miércoles, 30 de agosto de 2023

De razones y emociones

La emoción es la impotencia de la razón. La forma de ser del ser humano es la racionalidad, y llamamos raciocinio a la manera en que el animal humano observa lo que sucede alrededor, distingue unas cosas de otras (o enjuicia, esto es tal, esto es algo otro, etc.), medita, sopesa y delibera según fines, y por último aprueba lo que su pensamiento alcanza, y así decide y hace. No somos animales que nos dejemos llevar del primer impulso. Ni siquiera los animales inteligentes lo hacen, pues el lobo y la leona, y tantos otros, no se lanzan sobre su presa a la primera punzada del hambre, sino que escogen la presa débil, la acorralan y la aíslan, hasta asegurar un ataque exitoso, y lo mismo el plácido rumiante, que no se acerca al agua sin más cuando tiene sed, sino que observa y espera hasta que no haya peligro, y ninguno bebe lo primero que pilla, sino que antes saborea, y después aprueba. No somos necios, que sumen a su necedad la ignorancia de desconocerla. Nadie en sus cabales deja de buscar la fuente de un ruido sospechoso en su casa, el origen de un malestar en el hijo o en sí propio, por dónde escapa el calor y entra el frío en el hogar, y tantas cosas diarias ante las cuales todos, todos, con la excepción de la senilidad y la debilidad mental, observamos y nos paramos a pensar antes de hacer las cosas que correspondan: no las que apetezcan en el primer impulso, sino las deseables por convenientes.

Del mundo, dividamos lo que nos afecta según su gravedad. El dolor de un hijo es un contratiempo, que fácilmente se resuelve en la mayor parte de los casos, basta con observar y buscar indicios que confirmen las causas, para proponer un remedio eficaz. Pero, cómo conservar la calma cuando la amenaza se cierne sobre nosotros terrible en sus consecuencias, cómo mantenerse sereno ante la pérdida irreparable, cómo prudente ante el placer desbordado del triunfo, que es pan de inmensa satisfacción para hoy, y hambre por no saber conservar lo ganado para mañana. Estas situaciones especiales ejercen sobre nosotros una fuerza pujante que nos sobrepasa, que nos desquicia, que nos perturba el ánimo, o que, en definitiva, impiden que la sana razón siga siendo el principio de nuestro comportamiento. Puesto que sufrimos y padecemos la fuerza de estas difíciles situaciones, llamamos a nuestro sentimiento de las mismas sufrimiento y pasión (padecimiento). ¿En qué consiste esta pasión y sufrimiento? En que las situaciones nos conmueven, no nos dejan estar en nuestro ser, sino que algunas nos sacan de nuestras casillas, en expresión llana, y otras nos ciegan con la promesa de un placer que no continuará, aunque quedemos ciegos para verlo. Esta conmoción del espíritu, que nubla la razón, impide el juicio y la prudencia, es a lo que los clásicos llamaban emociones, la moción del alma fuera de sí a causa de una fuerza externa, que deja nuestras capacidades en nada, y por eso impotentes, sin potencia, sin posibilidad, sin poder para afrontar lo que nos tuerce el ánimo. Por eso, la emoción es la impotencia de la razón.

