En general, amar es entregar algo propio al otro sin que medie la espera de una devolución. En el amor no cabe el mercadeo, muy habitual, de dar en tanto se recibe, o de exigir al otro que nos devuelva al menos tanto como nosotros decimos haberle dado. Esta entrega no es tal, sino contrato mercantil o deuda de interés, como el que recibe a un invitado y “compra” su agradecimiento con un despliegue de obsequios, en espera de que, algún día, sea yo quien le visite, y él se haya atado para devolvérmelo en justa correspondencia. Como afirma Derrida, en el extremo, no se ha de saber que se da, uno debe entregar sin saber que entrega, sólo una entrega incondicional que la otra persona tomará, o no, valorará, o no, allá ella con lo que haga, que no por rechazarla dejará de ser amada. Como el iluso Quijote, yo no puedo saber si la dulce mi enemiga gusta o no de que el mundo sepa que yo la estimo.
Para que no se generen deudas ni ataduras, la entrega amorosa debe ser completa. Para no impedir la libertad del otro, hay que dejarle en libertad plena, no molestarle, no inmiscuirnos en la marcha de sus asuntos, sino asistir como espectador privilegiado al despliegue de sus actos, de sus proyectos, de su vida, de su ser propio. Así, mientras la otra persona se aventura en su mundo libre de ataduras, nosotros podemos aventurarnos junto a ella, descubrir el mundo que ella nos descubre con sus actos, ponernos en su mundo, dejarnos afectar por el mundo en torno que a ella le afecta (empáticos, ambos en el mismo pathos afectivo), y gozarnos de haber encontrado un sentido más para nuestra vida, aquel que ella propone con el horizonte abierto de su libre deambular.
Amar no exige de ninguno de los dos un proyecto temporal ilimitado. Amo cada vez que me dejo impresionar por el mundo que el otro despliega ante mis ojos y, dejando en suspenso mis propios motivos y deseos, entrego lo único que tengo, mi vida, aunque sólo sea un instante, un momento sin pretensión de continuidad. Por eso puedo amar a muchos en distintos momentos sin dejar de amar a ninguno de ellos cada vez que me aventuro de nuevo en su mundo. Como afirma Fichte, el otro me invita a pasar a su mundo, y yo entro, en eso consiste mi encuentro con él. Haré que una parte de mi vida, por decisión propia (pues no entro en todos los mundos a los que se me invita, yo debo elegir mis propias conversaciones, pues lo que está en juego sólo puedo ponerlo yo, y sólo tengo una vida para poner en juego), se vincule a la vida del otro, derive por el mundo del otro, al cual ahora pertenezco, y desde ahí, me encuentre a mí mismo viviendo en compañía. El ser solitario nos ofrece una vida también plena, pero difícil y tediosa, en la que es fácil llegar al absurdo como único (sin)sentido posible. Junto al otro, cuando amo, dejo mi yo perdido, me enfrasco en su mundo como nueva realidad de mi vida, y así me recupero en la forma del nosotros, que es otro modo de llamar al yo en compañía.
Que la otra persona se deje acompañar es un asunto que ella misma debe decidir. Si se aviene a mi compañía, como amor correspondido, se abrirá para nosotros el horizonte de la complicidad, allí donde los dos aguardamos a que el otro se muestre, y nos recreamos en el juego que nos propone cada vez que se muestra, encabalgados en la interacción amorosa, cada uno jugando a ser en el juego del otro, sin que ninguno de los dos imponga reglas ni condiciones.
Acompañar es caminar junto al otro unos pasos detrás de él, para no interrumpirle en su marcha y para servirle de testigo ante el cual su mundo se confirma como un mundo que puede ser también vivido por los demás. El que acompaña deja su mundo atrás, entrega un tiempo de su vida, y goza viendo cómo el otro alcanza la plenitud de sus esfuerzos, de sus proyectos, mientras le servimos para dar fe de sus actos, así como él nos sirve para dotarnos de un sentido nuevo en la vida. Dejar de vivir para uno mismo, vivir para el otro, y así vivirse a uno mismo en compañía. Hacer verdad la palabra nosotros, en eso consiste la entrega amorosa.
