viernes, 29 de junio de 2018

El sentido

No debe confundirse el sentido con el significado, aunque se utilicen indistintamente en el habla común. El significado es la vinculación entre un significante y otros juegos de significantes que acotan simbólicamente el objeto al que quisieran hacer referencia. Todo significante define/determina un objeto, igual que todo objeto necesita de un significante para sostenerse en el mundo simbólico en que cotidianamente vivimos. El significado es la perífrasis del significante (a eso llamamos definir, a decir lo mismo de otras maneras imaginativas). Estos complejos remisionales de objetos y personas que forman entramados relacionales delimitan parcelas particulares de nuestro mundo –se señalan unos a otros, se significan (signan, remiten) –, ambientes o escenarios en los que el atrezo ha sido dispuesto para comenzar la función. El ambiente cultural, el mundo simbólico, nos precede; nosotros no lo decidimos, sino que llegamos a él, y él ya está preparado, o caemos en cualquiera de ellos, arrojados a él, en distintos momentos de nuestra vida cotidiana. Vamos de un lugar a otro lugar, y en todos encontramos parcelas del mundo que aguardaban nuestra llegada impertérritas o animadas.

Dado que los escenarios se mantienen en virtud de su repetición (sólo lo que insiste, es: sólo lo que vuelve una y otra vez a lo mismo sigue siendo), es posible imaginar distintos recorridos o pautas de actuación estructuradas en la medida en que son trazadas dentro de las posibilidades estables del ambiente remisional predefinido. La acción cobra sentido desde la conclusión que alcanzare en cada momento. El sentido es, por lo tanto, la dirección de la acción encaminada hacia una conclusión. El modo en que nuestro comportamiento está comprometido en una acción de este tipo en despliegue es a lo que llamamos actitud. Realizamos nuestros actos dentro de la esfera fáctica y simbólica de un lugar, contribuimos a sostener la ficción que en él sucede, y hacemos uso instrumental de los objetos requeridos o ellos se interponen en nuestro camino, y así el mundo local de nuestra escena cobra sentido en el sentido del proyecto realizado como acción.

Por eso los proyectos dotan de sentido a nuestras vidas, ya sea que los hayamos puesto nosotros (está por ver cómo es posible este protagonismo nuestro) o que los pongan para nosotros las obligaciones (coacciones) que el escenario predefine para los actores definidos en él (el orden social, el orden moral). Una vida sin sentido es una vida ajena a todo proyecto. Por ejemplo, cuando nuestra edad ya es mucha, y cualquier proyecto está imposibilitado; o cuando llegamos a la resignación después de un desengaño, y ya ningún proyecto reviste importancia para nosotros; o cuando algún acontecimiento traumático interrumpe de súbito nuestras vidas y nos saca de sopetón de todos los proyectos en los que vivíamos de continuo. En estas situaciones, decimos de nosotros mismos que estamos desganados (sin voluntad para emprender acciones), y que no tenemos motivo (conclusión temática de la acción) para seguir viviendo. Se puede vivir una vida sin sentido, pero las demandas a las que uno debe enfrentarse son diferentes, y no estamos acostumbrados a responderlas. Es siempre más cómodo vivir dentro del sentido predefinido de los proyectos compartidos por todos, ajustarse al rol, enajenarse, bien socializados, nuestros pasos encaminados en alguna dirección normalizada, de tal forma que basta con echarse a andar para que todo marche, y no necesitamos tener que parar a cada momento para cuestionarnos el sentido de nuestra acción, pues ya está siempre definido por el Otro.

Uno puede pasar su vida comprometido en proyectos siempre definidos por otros, por los microcomplejos remisionales, por los escenarios o por las instituciones en las que los escenarios mismos se arraciman formando un nivel superior de organización social. Es una forma de vida ajena a la que llamamos impropia, pues no somos nosotros quienes la ponemos en juego, sólo nos dejamos arrastrar sin oponer resistencia, nadando a favor de la corriente establecida. Enajenados, alienados, somos un alter –y no un yo propio–, un representante ejemplar (un otro) de una categoría cultural definida localmente (un Otro), otro objeto cultural más en el entramado simbólico del escenario, parte del espectáculo. En el mejor de los casos, somos el buen actor que ejecuta de manera correcta el guión asignado, sin que nuestra torpeza interrumpa los vínculos remisionales predefinidos y cause en los demás desconcierto por no saber ya cómo reaccionar (incumplimos la normalidad de la norma, Goffman, Garfinkel), más allá de reconvenirnos (coacción, Durkheim) para que volvamos a las pautas establecidas bajo control público. No es una mala vida, evita preocupaciones y ofrece sustanciosos beneficios (establecer una relación de pareja, culminar los estudios, desarrollarse profesionalmente), aunque el precio es alto, pues prestamos toda nuestra vida a los dictados impersonales del Otro, sin darnos cuenta de que la vida es algo demasiado valioso para ser prestada sin habérselo pensado un par de veces. Esta es nuestra contribución a la continuidad de las lógicas sistémicas. El sistema se sostiene porque cada uno de nosotros ejecuta correctamente su papel dentro de cada escenario público, y la organización sistémica de la sociedad humana nos aporta demasiados beneficios como para despreciarla con ligereza: nos ofrece un techo, comida, compañía, y dota de sentido a nuestras pequeñas vidas.

Para que yo pueda establecer planes propios dentro de cada ambiente o cada red de ambientes, antes tengo que haberme situado en una posición yo propiamente dicha, afuera, tomando distancia. Sólo cuando salimos figurativamente fuera de las lógicas sistémicas, podemos mirar al sistema, a los otros objetos y sujetos, de una manera renovada, y sólo entonces podemos proponernos acciones propias que harán uso del mundo de maneras originales e innovadoras. Dotar de sentido propio a la propia actuación es una tarea exigente, pues sólo el yo comprende lo que está sucediendo en él, sólo él está situado en el lugar en que él se pro-pone, nadie más comprende, pues los otros siguen comprometidos en sus proyectos enajenados, así que somos los únicos responsables de insistir para que el mundo del proyecto propio que inauguramos se sostenga y siga siendo. Nuestro pequeño mundo depende ahora de nosotros, y el esfuerzo requerirá de todas nuestras fuerzas, porque la tentación de volver al sistema es inminente y continua.

Siendo una producción imaginativa, el proyecto es como una entidad fantasmática que viene a la realidad en la medida en que lo realizamos. No siendo real hasta entonces, tiene el estatuto de la mera fantasía, y creer en él del modo convencido en que solemos hacerlo es vivir en la ilusión de que puede ser lo que no es, sólo porque es posible. Por esto, que el proyecto se interrumpa o fracase nos desilusiona y nos desengaña, pues ya no confiamos en la ingenua ilusión que prometía. Madurar es acumular desengaños, perder las ilusiones, hasta el límite de la vejez, allí donde todo proyecto es ya prácticamente imposible.

Heidegger afirma que el proyecto personal nos pro-pone imaginativamente allí delante de nosotros, creando el espacio de lo futuro, mientras que nosotros siempre estamos encaminados hacia él, en un continuo dejar de ser (pasado) para alcanzar el ser pro-puesto (futuro). Esta temporización de nuestras vidas nos dota de sentido (direccional, temporal), pero también nos descubre que el último proyecto, el proyecto total de una vida que ha nacido, es finalmente dejar de ser en la muerte. El vacío de sentido que anuncia la muerte es una propuesta difícil de asimilar, y cada uno tendremos que enfrentarnos a ella tarde o temprano. No hay prisa, pero tampoco podemos eludir la idea de que el sentido último de la vida se diluye en el vacío sinsentido de la muerte.