miércoles, 30 de agosto de 2023

De razones y emociones

La emoción es la impotencia de la razón. La forma de ser del ser humano es la racionalidad, y llamamos raciocinio a la manera en que el animal humano observa lo que sucede alrededor, distingue unas cosas de otras (o enjuicia, esto es tal, esto es algo otro, etc.), medita, sopesa y delibera según fines, y por último aprueba lo que su pensamiento alcanza, y así decide y hace. No somos animales que nos dejemos llevar del primer impulso. Ni siquiera los animales inteligentes lo hacen, pues el lobo y la leona, y tantos otros, no se lanzan sobre su presa a la primera punzada del hambre, sino que escogen la presa débil, la acorralan y la aíslan, hasta asegurar un ataque exitoso, y lo mismo el plácido rumiante, que no se acerca al agua sin más cuando tiene sed, sino que observa y espera hasta que no haya peligro, y ninguno bebe lo primero que pilla, sino que antes saborea, y después aprueba. No somos necios, que sumen a su necedad la ignorancia de desconocerla. Nadie en sus cabales deja de buscar la fuente de un ruido sospechoso en su casa, el origen de un malestar en el hijo o en sí propio, por dónde escapa el calor y entra el frío en el hogar, y tantas cosas diarias ante las cuales todos, todos, con la excepción de la senilidad y la debilidad mental, observamos y nos paramos a pensar antes de hacer las cosas que correspondan: no las que apetezcan en el primer impulso, sino las deseables por convenientes.

Del mundo, dividamos lo que nos afecta según su gravedad. El dolor de un hijo es un contratiempo, que fácilmente se resuelve en la mayor parte de los casos, basta con observar y buscar indicios que confirmen las causas, para proponer un remedio eficaz. Pero, cómo conservar la calma cuando la amenaza se cierne sobre nosotros terrible en sus consecuencias, cómo mantenerse sereno ante la pérdida irreparable, cómo prudente ante el placer desbordado del triunfo, que es pan de inmensa satisfacción para hoy, y hambre por no saber conservar lo ganado para mañana. Estas situaciones especiales ejercen sobre nosotros una fuerza pujante que nos sobrepasa, que nos desquicia, que nos perturba el ánimo, o que, en definitiva, impiden que la sana razón siga siendo el principio de nuestro comportamiento. Puesto que sufrimos y padecemos la fuerza de estas difíciles situaciones, llamamos a nuestro sentimiento de las mismas sufrimiento y pasión (padecimiento). ¿En qué consiste esta pasión y sufrimiento? En que las situaciones nos conmueven, no nos dejan estar en nuestro ser, sino que algunas nos sacan de nuestras casillas, en expresión llana, y otras nos ciegan con la promesa de un placer que no continuará, aunque quedemos ciegos para verlo. Esta conmoción del espíritu, que nubla la razón, impide el juicio y la prudencia, es a lo que los clásicos llamaban emociones, la moción del alma fuera de sí a causa de una fuerza externa, que deja nuestras capacidades en nada, y por eso impotentes, sin potencia, sin posibilidad, sin poder para afrontar lo que nos tuerce el ánimo. Por eso, la emoción es la impotencia de la razón.

Una vez perdidas las referencias clásicas de nuestra tradición conceptual, los modernos han confundido los términos, tantos términos, hasta no saber ya lo que se dice. Todo el pensamiento moderno está viciado de partida, ignora necio lo que eran las cosas, y así ya no sabe lo que son, ni sabe lo que dice cuando habla, ni lo que piensa cuando quisiera pensar. La emoción es un concepto negativo, la negación de la facultad del raciocinio, que es algo que todos ponemos en práctica de continuo, aunque a veces las situaciones nos descoloquen, y necesitemos reposo y distancia para aclarar nuestras ideas, o estudio y ensayo para anticipar las maneras adecuadas de responderlas. Como la ceguera, el ejemplo aristotélico, que no es nada en sí, sino negación de la facultad de la visión: si no hubiera ojos, nadie sería ciego. Las construcciones conceptuales positivas son las que tienen una realidad como referencia; su negación no crea realidad, sino que la destruye, no tiene referencia, sino falta. Si entendemos que el raciocinio es connatural al ser humano, primero por nacimiento, y después por estudio y ejercicio, entenderemos con facilidad que la emoción no es sino la pérdida transitoria de la razón, y por eso es atenuante y eximente en el derecho, porque demuestra que no pudo haber razón premeditada en el delito. Decimos que estamos apasionados cuando nos dejamos llevar por la pasión, por ejemplo, por el imponente clamor de la masa del estadio, y entonces gritamos y jaleamos, lloramos, odiamos y amamos, no como solemos ser en la calma de nuestras vidas, sino arrastrados por el griterío de los demás, por la explosión de júbilo, etc. Frente a la pasión, moderación, recomendaban los clásicos; ej.: me enamoro, es un sentimiento intenso y agradable que ilusiona y hace olvidar penas y pesadumbres; entonces, o modero la pasión, razono y decido lo que conviene a los dos, o me dejo arrastrar por ella quizá hasta perderme o hasta destrozar la vida de la persona que digo amar.