Es sencillo, sólo quiero ver lo que haces, estar presente de algún modo mientras lo haces, con cuidado y delicadeza, ayudarte si puedo, escucharte si me hablas, responderte con honestidad si me preguntas, de tú a tú, contemplar el camino que recorres para edificar tus obras, caminarlo contigo, crecer contigo mientras lo realizas y yo me realizo junto a ti, calladamente, amorosamente. No importa si debo abandonar una parte, quizá el total, de mi obra. Mientras esté contigo, lo único importante es que el mundo que tú deseas pueda ser.
Para que no se generen deudas ni ataduras, la entrega amorosa debe ser completa. Para no impedir la libertad del otro, hay que dejarle en libertad plena, no molestarle, no inmiscuirnos en la marcha de sus asuntos, sino asistir como espectador privilegiado al despliegue de sus actos, de sus proyectos, de su vida, de su ser propio. Así, mientras la otra persona se aventura en su mundo libre de ataduras, nosotros podemos aventurarnos junto a ella, descubrir el mundo que ella nos descubre con sus actos, ponernos en su mundo, dejarnos afectar por el mundo en torno que a ella le afecta (empáticos, ambos en el mismo pathos afectivo), y gozarnos de haber encontrado un sentido más para nuestra vida, aquel que ella propone con el horizonte abierto de su libre deambular.
Amar no exige de ninguno de los dos un proyecto temporal ilimitado. Amo cada vez que me dejo impresionar por el mundo que el otro despliega ante mis ojos y, dejando en suspenso mis propios motivos y deseos, entrego lo único que tengo, mi vida, aunque sólo sea un instante, un momento sin pretensión de continuidad. Por eso puedo amar a muchos en distintos momentos sin dejar de amar a ninguno de ellos cada vez que me aventuro de nuevo en su mundo. Como afirma Fichte, el otro me invita a pasar a su mundo, y yo entro, en eso consiste mi encuentro con él. Haré que una parte de mi vida, por decisión propia (pues no entro en todos los mundos a los que se me invita, yo debo elegir mis propias conversaciones, pues lo que está en juego sólo puedo ponerlo yo, y sólo tengo una vida para poner en juego), se vincule a la vida del otro, derive por el mundo del otro, al cual ahora pertenezco, y desde ahí, me encuentre a mí mismo viviendo en compañía. El ser solitario nos ofrece una vida también plena, pero difícil y tediosa, en la que es fácil llegar al absurdo como único (sin)sentido posible. Junto al otro, cuando amo, dejo mi yo perdido, me enfrasco en su mundo como nueva realidad de mi vida, y así me recupero en la forma del nosotros, que es otro modo de llamar al yo en compañía.
Que la otra persona se deje acompañar es un asunto que ella misma debe decidir. Si se aviene a mi compañía, como amor correspondido, se abrirá para nosotros el horizonte de la complicidad, allí donde los dos aguardamos a que el otro se muestre, y nos recreamos en el juego que nos propone cada vez que se muestra, encabalgados en la interacción amorosa, cada uno jugando a ser en el juego del otro, sin que ninguno de los dos imponga reglas ni condiciones.
Acompañar es caminar junto al otro unos pasos detrás de él, para no interrumpirle en su marcha y para servirle de testigo ante el cual su mundo se confirma como un mundo que puede ser también vivido por los demás. El que acompaña deja su mundo atrás, entrega un tiempo de su vida, y goza viendo cómo el otro alcanza la plenitud de sus esfuerzos, de sus proyectos, mientras le servimos para dar fe de sus actos, así como él nos sirve para dotarnos de un sentido nuevo en la vida. Dejar de vivir para uno mismo, vivir para el otro, y así vivirse a uno mismo en compañía. Hacer verdad la palabra nosotros, en eso consiste la entrega amorosa.
Es sencillo, sólo quiero ver lo que haces, estar presente de algún modo mientras lo haces, con cuidado y delicadeza, ayudarte si puedo, escucharte si me hablas, responderte con honestidad si me preguntas, de tú a tú, contemplar el camino que recorres para edificar tus obras, caminarlo contigo, crecer contigo mientras lo realizas y yo me realizo junto a ti, calladamente, amorosamente. No importa si debo abandonar una parte, quizá el total, de mi obra. Mientras esté contigo, lo único importante es que el mundo que tú deseas pueda ser.