La voz es antes que el silencio. El silencio sucede cuando las voces callan. Lo que haya antes de la voz no puede ser callado, pues no ha sido dicho.
El mundo es siempre un mundo ordenado para nosotros, en el que entramados completos de objetos, personas, relaciones y movimientos, se estabilizan a nuestro alrededor sin dejar aparentemente espacio para el olvido o para la creación de mundos aparte. Estos complejos relacionales, a los que bien podríamos llamar situaciones, acciones o gestos, nos reservan un papel. Somos el jugador que ayuda a sostenerlos, sosteniéndose a su vez en ellos, resultando realidad plena y terminada en ellos. Dentro de cada uno de ellos, los objetos, personas, etc., hablan permanentemente unos de otros, se reclaman o se remiten, así que basta que alguno de ellos se haga presente para que seamos convocados por el juego, y el juego continúe.
El mundo que nos rodea no cesa de hablarnos continuamente. El bullicio de las calles y las gentes, de las conversaciones públicas, el caminar cercanamente unos de otros, el ordenar nuestros espacios unos en relación con los otros, el ordenar el tiempo como la sucesión de los compromisos mutuos. Esta es un habla que apremia, pues los otros, y el mundo que los otros hacen presente, reclaman nuestra presencia imperiosamente, nos gritan, nos miran a los ojos, se detienen ante nosotros en actitud de espera, y apenas nos dejan margen, si alguno, para definir el mundo al modo que nos convenga, y nuestro vivir en él sin ser significados desde la mirada del otro que no calla. Al reclamar de nosotros, nos invitan a un mundo que nos llega desde afuera y pasamos a vivir en la exterioridad del juego, en la construcción compartida, en su mundo, como objetos previsibles que realizan el papel que el mundo ha pensado para nosotros. Aquí no hay sujeto, sino sujeción, convertidos en objeto individualizado, personalizados a distancia de nosotros mismos, gozosamente vivos en el otro y en el ruidoso bullir de su vocerío.
Quedar a solas consiste en esconderse de las voces del mundo o en caminar entre ellas sin atenderlas, sin alzar la mirada, o con la mirada al frente, ciego para el camino y para los rostros. Cuando las voces callan, el mundo que resta nos habla silenciosamente. Viene al primer plano la estructura mundana de los espacios, la disposición de los objetos, la ordenación de los muebles y de las costumbres que remiten a las prácticas culturales, a las acciones normalizadas que nos han visto crecer y vivir. El vocerío se reduce entonces a su mínima expresión: al otro silencioso de los objetos sin rostro. Como no nos miran, ni siquiera tenemos que esquivar su mirada. Aunque nos hablen sin parar, en su tempo amable y detenido, podemos ignorarlos, dejarles a un lado, pasarles de soslayo y seguir nuestro camino, que, con tanta facilidad, retorna una y otra vez a ser el suyo.
Pero nos equivocamos si pensamos en el otro como un agente exterior, como el que está al otro lado de nosotros, radicalmente distinto. Desde que nos entregaron infantes a sus dictados, el otro soy ya siempre yo. Yo soy el que inquiero a los demás, el que les señala el camino, el que les presta el nombre, yo soy el que interrumpo su paso o el que les abro la puerta para que pasen. El otro soy siempre un yo puesto en el juego de la vida pública, sujeto para mí en la ilusión del jugador, objeto para los demás encarnado en la disposición normativa, en pieza necesaria que sostiene la estructura reglamentaria del juego que ellos juegan, que juntos jugamos. Este otro silencioso que soy yo ante mí mismo adquiere notoriedad cuando callan las voces todas, y me habla también calladamente. En el aislamiento del mundo público, yo me sigo hablando, y así traigo conmigo una compañía que me mantiene en un mundo posible, construido de retazos de cultura y de pequeñas rutinas que los demás no entenderían, pues no están presentes en ellas, no son necesarios o estorban el juego propio, quizá juego autístico.
Este otro que soy yo calladamente cobra su vida de mí, pero no me parasita, simbionte simbólico, pues me ofrece la vida a cambio. A él es a quien verdaderamente podemos llamar yo, y no a mí, que no tengo nada que decir, pues es él quien dice todo. Yo sólo puedo ser reconocido en el silencio radical de las cosas, donde todo, gentes, voces, objetos y yo mismo, callamos repentinamente, nos petrificamos y perdemos toda orientación de mundo.
Nuestro silencio a solas, en la ilusión de retraerse incluso ante el otro silencioso que soy yo mismo, es un cesar voluntarioso de las voces, las cuales no cejarán en su intento. Quizá nuestra forma de ser sea la de una perpetua retirada interrumpida, un volvernos hacia nosotros mismos que nunca finaliza por completo (Heidegger: salvo en la muerte), rehuir un mundo que nos aguarda continuamente, sin cansancio, sin tregua, inmensamente paciente, para habitar lo que podría ser calificada como una posición inhabitable.
