domingo, 18 de diciembre de 2016

El sueño del sujeto

Hay un imposible sujeto que sueñan ciertos idealistas, pero sólo es el nombre que le damos a una pregunta y a una duda: yo. Antes del sujeto, antes del presente donde me siento, donde el mundo se muestra en derredor y me aparezco en él, antes ya estuve aquí, la verdad del sueño me precede. La llamamos de diferentes maneras, la escondemos en los vericuetos neuronales, en la glándula pineal, en la división proteica, en la historia singular de la creación divina o en la historia natural. Yo soy todas esas verdades desde antes, desde un principio, y ellas siguen en mí, en el fondo verdadero detrás de lo que parezco al mundo, escondidas en las cavernosas identidades del sueño del sujeto, ajeno e inalcanzable salvo para mí mismo, agazapado detrás, atento desde el escondite interior, velado y solitario en el fondo de mi ser. Un sujeto cuya historia se detuvo en el momento mítico o causa primera en la que fue gestado, definido y terminado para siempre. Lo que venimos después sólo es la marcha de lo inevitable. Monádico, compacto, pétreo, permanente en sí mismo e inmutable, pues nada que lo afecte le hará mella más que de modo accidental. Lo llamamos alma y yo, pero hemos olvidado qué significan estas palabras, y mejor deberíamos no darle ningún nombre.

Hay otro imposible sujeto que soñamos otros idealistas, los mistagogos de la palabra, el brujo ancestral que dominaba mediante el conjuro y el rito, todos los que amasan un mundo de palabras en las que echarnos a vivir, los poetas, los que confiamos en el lenguaje, cuya operación es total y su ser cualitativamente único. Aquí, de un modo distinto, también hemos estado antes desde siempre, en el sueño ancestral de la cultura. Hay un mito del yo que nos precede, y en él, somos el ritual que lo repite y lo sostiene. Formamos serie, y en ella nos debemos a un origen sin lugar con el cual mantenemos una deuda irresoluble. Ya fuimos dichos por nuestros padres desde hace muchas generaciones, las palabras que nos nombran tienen sentidos milenarios a los que somos arrojados por la inercia del lenguaje. En cada palabra resuenan todas las palabras que han sido dichas, y el eco histórico de la palabra yo se repite en nuestra caverna interior. Todos ellos nos dicen, o nos callan, y ya no podemos ser dichos sino a través de la palabra. Una vez pronunciada, ella dice por nosotros lo que nosotros no podemos decir si no es con ella, ella lleva ante los demás lo que desde nuestra interioridad nada puede ser llevado, ella nos dice lo que los demás no pueden decirnos desde el encierro de cada yo propio profundo y solitario. Todo se resuelve en la idea del yo, así que sólo podemos ser idea, o nada. O bien somos yo tal como nos han dejado dichos, o somos yo encerrados más acá de lo que puede decirse. O ambos, quizás una batalla.

Quizá, condenados a mirarnos siempre desde un presente desplazado, nos buscamos en un pasado mítico que ofrezca referencias y seguridades, y apenas el sueño varía entre quedarnos ensimismados pensándonos en origen, o en sentirnos historia viva que se despliega desde entonces. Siempre el sueño de otro, borgianos, paradójicos, aupados en la narración del sentido hecha jirones, siempre terminados y siempre por hacer.

Ambos sueños dejan otra derivada, la del vacío que persiste, la de una interrogación que no se cierra, un yo sujeto-nada perplejo ante los sueños y las explicaciones, seguro de sí mismo sin palabras para pronunciarse, en el lugar a solas inaccesible a todo y a todos, incluso a uno mismo. La pregunta por el yo sigue vigente. Esperemos no responderla nunca para que pueda seguir operando, y el sueño nos traiga el esfuerzo y la lucha por mantenerla abierta. El yo también puede ser una declaración de intenciones.