Una vez perdidas las referencias clásicas de nuestra tradición conceptual, los modernos han confundido los términos, tantos términos, hasta no saber ya lo que se dice. Todo el pensamiento moderno está viciado de partida, ignora necio lo que eran las cosas, y así ya no sabe lo que son, ni sabe lo que dice cuando habla, ni lo que piensa cuando quisiera pensar. La emoción es un concepto negativo, la negación de la facultad del raciocinio, que es algo que todos ponemos en práctica de continuo, aunque a veces las situaciones nos descoloquen, y necesitemos reposo y distancia para aclarar nuestras ideas, o estudio y ensayo para anticipar las maneras adecuadas de responderlas. Como la ceguera, el ejemplo aristotélico, que no es nada en sí, sino negación de la facultad de la visión: si no hubiera ojos, nadie sería ciego. Las construcciones conceptuales positivas son las que tienen una realidad como referencia; su negación no crea realidad, sino que la destruye, no tiene referencia, sino falta. Si entendemos que el raciocinio es connatural al ser humano, primero por nacimiento, y después por estudio y ejercicio, entenderemos con facilidad que la emoción no es sino la pérdida transitoria de la razón, y por eso es atenuante y eximente en el derecho, porque demuestra que no pudo haber razón premeditada en el delito. Decimos que estamos apasionados cuando nos dejamos llevar por la pasión, por ejemplo, por el imponente clamor de la masa del estadio, y entonces gritamos y jaleamos, lloramos, odiamos y amamos, no como solemos ser en la calma de nuestras vidas, sino arrastrados por el griterío de los demás, por la explosión de júbilo, etc. Frente a la pasión, moderación, recomendaban los clásicos; ej.: me enamoro, es un sentimiento intenso y agradable que ilusiona y hace olvidar penas y pesadumbres; entonces, o modero la pasión, razono y decido lo que conviene a los dos, o me dejo arrastrar por ella quizá hasta perderme o hasta destrozar la vida de la persona que digo amar.

Frente a los clásicos, los modernos ven en las pasiones un valor positivo, sin que ninguno sepa decirnos en qué consiste (ya hemos dicho que, precisamente, consiste en una negación: negatum, no positum). Ven en la pasión que se deja dominar la sanación de las heridas espirituales, la verdad interior del primer impulso, el mal entendido carpe diem hedonista, o la oportunidad para escapar de la dura prisión de la norma, que ellos ven como enfermedad social, y no como la fuente de serenidad y de aprendizaje de una vida civilizada. Prefieren la barbarie, el instinto, y ven como una fuente de maduración el recrearse en las miserias, en las imperfecciones, en la debilidad. Rechazan la perfección, porque ella obliga a la severa perseverancia de la disciplina, la razón y el orden, y prefieren la imperfección que no se somete, sólo para que no haya sometimiento, aunque de ello nada resulte. ¿Es mejor acaso una mesa imperfecta, coja, sólo porque refleja los errores que naturalmente afloran en el ebanista descuidado, que una mesa perfecta, que sirva y adorne, que demuestre la ardua tarea del ebanista sacrificado a su oficio? ¿Acaso cuando compramos cualquier producto de consumo, escogemos el peor, para sentirnos empáticos y buenrollistas con el pobre fabricante que no ha sabido hacerlo mejor, quizá por ser víctima de una disciplina que le exigió lo que él no pudo dar? ¿Preferimos acaso el ruido al sonido, un violín desafinado a Mozart y el Romanticismo, la estridencia a la suavidad de la música popular? ¿Preferimos no llegar a nuestras metas a echar un último arresto para sentir la satisfacción por lo bien hecho? Si no preferimos lo imperfecto a lo perfecto, ¿por qué pensar (!) que es mejor el arranque inmeditado del que se deja llevar a una acción que arrase sobre los demás, en nombre de la tiránica libertad del capricho, y que es peor la prudencia del que no se precipita, se esfuerza por dominar sus pasiones, toma en consideración ética a los demás y a sí mismo, y actúa para el bien de todos?

La prudencia, la civilización, la educación, las buenas maneras consisten al final en el aprendizaje del saber estar, que consiste sencillamente en observar las situaciones a las que llegamos, con el respeto que merecen quienes ahí se encuentran, y en acomodarnos, hacernos aptos, aportar al conjunto sin descolocarlo, sin destrozarlo, sin violentar la vida de los demás sólo porque nos venga en gana. Le emoción es la negación de la prudencia. Donde reina la pasión, la razón se pierde: civilización o barbarie.



miércoles, 2 de agosto de 2023

Los sustantivos deverbales, o la paradoja eleática

1. Nombrar es asignar una palabra a una realidad o una posibilidad. Nombramos las cosas con el sustantivo, nombramos las acciones con el verbo, nombramos las cualidades con el adjetivo, nombramos la orientación verbal con las preposiciones, nombramos el vínculo con las conjunciones, etc. El nombre designa, o señala, y también define y delimita, señala los límites finales que distinguen lo que es de lo que no es la cosa. Es lo mismo nombre que palabra. Denominar (lat. denominare, nombrar) es encontrar la palabra que corresponda a la realidad, fáctica o posible, que quiere ser representada en el lenguaje. Primero, la realidad, después el nombre, que siempre es el nombre de algo. Ningún algo sin nombre que lo diga, ningún nombre sin algo que decir.