Frente a los clásicos, los modernos ven en las pasiones un valor positivo, sin que ninguno sepa decirnos en qué consiste (ya hemos dicho que, precisamente, consiste en una negación: negatum, no positum). Ven en la pasión que se deja dominar la sanación de las heridas espirituales, la verdad interior del primer impulso, el mal entendido carpe diem hedonista, o la oportunidad para escapar de la dura prisión de la norma, que ellos ven como enfermedad social, y no como la fuente de serenidad y de aprendizaje de una vida civilizada. Prefieren la barbarie, el instinto, y ven como una fuente de maduración el recrearse en las miserias, en las imperfecciones, en la debilidad. Rechazan la perfección, porque ella obliga a la severa perseverancia de la disciplina, la razón y el orden, y prefieren la imperfección que no se somete, sólo para que no haya sometimiento, aunque de ello nada resulte. ¿Es mejor acaso una mesa imperfecta, coja, sólo porque refleja los errores que naturalmente afloran en el ebanista descuidado, que una mesa perfecta, que sirva y adorne, que demuestre la ardua tarea del ebanista sacrificado a su oficio? ¿Acaso cuando compramos cualquier producto de consumo, escogemos el peor, para sentirnos empáticos y buenrollistas con el pobre fabricante que no ha sabido hacerlo mejor, quizá por ser víctima de una disciplina que le exigió lo que él no pudo dar? ¿Preferimos acaso el ruido al sonido, un violín desafinado a Mozart y el Romanticismo, la estridencia a la suavidad de la música popular? ¿Preferimos no llegar a nuestras metas a echar un último arresto para sentir la satisfacción por lo bien hecho? Si no preferimos lo imperfecto a lo perfecto, ¿por qué pensar (!) que es mejor el arranque inmeditado del que se deja llevar a una acción que arrase sobre los demás, en nombre de la tiránica libertad del capricho, y que es peor la prudencia del que no se precipita, se esfuerza por dominar sus pasiones, toma en consideración ética a los demás y a sí mismo, y actúa para el bien de todos?

La prudencia, la civilización, la educación, las buenas maneras consisten al final en el aprendizaje del saber estar, que consiste sencillamente en observar las situaciones a las que llegamos, con el respeto que merecen quienes ahí se encuentran, y en acomodarnos, hacernos aptos, aportar al conjunto sin descolocarlo, sin destrozarlo, sin violentar la vida de los demás sólo porque nos venga en gana. Le emoción es la negación de la prudencia. Donde reina la pasión, la razón se pierde: civilización o barbarie.



miércoles, 2 de agosto de 2023

Los sustantivos deverbales, o la paradoja eleática

1. Nombrar es asignar una palabra a una realidad o una posibilidad. Nombramos las cosas con el sustantivo, nombramos las acciones con el verbo, nombramos las cualidades con el adjetivo, nombramos la orientación verbal con las preposiciones, nombramos el vínculo con las conjunciones, etc. El nombre designa, o señala, y también define y delimita, señala los límites finales que distinguen lo que es de lo que no es la cosa. Es lo mismo nombre que palabra. Denominar (lat. denominare, nombrar) es encontrar la palabra que corresponda a la realidad, fáctica o posible, que quiere ser representada en el lenguaje. Primero, la realidad, después el nombre, que siempre es el nombre de algo. Ningún algo sin nombre que lo diga, ningún nombre sin algo que decir.

2. En términos clásicos, la sustancia es el primer género del Ser, del cual se predican los demás géneros (la cantidad, la cualidad, la acción, la relación...). Substante es lo que permanece en sí y por sí, al margen de sus accidentes. El sustantivo da nombre al ente, a lo que es en cada caso de manera clara y distinta, al objeto, a la cosa real, dicho con palabras que pertenecen a distintas épocas filosóficas. Este vaso, esta mesa. El sustantivo da nombre a las cosas que están ahí a nuestro alrededor y, de manera derivada, el sustantivo sustantiva lo que no es sustancia, aunque sí materia semántica, y así, la conjunción sustantiva el vínculo, la preposición la orientación de la acción, aunque, dicho en términos estrictos, esto no son sustancias, o sólo por analogía, sino accidentes. También los accidentes son, y por tanto merecen nombre, aunque ellos no se sostienen por sí, sino que siempre son en referencia a algo sustancial que sostiene su valor semántico. La conjunción no es sin sus términos, la preposición sin su verbo, el pronombre sin su nombre de referencia, etc.

