viernes, 27 de octubre de 2017

Números primos

Somos un número en las previsiones electorales, somos un número de manifestantes y contramanifestantes, un número en la pequeña mayoría silenciosa y en la gran minoría visible. Somos un número de residentes, de inmigrantes, de turistas, un número en las cifras macroeconómicas. No tenemos rostro, ni deseo, imaginación, voluntad, insomnios. Somos un número de espectadores en el share televisivo. Somos un número de likes al final de un texto como este, un número de amigos que nunca hablan en las redes sociales. Somos números en una fila uniformada, todos iguales, cada número igual a otro hasta formar la masa informe de los números. Somos un número en los cálculos del estratega que busca aumentar el número de adeptos y reducir el número de desafectos. Nuestra vida importa un carajo más allá del número. Somos un número de usuarios, de clientes, de IP, una coordenada de google, un número de móvil. Ellos no gobiernan personas, manejan los números que somos, movilizan números que nunca sabemos cuántos son, mienten hasta en el número. Somos el número de votantes que repiten una consigna, el número de votantes que legitiman una mentira, cualquier mentira. Numberland, Numeralia, apátridas en el Estado virtual de los que tienen números de ciudadanos, de clases activas y clases pasivas, de hablantes de una lengua, de residentes de una región, de hastiados de un régimen que se arrojan a los brazos del hastío de otro. Somos un cálculo de riesgo en las previsiones del seguro, un número de hipoteca, un número de visitas en una página web, un número de nacimientos y de muertes en las páginas de sucesos. Somos una interminable sucesión de números fragmentados, rotos por fuera, descosidos por dentro.

Nuestra opinión no importa, sólo es un número en una encuesta de opinión. Nuestra identidad no importa, sólo es un número en un documento de identidad, en una tarjeta de crédito, en una tarjeta de socio, un número de cliente, un porcentaje de acierto, el gato de Schrödinger sin gato y sin Schrödinger.

Somos igual que ellos, que son sólo un número de diputados, de miembros de un consejo de administración, de grandes y pequeños empresarios, de autores y editores, sólo el número interminable de los amamantados, los apesebrados, los que pacen rumiantes en la hierba de los números nacionales, supranacionales, antinacionales, desnacionalizados en la imposible nación de los que no hemos nacido ni naceremos.

La ciencia es aritmética hipotético-deductiva, la psicología es aritmética de la personalidad, la sociología es aritmética de las masas y las poblaciones, el derecho es un número en el código de Hammurabi, la política un número en el ejército de la infantería sin cerebro, un número sin tristeza de muertos colaterales. Aritmética simple, mera suma, mera resta. Ya no hay magia, ni religión, ni belleza, ni ideología, sólo geometría de las inundaciones del Nilo, teorema del triángulo, número pi, factura en negro, ticket de compra, número de serie.

Odiamos el número de los otros, nos dejamos arrastrar a la guerra de los números binarios, el uno contra el dos, tú contra mí, él contra ella, pares contra impares, números racionales contra números irracionales. Civilización del número, espejismo cálculo de la modernidad post, moral matemática, clínica estadística, justicia administrativa del protocolo y el punto de corte, cultura de los números naturales desnaturalizados, uno más uno, más uno, más uno ad infinitum númera, hasta la innumerable conclusión orwelliana de la china de mao, de la rusia de stalin, de la europa del euro, de las naciones unidas donde no hay personas, sólo naciones y naciones sin nación que aspiran a ser naciones con nación, sólo con nación, sin habitantes, sólo con sillón y diplomacia, con un buen sillón y una mala diplomacia. Teatro número del mundo, tragicomedia de los números y los molinos de viento, non fuyades, que un solo número es el que os acomete.