2. En términos clásicos, la sustancia es el primer género del Ser, del cual se predican los demás géneros (la cantidad, la cualidad, la acción, la relación...). Substante es lo que permanece en sí y por sí, al margen de sus accidentes. El sustantivo da nombre al ente, a lo que es en cada caso de manera clara y distinta, al objeto, a la cosa real, dicho con palabras que pertenecen a distintas épocas filosóficas. Este vaso, esta mesa. El sustantivo da nombre a las cosas que están ahí a nuestro alrededor y, de manera derivada, el sustantivo sustantiva lo que no es sustancia, aunque sí materia semántica, y así, la conjunción sustantiva el vínculo, la preposición la orientación de la acción, aunque, dicho en términos estrictos, esto no son sustancias, o sólo por analogía, sino accidentes. También los accidentes son, y por tanto merecen nombre, aunque ellos no se sostienen por sí, sino que siempre son en referencia a algo sustancial que sostiene su valor semántico. La conjunción no es sin sus términos, la preposición sin su verbo, el pronombre sin su nombre de referencia, etc.

3. El verbo da nombre a la acción, que puede ser de diversos modos. Primero, la acción ontológica, representada mediante los verbos ser, estar, haber y parecer. La cosa es significa que ella está haciendo por ser, que está ahí siendo lo que ella sea. Haber de ser es la acción primordial de todo ente, porque ser siempre es seguir siendo. Segundo, la acción nominal o atributiva, con la que nombramos los atributos adjetivos de una sustancia. Por ejemplo, la cosa es algo, es blanca, es hermosa, es débil, etc. Es la propia acción ontológica, que ahora se determina por sus accidentes, y no por su propia voluntad de seguir siendo. Ser cualquier cosa significa que su manera de ser, en la acción de seguir siendo, está determinada por una cualidad adjectiva. Tercero, la acción transitiva, en la que un algo cualquiera actúa o hace sobre otro algo diferente, el cual sufre, recibe o padece la acción, y así, el perro come carne, el árbol arroja sombra sobre el riachuelo, yo escribo estas notas, etc. En todos estos casos, una realidad dinámica, en movimiento, kinética, queda denominada por un verbo. En cierto modo, se sustancia, y así vemos la escena del perro protagonizada por la acción de comer, y no por el algo al que llamamos perro y el algo al que llamamos alimento. No vemos al perro y el alimento, como entidades en un vacío, sino al perro comerse el alimento. En un giro semántico y filosófico, el nombre sustantivo se convierte en accidente del nombre verbal, en lo que no deja de ser una nueva formulación del dilema eleático: sólo lo que pasa es.

4. La flexibilidad de las palabras es inherente al lenguaje. Es un fenómeno antiguo, que se registra ya en los orígenes de nuestro más antiguo pasado lingüístico indoeuropeo, donde los filólogos afirman que los nombres sustantivos y los verbos forman parte de las mismas familias de raíces, lo que se traduce en la práctica en que, con una ligera variación fonética enclítica, por sufijación o por prefijación, todo verbo se convierte en sustantivo, todo sustantivo en verbo. Así, de perrear, perreo; de cantar, cantante; de comer, comida; y al contrario, de perro, perrear, de humano, humanizar, de teléfono, telefonear, etc. Basta escoger bien los afijos. En unas, el hablante fija la realidad en su aspecto estático; en las otras, en su aspecto dinámico; si bien, siendo estrictos, toda realidad es al mismo tiempo estática y dinámica, según el aspecto donde fijemos la vista.