3. El verbo da nombre a la acción, que puede ser de diversos modos. Primero, la acción ontológica, representada mediante los verbos ser, estar, haber y parecer. La cosa es significa que ella está haciendo por ser, que está ahí siendo lo que ella sea. Haber de ser es la acción primordial de todo ente, porque ser siempre es seguir siendo. Segundo, la acción nominal o atributiva, con la que nombramos los atributos adjetivos de una sustancia. Por ejemplo, la cosa es algo, es blanca, es hermosa, es débil, etc. Es la propia acción ontológica, que ahora se determina por sus accidentes, y no por su propia voluntad de seguir siendo. Ser cualquier cosa significa que su manera de ser, en la acción de seguir siendo, está determinada por una cualidad adjectiva. Tercero, la acción transitiva, en la que un algo cualquiera actúa o hace sobre otro algo diferente, el cual sufre, recibe o padece la acción, y así, el perro come carne, el árbol arroja sombra sobre el riachuelo, yo escribo estas notas, etc. En todos estos casos, una realidad dinámica, en movimiento, kinética, queda denominada por un verbo. En cierto modo, se sustancia, y así vemos la escena del perro protagonizada por la acción de comer, y no por el algo al que llamamos perro y el algo al que llamamos alimento. No vemos al perro y el alimento, como entidades en un vacío, sino al perro comerse el alimento. En un giro semántico y filosófico, el nombre sustantivo se convierte en accidente del nombre verbal, en lo que no deja de ser una nueva formulación del dilema eleático: sólo lo que pasa es.

4. La flexibilidad de las palabras es inherente al lenguaje. Es un fenómeno antiguo, que se registra ya en los orígenes de nuestro más antiguo pasado lingüístico indoeuropeo, donde los filólogos afirman que los nombres sustantivos y los verbos forman parte de las mismas familias de raíces, lo que se traduce en la práctica en que, con una ligera variación fonética enclítica, por sufijación o por prefijación, todo verbo se convierte en sustantivo, todo sustantivo en verbo. Así, de perrear, perreo; de cantar, cantante; de comer, comida; y al contrario, de perro, perrear, de humano, humanizar, de teléfono, telefonear, etc. Basta escoger bien los afijos. En unas, el hablante fija la realidad en su aspecto estático; en las otras, en su aspecto dinámico; si bien, siendo estrictos, toda realidad es al mismo tiempo estática y dinámica, según el aspecto donde fijemos la vista.

5. Los sustantivos deverbales son los nombres sustantivos construidos por derivación de un verbo, como los mencionados. Son nombres sustantivos de dudoso derecho, pero eficaces en su función. Su virtud es ayudarnos a fijar nominalmente una realidad estática, de cosas, inscrita en una realidad dinámica, de acciones. De todos los casos posibles, tomemos dos como modelo: los sustantivos de agencia, cuya forma de construcción es el sufijo latino -tor (en castellano lo usamos como -tor y como -dor, con una suave variación fonética); de ahí, conductor, el que conduce, o sembrador, el que siembra, etc. Y los sustantivos deverbales abstractos construidos con el sufijo latino -or, y así, amor es el nombre del amar, calor del calentar, etc. El primer modelo da nombre al ente sustantivo, cosa o sustancia que protagoniza la acción, pero sólo en cuanto hace algo: el cantor es un ente (una persona, un pájaro...), pero sólo en cuanto canta, y sin la referencia verbal, queda en nada, o ha de buscarse en otra parte el nombre que lo sustantive. El segundo da nombre a la acción, y las cosas que en ella suceden quedan implícitas, y hablamos del amor en abstracto (el amor es dulce y terrible, etc.), aunque todo amor sea siempre de alguien que ama algo, según la diátesis completa del verbo transitivo: alguien hace algo a alguien (aquí, hacer como verbo puro), en eso consiste todo hacer (aquí, como sustantivo deverbal abstracto).

6. Fijémonos ahora en los participios del verbo, fuente de toda una variedad de formas sustantivadas. El participio es inicialmente una forma verbal, dice algo de la acción concreta que sucedió, sucede o sucederá. Su valor derivado primario es adjetival, califica a un nombre sustantivo: así, la fiera comida por los buitres, o el trofeo conseguido por los atletas, donde comida y conseguido califican a los sustantivos fiera y trofeo (y otros, la tierra prometida, el tocino salado, etc.). Fijémonos en el primer caso, donde lo comido (adjetivo) se convierte en la comida (sustantivo) de los pájaros. La comida está sosa o salada, está a punto o le falta un hervor. La comida es el contenido de la olla, cuyo nombre sustantivo podría ser arroz o potaje. Lo que yo quisiera subrayar aquí, y esa es la tesis de este breve comentario, es que sólo puede ser llamada comida, en cuanto forma parte semántica del comer, y sólo en la acción expresada por el verbo comer toma sentido llamar al arroz comida, y no arroz sencillamente, o paella. La comida dice que el arroz fue comido, o que pronto lo será. Si quedamos para una comida, no podemos sino imaginarnos comiendo llegado el momento. Sólo por metonimia, la parte por el todo, la comida es también la cosa que se come.

