Lo que una tesis o un concepto propone no puede ser refutado con el argumento falaz de que no responde a las expectativas o deseos de los interlocutores y de sus formas alternativas de pensar. El argumento, la idea, tiene su propio alcance, y su sentido pertenece al ser del lenguaje, que tiene su deriva particular, su fenomenología. El diálogo es el modo en que las ideas se apuntalan mutuamente, se matizan, se amplían o se contradicen entre sí en virtud de la lógica que en ellas queda establecida, no porque la pongamos nosotros, las personas que hablamos en cada ocasión, sino porque ella ha venido a configurarse de maneras complejamente propias en el devenir histórico del lenguaje, en el cual habitamos. Esto a lo que las personas llaman comúnmente dialogar entre ellas no es sino poner en juego una serie de estrategias retóricas de influencia y, en el extremo, de dominio, usando de las palabras como armas arrojadizas o escudos de defensa, saliendo del horizonte de sentido que ellas nos ofrecen, para posicionarnos alternativamente en un horizonte de sentido definido por el no hacernos daño, el llegar a acuerdos transitorios no porque sean razonables en el sentido lógico, sino porque se acuerdan en el terreno de lo políticamente apropiado. Enorme confusión en los términos, pues la dialéctica, igual que la construcción simbólica compartida, no es un fenómeno reducible a las estrategias particulares de la voz de los contertulios. Si algo aprendimos con la muerte del sujeto es que el contertulio, el autor, se borra en su propio hablar, y que, por tanto, sólo es el lenguaje el que opera. Si hay algo en estas condiciones a lo que podamos llamar yo, no es lo que estaba antes, sino lo que el lenguaje nos atribuye (un lugar en el discurso, una subjetividad de prestado).
La construcción social no es, por tanto, obra del sujeto ni de la reunión de los sujetos. No basta con las personas para comprender el acontecimiento de la construcción simbólica compartida, porque él no sucede en las personas, sino en el lenguaje. Es el lenguaje el que, una vez muestra su propia dinámica, nos impone sus condiciones, sus posibilidades y sus resultados. No dialogan las personas, sino las ideas. Nosotros no somos los constructores, sino los testigos de la deriva lógica de las palabras.
Esta proposición, que el ser de la construcción simbólica pertenece al lenguaje, nos aleja irremisiblemente de todo psicologicismo y nos aproxima a las inquietudes de la lingüística, a la historia comparada de las mitologías y las narrativas, a los diferentes géneros del discurso, a las inteligibilidades que nuestras tradiciones culturales proponen para nosotros. Va contra los propios principios teóricos que lo fundamentan el suponer que nosotros somos los protagonistas de la conversación, los agentes, cuando es ella, y en ella, donde al fin nos realizamos y donde encontramos un suelo desde el cual reflexionar para mirarnos como sujeto cultural (subjetividad) o para mirarnos como el vacío egótico y autónomo del que ignora la voz toda del lenguaje, la parlotería del Uno, la medianía, que diría poco más o menos el maestro Heidegger.
Esta reflexión establece un marco teórico que se sustenta en tres pilares: la construcción compartida, la teoría del lenguaje y del habla (la lógica, en su sentido estricto) y la fenomenología del yo, principio fundamental de la filosofía occidental desde el cogito cartesiano. El construccionismo sólo no basta. Nos situamos en una confluencia teórica compleja, entre construccionista, discursiva y fenomenológica.
Sólo queda mencionar una precaución. La cuestión construccionista, según yo la entiendo, no se refiere a una dinámica democrática de búsqueda de un consenso (inestable) en el que cedemos parte de nuestros principios o de nuestras pretensiones para venir a un acuerdo de paz o de cooperación con el otro. Esta idea peca de un buenismo ideológico a todas luces equivocado que ignora las terribles lecciones de la historia de la humanidad, el cual supone que nuestra época por fin ha descubierto el diálogo como una forma de construir un mundo más justo o más armónico, más “democrático”, sin reparar en que el consenso sólo es otro nombre de la norma que, tarde o temprano, taimada, se volverá coactivamente contra nosotros para obligarnos a ella en nombre de la tranquilidad de los demás. Yo no pienso para tranquilizar a los demás. Las decisiones sobre las ideas no pueden hacerse depender de un criterio de tranquilidad de los unos y los otros, so pena de fundar la lógica en una acción política ramplona, de reducir las ideas a un mero instrumento de homogeneización tranquilizadora de las opiniones dispares. Adiós a la libertad de pensamiento, adiós al yo que se distingue, adiós a la filosofía, todo en pos de un mundo neutro poblado de medianías, instalado por propia voluntad en la mediocridad del punto medio, el que contenta a todos menos al pensamiento libre.
La construcción social no es, por tanto, obra del sujeto ni de la reunión de los sujetos. No basta con las personas para comprender el acontecimiento de la construcción simbólica compartida, porque él no sucede en las personas, sino en el lenguaje. Es el lenguaje el que, una vez muestra su propia dinámica, nos impone sus condiciones, sus posibilidades y sus resultados. No dialogan las personas, sino las ideas. Nosotros no somos los constructores, sino los testigos de la deriva lógica de las palabras.
Esta proposición, que el ser de la construcción simbólica pertenece al lenguaje, nos aleja irremisiblemente de todo psicologicismo y nos aproxima a las inquietudes de la lingüística, a la historia comparada de las mitologías y las narrativas, a los diferentes géneros del discurso, a las inteligibilidades que nuestras tradiciones culturales proponen para nosotros. Va contra los propios principios teóricos que lo fundamentan el suponer que nosotros somos los protagonistas de la conversación, los agentes, cuando es ella, y en ella, donde al fin nos realizamos y donde encontramos un suelo desde el cual reflexionar para mirarnos como sujeto cultural (subjetividad) o para mirarnos como el vacío egótico y autónomo del que ignora la voz toda del lenguaje, la parlotería del Uno, la medianía, que diría poco más o menos el maestro Heidegger.
Esta reflexión establece un marco teórico que se sustenta en tres pilares: la construcción compartida, la teoría del lenguaje y del habla (la lógica, en su sentido estricto) y la fenomenología del yo, principio fundamental de la filosofía occidental desde el cogito cartesiano. El construccionismo sólo no basta. Nos situamos en una confluencia teórica compleja, entre construccionista, discursiva y fenomenológica.
Sólo queda mencionar una precaución. La cuestión construccionista, según yo la entiendo, no se refiere a una dinámica democrática de búsqueda de un consenso (inestable) en el que cedemos parte de nuestros principios o de nuestras pretensiones para venir a un acuerdo de paz o de cooperación con el otro. Esta idea peca de un buenismo ideológico a todas luces equivocado que ignora las terribles lecciones de la historia de la humanidad, el cual supone que nuestra época por fin ha descubierto el diálogo como una forma de construir un mundo más justo o más armónico, más “democrático”, sin reparar en que el consenso sólo es otro nombre de la norma que, tarde o temprano, taimada, se volverá coactivamente contra nosotros para obligarnos a ella en nombre de la tranquilidad de los demás. Yo no pienso para tranquilizar a los demás. Las decisiones sobre las ideas no pueden hacerse depender de un criterio de tranquilidad de los unos y los otros, so pena de fundar la lógica en una acción política ramplona, de reducir las ideas a un mero instrumento de homogeneización tranquilizadora de las opiniones dispares. Adiós a la libertad de pensamiento, adiós al yo que se distingue, adiós a la filosofía, todo en pos de un mundo neutro poblado de medianías, instalado por propia voluntad en la mediocridad del punto medio, el que contenta a todos menos al pensamiento libre.