Entre tanto, escribimos versos sin contar las sílabas, amamos sin contar los minutos ni los días, lloramos sin contar las lágrimas, reímos sin contar los golpes del diafragma. No importa cuántos somos, solo que estamos aquí, ocultos bajo el disfraz del número. Aquí, donde ellos no llegan porque el número no les deja mirarnos. Ingobernables, hemos muerto equidistantes, al margen, cuchicheando sin hacer ruido, libres para nada, para todo. Es bueno que así sea.



lunes, 2 de octubre de 2017

Sin partido

No necesito tomar partido, basta mi opinión para que los demás, los unos y los otros, me posicionen enfrente de ellos, por eso no quiero opinar. Nadie querrá escucharme, lo que yo tenga que decir no importa, ellos ya tienen claro todo, sólo necesitan escucharse a sí mismos. En una situación de polarización creciente, todos mantienen el mismo planteamiento: conmigo o contra mí. Lo que yo pueda decir es completamente irrelevante, y sólo sería de interés si los unos y los otros vieran en mis palabras la corroboración de sus posiciones, si repito el eco de las suyas. A ninguno de ellos le importa que el relato épico en el que se sienten protagonistas de la historia nos condene a los demás a no poder tener opinión, a obligarnos a entrar en un juego perverso que sólo lleva a más de lo mismo, a extremarse, pues una vez dentro de él, sólo el que demuestra ser más extremo, más asertivo, más radical, tiene legitimidad para hablar. Todo lo demás se convierte en sospechoso. Para ellos, los demás somos cobardes, conniventes de uno u otro bando, personas que no queremos o no sabemos afrontar con una posición definida nuestro papel en este peligroso juego histórico de las polaridades. Pero yo no quiero estar con ninguno, no quiero que nadie me convierta en su enemigo. Si tengo que elegir, prefiero no elegir, ser enemigo de todos y de ninguno.

Este es un juego cabrón, tenso, una espiral que no prevé límites. Amigos a los que aprecio, cuya opinión siempre escucho con atención, dicen que no estaban de acuerdo, pero que, al ver el comportamiento de los otros, se arrojarán en brazos de uno de los dos bandos. Su respuesta es sumarse a la polarización, tomar partido. Esto está sucediendo en los dos lados, personas buenas (la banalidad del bien) que, ante el devenir de la situación, dicen verse impelidas a tomar partido, a ceder y posicionarse. En un extraño ejercicio de responsabilidad, escogen dejar de tener opinión propia para dejarse llevar, condicionar o instrumentalizar por la opinión y las acciones de los demás. Ellos no lo tienen fácil, lo comprendo, ni nadie, yo tampoco. Al escucharles, yo también me siento interpelado. Me entristece ver lo que sucede, como a todos, hoy nadie tiene motivos para la alegría, y me avergüenza no tener opinión, no tener nada que decir aunque pudiera decir muchas cosas. Sin embargo, al pensar en ello, mi conclusión es que no quiero decir nada. Me entristezco como el que más, pero no tomaré partido. No porque no lo tenga, pues también en mí los sentimientos y las razones se agolpan y pujan por definirme, sino porque no quiero aceptar las reglas de este juego de banderías y partidos, más simples e inaceptables cuanto más extremas, cuanta más gente se suma.

Puedo entenderlos a todos, no es difícil, basta con escucharles respetuosamente para ver que unos y otros están armados de razones, sentimientos, consideraciones, conveniencias. Al mismo tiempo, quisiera desentenderme de todos, porque veo en todos el desprecio al otro, la violencia de las palabras y los actos, y, sobre todo, porque, analizadas con calma, todas las razones son pobres, listas escuetas de argumentos que deberían conducir a la duda antes que a la seguridad con que se pronuncian, y a veces se expelen, y que sólo sirven porque alimentan la hoguera. Aquí no hay razones en juego. Palabras sencillas y emotivas que deberían ser pronunciadas en minúscula, como libertad, patria o convivencia, se pervierten sin respeto para convertirse en instrumentos, estrategias, mera retórica de conveniencia para crear discursos en los que yo no quiero estar, en los que no quiero dejarme atrapar, y que, como hemos visto tantas veces, y seguiremos viendo tantas otras, sólo llevan a lugares a los que yo no quiero ir.

Nos engañamos, aquí no se trata de encontrar soluciones, no hay soluciones cuando los términos del debate se plantean en los términos polarizados del conmigo o contra mí. Para opinar, antes tendríamos que rechazar radicalmente los términos del debate, pero esto no lo desea nadie, por eso mi opinión es irrelevante, por eso no tiene valor lo que yo pueda opinar.

No me importa quién nos gobierne, siempre será la Razón de Estado, ese sumidero donde todo cabe. Mi única preocupación es cómo hacer para que no me gobierne nadie.