7. El participio de pasado da nombre a la acción en tiempo perfecto, o hecho consumado. Hecho (participio de pasado de hacer) dice que lo que se estaba haciendo ya terminó de hacerse: roto es lo que ha sido dañado, pasado es lo que ya pasó, escrito lo que ha quedado en palabras sobre el papel. En todas ellas escuchamos con facilidad el sentido sustantivo (un roto, el pasado, un escrito), aunque nos cueste oír con igual facilidad el sentido verbal (lo roto en el romperse algo, lo pasado en el pasar del tiempo, lo escrito en el escribir), que, sin embargo, está siempre presente. Y esto es de suma importancia para sostener nuestra tesis: el verbo sustancia o sustantiva una parte de la realidad de manera diferente al nombre sustantivo canónico, y fija para nosotros la acción como un suceso que sucede, y ello nos brinda la posibilidad, riquísima en implicaciones, de mirar la realidad no como un conjunto de cosas (sustancias), sino como un conjunto de sucederes, de acciones que suceden, dando primacía ontológica a la acción sobre la cosa.

8. Lo mismo los participios de presente y de futuro. Podemos oír en el primero el sentido verbal: brillante el sol, presidente la sesión, que en castellano decimos también con el gerundio (brillando el sol esta mañana, presidiendo la sesión el diputado más longevo); y oímos con facilidad tanto el sentido adjetivo (la perla brillante, la señora presidente) como el sustantivo (un brillante, el presidente). Cantante en cuanto canta, tronante en cuanto truena, detonante en cuanto detona, sustantivos deverbales con los que damos nombre al agente de la acción (equivalente a la construcción en -tor: cantor, tronador, detonador). También del participio de presente, en este caso del ablativo plural, con sufijación latina en -ntia, castellana -ncia, por derivación fonética: del sciente, la scientia; del lactante, la lactancia; del prudente, la prudencia. E igual con el participio de futuro: el propio futuro, lo que habrá de ser (futuro deriva de una raíz irregular del verbo ser, igual que fui, para el pretérito indefinido); natura, lo que habrá de ser nacido; cultura, lo que habrá de ser cultivado, o culto, etc. Hay que escuchar estos aparentes sustantivos en su valor verbal.

9. Para no extendernos más, un último caso: los sustantivos deverbales construidos mediante la terminación -tio, generalmente a partir del supino del verbo, que se encuentra en el latín, en castellano sólo en sus derivados, aunque también a partir del infinitivo. Así, del supino actum, más -tio, la actio, la acción; del verbo genero, la generatio; del supino dictatum, la dictatio (en castellano, el dictado, participio de pasado); del verbo moderar, la moderatio, etc. Tomemos un solo ejemplo para afinar nuestro oído: decimos la generación del 98, para dar nombre a un conjunto de escritores vinculados por la edad y las circunstancias de su época, y así escuchamos la palabra generación en su valor sustantivo; y decimos, por ejemplo, la generación de las plantas, su nacer y crecer, el generarse una nueva cosecha, donde escuchamos con claridad la palabra en su valor verbal. O también la nación española, sustantivo, y la nación de la camada, verbo (su nacer, su nacimiento, otro sustantivo deverbal). Sabiendo, no obstante, que ambos sentidos coexisten al unísono, y que no pueden ser separados, o perderían todo valor semántico.

10. Sólo por curiosidad. Hemos llamado substancia a la cosa sustantiva, la que se sostiene al margen de los accidentes, la que es como ente o como cosa, y no como acción. Sin embargo, substancia es un sustantivo deverbal derivado del participio de presente substante (lat. substans), igual que ente lo es del latín ens, que traduce el on griego, participio de presente del verbo einai, ser. Paradójicamente, estos nombres eminentes del Ser son también sustantivos deverbales. En ellos decimos que lo que es está siendo (siente) sin dejar de ser, y volvemos a la solución eleática: la cosa es en cuanto que le sucede algo, en este caso, ser.

Por supuesto, el Ser ha sido nombrado de muchos y diferentes modos históricos, cada uno de ellos determinándolo de maneras diferentes, y así, ha sido logos (λόγος, lat. ratio), physis (φύσις, lat. natura), esencia (oὐσία, lat. essentia), τόδε τί (un esto que), y también cosa (lat. causa, ger. ding, eng. thing), realidad (lat. res), objeto (lat. objectum) o algo (lat. aliquid, un otro que). La metafísica del ente, o de la sustancia, donde la cosa estática es en su dinamismo. De otro modo: la virtud del sustantivo deverbal.