Pienso en el modo en que camino por la calle lentamente, mis
piernas avanzando en un arduo y silencioso esfuerzo para continuar la marcha en
equilibrio. Siento la resistencia del suelo a cada paso, la tensión de los
músculos. Basta con que piense en avanzar en cierta dirección, en señalarme un
punto de llegada, para que ellos me lleven caminando. Yo no decido los
movimientos, cada movimiento, es mi cuerpo el que camina, él es el que corrige
los pesos, el que emplea sus fuerzas, el que se resiente aquí o allá. Puedo
verlo caminar, puedo sentirlo, pero no soy yo, no responde ante mí más que de
un modo genérico (pienso en el escalón, él baja; pienso en torcer, él gira),
hasta tal punto que yo puedo seguir distraído pensando en mis cosas, tarareando
cancioncillas o jugando con las ideas sin que tenga que preocuparme o que
dedicar mi atención un instante a su correcto caminar. Es autónomo, y no soy
yo.
Podríamos decir el yo empírico o, sencillamente, el cuerpo.
Esto a lo que llamo yo en sentido estricto no es mi cuerpo, sino la idea que me
tengo de mí mismo –como insiste Fichte con empeño, la que cada uno debe darse,
o no entenderá nada–. En la reflexión del yo, me reconozco a mí mismo en una
interioridad de imágenes y palabras, en un silencio de mundo donde sólo queda
el flujo confuso y libre del pensamiento. Esa continuidad –también ella
empírica– me sirve para establecer una referencia, una cierta imagen, de la
idea de qué cosa soy yo. Y no es mi cuerpo, es autónoma.
Mi cuerpo me pone en el mundo. Se mueve y sufre o disfruta
un mundo que no soy yo, y así lo pone ante mí. Y yo lo miro con los ojos del
pensamiento, lo imagino y lo hablo, y tengo la ilusión de un mundo que sólo es
para mí, que yo soy lo único del mundo que no es enteramente mundo, sino algo
diferente a lo que llamo yo, y que el mundo es tan indudable como que no puedo
dudar de lo que sirve de fundamento para mi propio pensar. Pienso directamente
en el mundo, dentro de un mundo ajeno que ahora me pertenece, siquiera sea en
la imaginación parlante que pone orden dentro de él, que lo nomina y que me
muestra opciones hacia donde encaminarme. Ambos coexistimos de manera autónoma,
íntimamente relacionados. Yo salgo al mundo imaginativamente, y el mundo recibe
a mi cuerpo, y así se me muestra.
Bien visto, no es más que el viejo problema cartesiano de la
relación entre la res cogitans y la res extensa, el alma y el cuerpo, el ser ideal
y el ser empírico del yo. Mi aportación es leve, apenas doy testimonio. Creo
que no es necesario suponer un algo que sirva de puente entre ambas sustancias,
y que resulta incluso contradictorio suponerlo, ya que, por definición, ambos
son autónomas, y no pueden ser de otro modo. Más allá, es el problema clásico de
la causa formal, de la relación entre el λóγος y la Φυσις, la idea y la
materia. En las inmensas regiones del ser coexisten naturalezas diferentes. Que
convivan no quiere decir que tengan que ser mutuamente reducibles. Que
establezcan relaciones no quiere decir que vengan a ser una misma cosa. Cada
una encierra su misterio, y a nosotros nos queda preguntarnos por él.
El problema del yo, sin embargo, es otra cuestión. No se
trata de averiguar de qué modo el yo es también mundo (no puede dejar de
serlo), sino de preguntarnos cómo conseguiremos conservar la libertad frente al
mundo para poder seguir hablando de un yo propiamente entendido.
Thomas Eakins con una mujer en brazos 1883-84 |