien la tenga sobre nosotros, o de que seamos la mera encarnación de una cosmogonía, de una lucha mítica para dar forma definida al mundo en que vivamos, o de la lucha biopolítica del Estado y de los grupos que pretenden definir las posibilidades de la población para sostener las posiciones ventajosas del statu quo. Todos estamos atrapados en la disputa del nombre, que es al cabo tener razón y callar al otro que nos escucha sin poder hablar, repitiendo únicamente las palabras que hemos definido para él.
Vivir en común es estar ya siempre alienado en la voz de otro y de muchos otros que han pensado por nosotros. Pero el que habla sólo vive gracias a que alguien le escucha, y nuestra voz se perdería si no fuera repetida por los otros que, pasando a vivir en el mundo que definimos para ellos, sostienen un mundo que nos dota de sentido a nosotros mismos. Somos lo que el otro dice que somos mientras se limita a repetir las palabras que nosotros le impusimos.
En esta conversación sin diálogo, donde sólo habla uno, donde el sonido de nuestra voz requiere de la cacofonía repetida de quienes hablan sin hablar (hijas, alumnos, discípulas, clientes, votantes), está en juego nuestra libertad y el modo de ser propio desde nosotros mismos, ajenos a las imposiciones, a las alienaciones, entregados en la difícil y angustiosa tarea de sostener el mundo por nosotros mismos, idealmente sin nadie que lo defina para nuestra perezosa, ignorante, pícara o esclava vida de prestado. Que estamos entregados a la norma común, a los muchos nombres prestados que nos atan, es una conclusión a la que llegamos por vías muy diversas, y que genera la falsa impresión de que no hay escapatoria posible, de que no hay libertad posible. Lo que está en juego, entonces, es si merece la pena que sigamos haciendo el esfuerzo de pensar en la idea de libertad, si tiraremos la toalla porque el razonamiento o la experiencia nos conducen a la desesperación, a la acomodación o al abandono, o si nos mantendremos en el esfuerzo de seguir pensando cómo el ideal de la libertad, tan caro a la historia de nuestra cultura occidental, puede ser posible, siquiera sea en el modo derridiano de la imposibilidad posible de lo imposible.
Si lo posible es el mundo que ya ha sido nombrado, para que la imposibilidad tenga lugar, es necesario que ambos, quien impone su nombre y quien lo escucha, se detengan, que callen el juego perverso de los nombres definidos, arrinconándolo en el olvido de la historia del símbolo, y que interrumpan de este modo la dinámica de las imposiciones. Si el que escucha deja de escuchar, para instalarse en la libertad de escucharse silenciosamente sólo a sí mismo, quien habla debe dejar de insistir en su imposición. Que el primero deje de atender a la imposición, y que el segundo desista de su intento. Terminar con la interpelación. Es decir, que entre ambos se establezca una distancia respetuosa, cada uno por su lado, que es el de todos.
De este modo, instalados en la cortesía educada y tranquila del desconocimiento mutuo, ambos podrán encontrarse por primera vez frente a frente como iguales en la angustiosa obligación de sostener un mundo que carece de nombres, que no está definido, y que, por tanto, puede mostrarse desde sí mismo fulgente en el brillo de su informidad. Mirándonos sin mirada, hablándonos sin habla, calladamente, sin esperar nada a cambio, sin pedir nada a cambio, sin proponer/imponer las palabras que deben cerrar el sentido, el mundo, yo y el otro estaremos en disposición de contemplar y ser contemplados desde el desinterés de quien nada se juega, ni siquiera a uno mismo, y estaremos en disposición de atender a un mundo que se construye desde la multiplicidad simétrica de las voces que no hablan, sino que meramente se muestran en silencio respetuoso. Escuchándonos sin hablar, estaremos en disposición de que la voz de todos vague en la ambigüedad poética que todo lo dice porque no tiene ningún nombre que nos obligue a callar ante la interpretación correcta. Sólo así es imaginable una cultura viva, donde nuestro mundo y nosotros mismos no estemos atados a la inercia histórica y traicionera de las normas y las generaciones, al falso amor de los padres y los profetas, sino abiertos al juego de inventar todo para que siempre vuelva a ser inventado de continuo.
Paradójicamente, para llegar a esta conclusión, para empezar a vivir en la belleza de lo que no quiere ser mirado ni escuchado, antes habremos debido tirar la toalla, habernos ausentado del mundo, del otro y de nosotros mismos, haber renunciado a ser alguien y a entender quiénes son el otro y el mundo, haber llorado un mundo que termina, el que era nuestro sin pretenderlo. Quizá, así sea posible imaginar el imposible lógico de una vida en libertad que pueda comenzar dignamente a ser vivida.
