lunes, 2 de octubre de 2017

Sin partido

No necesito tomar partido, basta mi opinión para que los demás, los unos y los otros, me posicionen enfrente de ellos, por eso no quiero opinar. Nadie querrá escucharme, lo que yo tenga que decir no importa, ellos ya tienen claro todo, sólo necesitan escucharse a sí mismos. En una situación de polarización creciente, todos mantienen el mismo planteamiento: conmigo o contra mí. Lo que yo pueda decir es completamente irrelevante, y sólo sería de interés si los unos y los otros vieran en mis palabras la corroboración de sus posiciones, si repito el eco de las suyas. A ninguno de ellos le importa que el relato épico en el que se sienten protagonistas de la historia nos condene a los demás a no poder tener opinión, a obligarnos a entrar en un juego perverso que sólo lleva a más de lo mismo, a extremarse, pues una vez dentro de él, sólo el que demuestra ser más extremo, más asertivo, más radical, tiene legitimidad para hablar. Todo lo demás se convierte en sospechoso. Para ellos, los demás somos cobardes, conniventes de uno u otro bando, personas que no queremos o no sabemos afrontar con una posición definida nuestro papel en este peligroso juego histórico de las polaridades. Pero yo no quiero estar con ninguno, no quiero que nadie me convierta en su enemigo. Si tengo que elegir, prefiero no elegir, ser enemigo de todos y de ninguno.

Este es un juego cabrón, tenso, una espiral que no prevé límites. Amigos a los que aprecio, cuya opinión siempre escucho con atención, dicen que no estaban de acuerdo, pero que, al ver el comportamiento de los otros, se arrojarán en brazos de uno de los dos bandos. Su respuesta es sumarse a la polarización, tomar partido. Esto está sucediendo en los dos lados, personas buenas (la banalidad del bien) que, ante el devenir de la situación, dicen verse impelidas a tomar partido, a ceder y posicionarse. En un extraño ejercicio de responsabilidad, escogen dejar de tener opinión propia para dejarse llevar, condicionar o instrumentalizar por la opinión y las acciones de los demás. Ellos no lo tienen fácil, lo comprendo, ni nadie, yo tampoco. Al escucharles, yo también me siento interpelado. Me entristece ver lo que sucede, como a todos, hoy nadie tiene motivos para la alegría, y me avergüenza no tener opinión, no tener nada que decir aunque pudiera decir muchas cosas. Sin embargo, al pensar en ello, mi conclusión es que no quiero decir nada. Me entristezco como el que más, pero no tomaré partido. No porque no lo tenga, pues también en mí los sentimientos y las razones se agolpan y pujan por definirme, sino porque no quiero aceptar las reglas de este juego de banderías y partidos, más simples e inaceptables cuanto más extremas, cuanta más gente se suma.

Puedo entenderlos a todos, no es difícil, basta con escucharles respetuosamente para ver que unos y otros están armados de razones, sentimientos, consideraciones, conveniencias. Al mismo tiempo, quisiera desentenderme de todos, porque veo en todos el desprecio al otro, la violencia de las palabras y los actos, y, sobre todo, porque, analizadas con calma, todas las razones son pobres, listas escuetas de argumentos que deberían conducir a la duda antes que a la seguridad con que se pronuncian, y a veces se expelen, y que sólo sirven porque alimentan la hoguera. Aquí no hay razones en juego. Palabras sencillas y emotivas que deberían ser pronunciadas en minúscula, como libertad, patria o convivencia, se pervierten sin respeto para convertirse en instrumentos, estrategias, mera retórica de conveniencia para crear discursos en los que yo no quiero estar, en los que no quiero dejarme atrapar, y que, como hemos visto tantas veces, y seguiremos viendo tantas otras, sólo llevan a lugares a los que yo no quiero ir.

Nos engañamos, aquí no se trata de encontrar soluciones, no hay soluciones cuando los términos del debate se plantean en los términos polarizados del conmigo o contra mí. Para opinar, antes tendríamos que rechazar radicalmente los términos del debate, pero esto no lo desea nadie, por eso mi opinión es irrelevante, por eso no tiene valor lo que yo pueda opinar.

No me importa quién nos gobierne, siempre será la Razón de Estado, ese sumidero donde todo cabe. Mi única preocupación es cómo hacer para que no me gobierne nadie.