5. Los sustantivos deverbales son los nombres sustantivos construidos por derivación de un verbo, como los mencionados. Son nombres sustantivos de dudoso derecho, pero eficaces en su función. Su virtud es ayudarnos a fijar nominalmente una realidad estática, de cosas, inscrita en una realidad dinámica, de acciones. De todos los casos posibles, tomemos dos como modelo: los sustantivos de agencia, cuya forma de construcción es el sufijo latino -tor (en castellano lo usamos como -tor y como -dor, con una suave variación fonética); de ahí, conductor, el que conduce, o sembrador, el que siembra, etc. Y los sustantivos deverbales abstractos construidos con el sufijo latino -or, y así, amor es el nombre del amar, calor del calentar, etc. El primer modelo da nombre al ente sustantivo, cosa o sustancia que protagoniza la acción, pero sólo en cuanto hace algo: el cantor es un ente (una persona, un pájaro...), pero sólo en cuanto canta, y sin la referencia verbal, queda en nada, o ha de buscarse en otra parte el nombre que lo sustantive. El segundo da nombre a la acción, y las cosas que en ella suceden quedan implícitas, y hablamos del amor en abstracto (el amor es dulce y terrible, etc.), aunque todo amor sea siempre de alguien que ama algo, según la diátesis completa del verbo transitivo: alguien hace algo a alguien (aquí, hacer como verbo puro), en eso consiste todo hacer (aquí, como sustantivo deverbal abstracto).

6. Fijémonos ahora en los participios del verbo, fuente de toda una variedad de formas sustantivadas. El participio es inicialmente una forma verbal, dice algo de la acción concreta que sucedió, sucede o sucederá. Su valor derivado primario es adjetival, califica a un nombre sustantivo: así, la fiera comida por los buitres, o el trofeo conseguido por los atletas, donde comida y conseguido califican a los sustantivos fiera y trofeo (y otros, la tierra prometida, el tocino salado, etc.). Fijémonos en el primer caso, donde lo comido (adjetivo) se convierte en la comida (sustantivo) de los pájaros. La comida está sosa o salada, está a punto o le falta un hervor. La comida es el contenido de la olla, cuyo nombre sustantivo podría ser arroz o potaje. Lo que yo quisiera subrayar aquí, y esa es la tesis de este breve comentario, es que sólo puede ser llamada comida, en cuanto forma parte semántica del comer, y sólo en la acción expresada por el verbo comer toma sentido llamar al arroz comida, y no arroz sencillamente, o paella. La comida dice que el arroz fue comido, o que pronto lo será. Si quedamos para una comida, no podemos sino imaginarnos comiendo llegado el momento. Sólo por metonimia, la parte por el todo, la comida es también la cosa que se come.

7. El participio de pasado da nombre a la acción en tiempo perfecto, o hecho consumado. Hecho (participio de pasado de hacer) dice que lo que se estaba haciendo ya terminó de hacerse: roto es lo que ha sido dañado, pasado es lo que ya pasó, escrito lo que ha quedado en palabras sobre el papel. En todas ellas escuchamos con facilidad el sentido sustantivo (un roto, el pasado, un escrito), aunque nos cueste oír con igual facilidad el sentido verbal (lo roto en el romperse algo, lo pasado en el pasar del tiempo, lo escrito en el escribir), que, sin embargo, está siempre presente. Y esto es de suma importancia para sostener nuestra tesis: el verbo sustancia o sustantiva una parte de la realidad de manera diferente al nombre sustantivo canónico, y fija para nosotros la acción como un suceso que sucede, y ello nos brinda la posibilidad, riquísima en implicaciones, de mirar la realidad no como un conjunto de cosas (sustancias), sino como un conjunto de sucederes, de acciones que suceden, dando primacía ontológica a la acción sobre la cosa.