Vivir en común es estar ya siempre alienado en la voz de otro y de muchos otros que han pensado por nosotros. Pero el que habla sólo vive gracias a que alguien le escucha, y nuestra voz se perdería si no fuera repetida por los otros que, pasando a vivir en el mundo que definimos para ellos, sostienen un mundo que nos dota de sentido a nosotros mismos. Somos lo que el otro dice que somos mientras se limita a repetir las palabras que nosotros le impusimos.
En esta conversación sin diálogo, donde sólo habla uno, donde el sonido de nuestra voz requiere de la cacofonía repetida de quienes hablan sin hablar (hijas, alumnos, discípulas, clientes, votantes), está en juego nuestra libertad y el modo de ser propio desde nosotros mismos, ajenos a las imposiciones, a las alienaciones, entregados en la difícil y angustiosa tarea de sostener el mundo por nosotros mismos, idealmente sin nadie que lo defina para nuestra perezosa, ignorante, pícara o esclava vida de prestado. Que estamos entregados a la norma común, a los muchos nombres prestados que nos atan, es una conclusión a la que llegamos por vías muy diversas, y que genera la falsa impresión de que no hay escapatoria posible, de que no hay libertad posible. Lo que está en juego, entonces, es si merece la pena que sigamos haciendo el esfuerzo de pensar en la idea de libertad, si tiraremos la toalla porque el razonamiento o la experiencia nos conducen a la desesperación, a la acomodación o al abandono, o si nos mantendremos en el esfuerzo de seguir pensando cómo el ideal de la libertad, tan caro a la historia de nuestra cultura occidental, puede ser posible, siquiera sea en el modo derridiano de la imposibilidad posible de lo imposible.
Si lo posible es el mundo que ya ha sido nombrado, para que la imposibilidad tenga lugar, es necesario que ambos, quien impone su nombre y quien lo escucha, se detengan, que callen el juego perverso de los nombres definidos, arrinconándolo en el olvido de la historia del símbolo, y que interrumpan de este modo la dinámica de las imposiciones. Si el que escucha deja de escuchar, para instalarse en la libertad de escucharse silenciosamente sólo a sí mismo, quien habla debe dejar de insistir en su imposición. Que el primero deje de atender a la imposición, y que el segundo desista de su intento. Terminar con la interpelación. Es decir, que entre ambos se establezca una distancia respetuosa, cada uno por su lado, que es el de todos.
De este modo, instalados en la cortesía educada y tranquila del desconocimiento mutuo, ambos podrán encontrarse por primera vez frente a frente como iguales en la angustiosa obligación de sostener un mundo que carece de nombres, que no está definido, y que, por tanto, puede mostrarse desde sí mismo fulgente en el brillo de su informidad. Mirándonos sin mirada, hablándonos sin habla, calladamente, sin esperar nada a cambio, sin pedir nada a cambio, sin proponer/imponer las palabras que deben cerrar el sentido, el mundo, yo y el otro estaremos en disposición de contemplar y ser contemplados desde el desinterés de quien nada se juega, ni siquiera a uno mismo, y estaremos en disposición de atender a un mundo que se construye desde la multiplicidad simétrica de las voces que no hablan, sino que meramente se muestran en silencio respetuoso. Escuchándonos sin hablar, estaremos en disposición de que la voz de todos vague en la ambigüedad poética que todo lo dice porque no tiene ningún nombre que nos obligue a callar ante la interpretación correcta. Sólo así es imaginable una cultura viva, donde nuestro mundo y nosotros mismos no estemos atados a la inercia histórica y traicionera de las normas y las generaciones, al falso amor de los padres y los profetas, sino abiertos al juego de inventar todo para que siempre vuelva a ser inventado de continuo.
Paradójicamente, para llegar a esta conclusión, para empezar a vivir en la belleza de lo que no quiere ser mirado ni escuchado, antes habremos debido tirar la toalla, habernos ausentado del mundo, del otro y de nosotros mismos, haber renunciado a ser alguien y a entender quiénes son el otro y el mundo, haber llorado un mundo que termina, el que era nuestro sin pretenderlo. Quizá, así sea posible imaginar el imposible lógico de una vida en libertad que pueda comenzar dignamente a ser vivida.