El mundo es siempre un mundo ordenado para nosotros, en el que entramados completos de objetos, personas, relaciones y movimientos, se estabilizan a nuestro alrededor sin dejar aparentemente espacio para el olvido o para la creación de mundos aparte. Estos complejos relacionales, a los que bien podríamos llamar situaciones, acciones o gestos, nos reservan un papel. Somos el jugador que ayuda a sostenerlos, sosteniéndose a su vez en ellos, resultando realidad plena y terminada en ellos. Dentro de cada uno de ellos, los objetos, personas, etc., hablan permanentemente unos de otros, se reclaman o se remiten, así que basta que alguno de ellos se haga presente para que seamos convocados por el juego, y el juego continúe.
El mundo que nos rodea no cesa de hablarnos continuamente. El bullicio de las calles y las gentes, de las conversaciones públicas, el caminar cercanamente unos de otros, el ordenar nuestros espacios unos en relación con los otros, el ordenar el tiempo como la sucesión de los compromisos mutuos. Esta es un habla que apremia, pues los otros, y el mundo que los otros hacen presente, reclaman nuestra presencia imperiosamente, nos gritan, nos miran a los ojos, se detienen ante nosotros en actitud de espera, y apenas nos dejan margen, si alguno, para definir el mundo al modo que nos convenga, y nuestro vivir en él sin ser significados desde la mirada del otro que no calla. Al reclamar de nosotros, nos invitan a un mundo que nos llega desde afuera y pasamos a vivir en la exterioridad del juego, en la construcción compartida, en su mundo, como objetos previsibles que realizan el papel que el mundo ha pensado para nosotros. Aquí no hay sujeto, sino sujeción, convertidos en objeto individualizado, personalizados a distancia de nosotros mismos, gozosamente vivos en el otro y en el ruidoso bullir de su vocerío.
Quedar a solas consiste en esconderse de las voces del mundo o en caminar entre ellas sin atenderlas, sin alzar la mirada, o con la mirada al frente, ciego para el camino y para los rostros. Cuando las voces callan, el mundo que resta nos habla silenciosamente. Viene al primer plano la estructura mundana de los espacios, la disposición de los objetos, la ordenación de los muebles y de las costumbres que remiten a las prácticas culturales, a las acciones normalizadas que nos han visto crecer y vivir. El vocerío se reduce entonces a su mínima expresión: al otro silencioso de los objetos sin rostro. Como no nos miran, ni siquiera tenemos que esquivar su mirada. Aunque nos hablen sin parar, en su tempo amable y detenido, podemos ignorarlos, dejarles a un lado, pasarles de soslayo y seguir nuestro camino, que, con tanta facilidad, retorna una y otra vez a ser el suyo.
Pero nos equivocamos si pensamos en el otro como un agente exterior, como el que está al otro lado de nosotros, radicalmente distinto. Desde que nos entregaron infantes a sus dictados, el otro soy ya siempre yo. Yo soy el que inquiero a los demás, el que les señala el camino, el que les presta el nombre, yo soy el que interrumpo su paso o el que les abro la puerta para que pasen. El otro soy siempre un yo puesto en el juego de la vida pública, sujeto para mí en la ilusión del jugador, objeto para los demás encarnado en la disposición normativa, en pieza necesaria que sostiene la estructura reglamentaria del juego que ellos juegan, que juntos jugamos. Este otro silencioso que soy yo ante mí mismo adquiere notoriedad cuando callan las voces todas, y me habla también calladamente. En el aislamiento del mundo público, yo me sigo hablando, y así traigo conmigo una compañía que me mantiene en un mundo posible, construido de retazos de cultura y de pequeñas rutinas que los demás no entenderían, pues no están presentes en ellas, no son necesarios o estorban el juego propio, quizá juego autístico.
Este otro que soy yo calladamente cobra su vida de mí, pero no me parasita, simbionte simbólico, pues me ofrece la vida a cambio. A él es a quien verdaderamente podemos llamar yo, y no a mí, que no tengo nada que decir, pues es él quien dice todo. Yo sólo puedo ser reconocido en el silencio radical de las cosas, donde todo, gentes, voces, objetos y yo mismo, callamos repentinamente, nos petrificamos y perdemos toda orientación de mundo.
Nuestro silencio a solas, en la ilusión de retraerse incluso ante el otro silencioso que soy yo mismo, es un cesar voluntarioso de las voces, las cuales no cejarán en su intento. Quizá nuestra forma de ser sea la de una perpetua retirada interrumpida, un volvernos hacia nosotros mismos que nunca finaliza por completo (Heidegger: salvo en la muerte), rehuir un mundo que nos aguarda continuamente, sin cansancio, sin tregua, inmensamente paciente, para habitar lo que podría ser calificada como una posición inhabitable.