8. Lo mismo los participios de presente y de futuro. Podemos oír en el primero el sentido verbal: brillante el sol, presidente la sesión, que en castellano decimos también con el gerundio (brillando el sol esta mañana, presidiendo la sesión el diputado más longevo); y oímos con facilidad tanto el sentido adjetivo (la perla brillante, la señora presidente) como el sustantivo (un brillante, el presidente). Cantante en cuanto canta, tronante en cuanto truena, detonante en cuanto detona, sustantivos deverbales con los que damos nombre al agente de la acción (equivalente a la construcción en -tor: cantor, tronador, detonador). También del participio de presente, en este caso del ablativo plural, con sufijación latina en -ntia, castellana -ncia, por derivación fonética: del sciente, la scientia; del lactante, la lactancia; del prudente, la prudencia. E igual con el participio de futuro: el propio futuro, lo que habrá de ser (futuro deriva de una raíz irregular del verbo ser, igual que fui, para el pretérito indefinido); natura, lo que habrá de ser nacido; cultura, lo que habrá de ser cultivado, o culto, etc. Hay que escuchar estos aparentes sustantivos en su valor verbal.

9. Para no extendernos más, un último caso: los sustantivos deverbales construidos mediante la terminación -tio, generalmente a partir del supino del verbo, que se encuentra en el latín, en castellano sólo en sus derivados, aunque también a partir del infinitivo. Así, del supino actum, más -tio, la actio, la acción; del verbo genero, la generatio; del supino dictatum, la dictatio (en castellano, el dictado, participio de pasado); del verbo moderar, la moderatio, etc. Tomemos un solo ejemplo para afinar nuestro oído: decimos la generación del 98, para dar nombre a un conjunto de escritores vinculados por la edad y las circunstancias de su época, y así escuchamos la palabra generación en su valor sustantivo; y decimos, por ejemplo, la generación de las plantas, su nacer y crecer, el generarse una nueva cosecha, donde escuchamos con claridad la palabra en su valor verbal. O también la nación española, sustantivo, y la nación de la camada, verbo (su nacer, su nacimiento, otro sustantivo deverbal). Sabiendo, no obstante, que ambos sentidos coexisten al unísono, y que no pueden ser separados, o perderían todo valor semántico.

10. Sólo por curiosidad. Hemos llamado substancia a la cosa sustantiva, la que se sostiene al margen de los accidentes, la que es como ente o como cosa, y no como acción. Sin embargo, substancia es un sustantivo deverbal derivado del participio de presente substante (lat. substans), igual que ente lo es del latín ens, que traduce el on griego, participio de presente del verbo einai, ser. Paradójicamente, estos nombres eminentes del Ser son también sustantivos deverbales. En ellos decimos que lo que es está siendo (siente) sin dejar de ser, y volvemos a la solución eleática: la cosa es en cuanto que le sucede algo, en este caso, ser.

Por supuesto, el Ser ha sido nombrado de muchos y diferentes modos históricos, cada uno de ellos determinándolo de maneras diferentes, y así, ha sido logos (λόγος, lat. ratio), physis (φύσις, lat. natura), esencia (oὐσία, lat. essentia), τόδε τί (un esto que), y también cosa (lat. causa, ger. ding, eng. thing), realidad (lat. res), objeto (lat. objectum) o algo (lat. aliquid, un otro que). La metafísica del ente, o de la sustancia, donde la cosa estática es en su dinamismo. De otro modo: la virtud del sustantivo deverbal.


lunes, 24 de julio de 2023

Ideología y sentimentalismo

Todavía en el siglo XVIII, Balmes llama ideología al estudio de las ideas individuales, en el sentido de que toda inteligencia individual tendría a su alcance un conjunto relativamente amplio de conceptos o ideas sobre el mundo. Si uno sólo puede pensar con los conceptos que acostumbra tener en mente, estudiar la ideología de la persona sería un modo de estudiar su psicología, es decir, su pensamiento, o su mente en cuanto razón y pensamiento. Resumido brevemente de este modo, el concepto parece propio de una visión subjetivista, a la manera del idealismo alemán, donde la idea es antes que el objeto. Sin embargo, para ser idea, en el sentido de la tradición platónica, debe manifestarse en el objeto, y, en el de la crítica aristotélica, partir de él por abstracción lógica. Balmes no se confunde:

Lo que representa ha de tener alguna relación con la cosa representada [...] Dos seres que no tienen absolutamente ninguna relación, y, sin embargo, el uno representante del otro, son una monstruosidad.

Todo lo que representa, contiene en cierto modo la cosa representada; ésta no puede tener carácter de tal, si de alguna manera no se halla en la representación. Puede ser ella misma, o una imagen suya; pero esta imagen no representará al objeto, si no se sabe que es imagen. Toda idea, pues, encierra la relación de objetividad; de otro modo no representaría al objeto, sino a sí misma.

Idea y logos son dos de los nombres del Ser en la filosofía griega. Es imposible explicar en un parrafito lo que esto significa, no lo intentaremos. Lo importante es que, partiendo del principio eleático transformado de que sólo son las cosas que son, el problema del conocimiento no opinable (apodíctico, científico, doxa) aboca irremediablemente a la necesidad de disponer de una referencia de realidad sobre la que se anclen idea y logos. Hay entes, o cosas, y basta confiar en la evidencia, tal como todos lo hacemos pragmáticamente en nuestro día a día, o no tendríamos supervivencia, para comprobar que esto es así. Descartes desconfió argumentalmente de la evidencia de sus sentidos, pero tenía truco, quién dudará de que distinguiría con claridad y certeza lo que era libro y lo que era mesa, o bebida y comida, pared y puerta. Teniendo referencia de realidad, todo el mundo sale por la puerta; careciendo de ella, por qué no salir atravesando el muro. Pregunta más estúpida no cabe.

No se trata de que discutamos aquí si la realidad existe o no existe, porque la inmensa mayoría de nuestros conciudadanos no tiene ni la más remota comprensión de lo que significan estas palabras en su sentido filosófico, de donde parte su sentido mundano. Se trata de que hagamos ver de manera sencilla que la idea no puede sustentarse en un vacío de referencia, pues todos tenemos noción, más o menos correcta, de lo que es luz y lámpara, y calle y casa, y padre y madre, e hijos, y matrimonio y patrimonio. Qué es verdaderamente la luz, ni los físicos sabrán explicarlo con absoluta claridad, pero todos sabemos cuándo la lámpara está encendida o apagada. No sabemos explicar en sus últimos términos qué sea la luz, pero todos sabemos de qué estamos hablando, o no estaríamos hablando de cosa alguna, extraña forma de dialogar. Ídem, en nuestra modernidad tardía, no sabemos ya lo que es ser varón y mujer, ni lo que es matrimonio y filiación, pero todos sabemos de lo que estamos hablando al usar estos términos, principalmente los críticos, o no tendrían nada que criticar. Saben lo que cuestionan, ergo ponen en primer lugar la realidad de estos conceptos para disponer su crítica, o no habría crítica posible, y todo sería hablar por hablar, sin saber nunca de qué narices estamos hablando.

Todo esto que decimos mantiene el concepto de ideología en la órbita de lo mental, de las cogitaciones, los contenidos del pensamiento. Sin embargo, quizá desde el nacimiento de las utopías literarias, y desde luego desde la Revolución francesa, las ideas no son ya meramente el problema epistémico del conocimiento dogmático, sino que nos vienen de fuera, de la imaginación de la idea, de las eidola, los ídolos de la tribu. Son los utopistas quienes, deseosos de una reforma radical de la sociedad de su tiempo, se proponen como método un forzado y engañoso rechazo de toda realidad existente, la que ha de ser sustituida, en favor de una idea fuerza, que sirva de motivo y de motor para la feliz transformación del mundo. No se niega la realidad existente en tiempo presente, o la realidad de los hechos históricos en pasado perfecto, sino que hay que erradicarla, cegar su posibilidad, para que, en su lugar, emerja el sueño, el ideal utópico, lo que no existe todavía, pero que ha de ser. Esta es la ideología liberal, la puritana, la socialista, la democrática, todas un conjunto de conceptos, relativamente coherente y bien estructurado, para sostener la utopía. No un conocimiento descriptivo de la realidad, sino un saber sobre lo que tiene que ser, que aún no es, pero debe serlo, aunque nunca lo sea, pues todo esfuerzo por imponer la ideología utopista se encontrará tarde o temprano con la realidad de los hechos, estos sí, y el resultado será siempre otro. El puritanismo dio en racismo y quema de brujas, la Revolución en el Terror, las guerras napoleónicas y el totalitarismo de Estado. Se seguirá llamando socialismo, usando el nombre del ideal utópico, pero se habrá convertido en imperialismo y gulag, en exterminio del disidente, cancelación y telón de acero. Siempre Orwell, a su pesar. Se seguirá llamando liberalismo, usando el nombre del ideal utópico, pero se habrá convertido en capitalismo salvaje y en pensamiento único. Marcuse y el hombre unidimensional. O democracia, que es el nombre que modernamente recibe el aparato jurídico y simbólico sobre el que reina la oligarquía o plutocracia que gobierna nuestras naciones.

Todo el pensamiento político de la modernidad es ideológico en este sentido, y, dado que la política estatal invade todas las esferas de nuestra vida cotidiana, por extensión, todo pensamiento es ya ideológico en este sentido. Ya no pensamos con conceptos (ideas, en el sentido del cogitare), sino con consignas (ideas, en el sentido de los utopistas). Un ejemplo sencillo: todos sabemos lo que es el matrimonio canónico, llevamos siglos organizando la célula familiar con este modelo cultural y jurídico de vinculación familiar. Todos sabemos que el matrimonio tiene muchas dificultades, que el amor del contigo pan y cebolla dura poco, y el resto es responsabilidad y crianza de los hijos. Todos sabemos la dura realidad de la violencia del varón sobre la mujer, hay tantos ejemplos tan cercanos. El matrimonio es esta institución social en la que vivimos o hemos vivido cientos de miles, millones, a lo largo de los siglos de nuestra sociedad occidental. Ahí está su realidad para ser discutida. El utopista no ignora esta realidad, al contrario, parte de ella para definir su alternativa crítica. Por ejemplo, el poliamor, de moda en muchas conversaciones actuales. ¿Qué es el poliamor? Una idea sin referente de realidad, un inconcreto donde todo cabe, porque todo está por hacer, utópico, donde todo puede ser feliz, y digno, y razonable, y ético, porque, al fin, no es nada sino ensoñación del utopista. El sueño es perfecto, ¡quién querría soñarlo de otro modo! El matrimonio, que existe como institución histórica a la vista de todos, ya no es, porque no debe ser; el poliamor, que sólo existe como ensoñación irreal, es, porque debe ser. Las cosas ya no son, inversión de valores, sino que deben ser. Poco importa que no haya poliamorosos, porque aún no han llegado, es una idea feliz de lo que tendría que ser, y eso basta. No existe la realidad que es, sino el sueño que debe ser, pese a quien pese. Sólo es válido lo que debe ser, y se niega con alegre necedad lo que el mundo exige ser pensado. Como afirma Baudrillard, un delirio es ahora nuestra única realidad.

Curiosamente, las muchas distopías literarias no han bastado para convencer a las gentes de nuestra época de que ninguna utopía tiene un final feliz. Ahora, incluso el terrible final nos parece el único necesario, y ahí nos tocará vivir, o a los siguientes.

Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, dice nuestro Quijote. Y hasta nos parece que la utopía clásica tenía algo de noble, porque había en ella cierta inteligencia, cierta comprensión conceptual del mundo, aunque fuera para negarlo. En un último giro de tuerca, la utopía ya no es ni siquiera conceptual, sino apasionada, sentimental. Es bueno porque lo siento así, porque me da buenas sensaciones, buena vibra. Y ya no me siento español, así que no lo soy, ni me siento mujer, así que no lo soy, ni me siento humano, así que no lo soy. ¿Qué pondremos en su lugar? Poco importa, experiencias, ocurrencias, acontecimientos (qué mal interpretado Heidegger), de los que no haremos pensamiento, sino sensación, hedoné, objeto de placer y de deseo. Me pone, luego es. Ni Descartes se atrevió a tanto.