La emoción es la impotencia de la razón. La forma de ser del ser humano es la racionalidad, y llamamos raciocinio a la manera en que el animal humano observa lo que sucede alrededor, distingue unas cosas de otras (o enjuicia, esto es tal, esto es algo otro, etc.), medita, sopesa y delibera según fines, y por último aprueba lo que su pensamiento alcanza, y así decide y hace. No somos animales que nos dejemos llevar del primer impulso. Ni siquiera los animales inteligentes lo hacen, pues el lobo y la leona, y tantos otros, no se lanzan sobre su presa a la primera punzada del hambre, sino que escogen la presa débil, la acorralan y la aíslan, hasta asegurar un ataque exitoso, y lo mismo el plácido rumiante, que no se acerca al agua sin más cuando tiene sed, sino que observa y espera hasta que no haya peligro, y ninguno bebe lo primero que pilla, sino que antes saborea, y después aprueba. No somos necios, que sumen a su necedad la ignorancia de desconocerla. Nadie en sus cabales deja de buscar la fuente de un ruido sospechoso en su casa, el origen de un malestar en el hijo o en sí propio, por dónde escapa el calor y entra el frío en el hogar, y tantas cosas diarias ante las cuales todos, todos, con la excepción de la senilidad y la debilidad mental, observamos y nos paramos a pensar antes de hacer las cosas que correspondan: no las que apetezcan en el primer impulso, sino las deseables por convenientes.
Del mundo, dividamos lo que nos afecta según su gravedad. El dolor de un hijo es un contratiempo, que fácilmente se resuelve en la mayor parte de los casos, basta con observar y buscar indicios que confirmen las causas, para proponer un remedio eficaz. Pero, cómo conservar la calma cuando la amenaza se cierne sobre nosotros terrible en sus consecuencias, cómo mantenerse sereno ante la pérdida irreparable, cómo prudente ante el placer desbordado del triunfo, que es pan de inmensa satisfacción para hoy, y hambre por no saber conservar lo ganado para mañana. Estas situaciones especiales ejercen sobre nosotros una fuerza pujante que nos sobrepasa, que nos desquicia, que nos perturba el ánimo, o que, en definitiva, impiden que la sana razón siga siendo el principio de nuestro comportamiento. Puesto que sufrimos y padecemos la fuerza de estas difíciles situaciones, llamamos a nuestro sentimiento de las mismas sufrimiento y pasión (padecimiento). ¿En qué consiste esta pasión y sufrimiento? En que las situaciones nos conmueven, no nos dejan estar en nuestro ser, sino que algunas nos sacan de nuestras casillas, en expresión llana, y otras nos ciegan con la promesa de un placer que no continuará, aunque quedemos ciegos para verlo. Esta conmoción del espíritu, que nubla la razón, impide el juicio y la prudencia, es a lo que los clásicos llamaban emociones, la moción del alma fuera de sí a causa de una fuerza externa, que deja nuestras capacidades en nada, y por eso impotentes, sin potencia, sin posibilidad, sin poder para afrontar lo que nos tuerce el ánimo. Por eso, la emoción es la impotencia de la razón.
Una vez perdidas las referencias clásicas de nuestra tradición conceptual, los modernos han confundido los términos, tantos términos, hasta no saber ya lo que se dice. Todo el pensamiento moderno está viciado de partida, ignora necio lo que eran las cosas, y así ya no sabe lo que son, ni sabe lo que dice cuando habla, ni lo que piensa cuando quisiera pensar. La emoción es un concepto negativo, la negación de la facultad del raciocinio, que es algo que todos ponemos en práctica de continuo, aunque a veces las situaciones nos descoloquen, y necesitemos reposo y distancia para aclarar nuestras ideas, o estudio y ensayo para anticipar las maneras adecuadas de responderlas. Como la ceguera, el ejemplo aristotélico, que no es nada en sí, sino negación de la facultad de la visión: si no hubiera ojos, nadie sería ciego. Las construcciones conceptuales positivas son las que tienen una realidad como referencia; su negación no crea realidad, sino que la destruye, no tiene referencia, sino falta. Si entendemos que el raciocinio es connatural al ser humano, primero por nacimiento, y después por estudio y ejercicio, entenderemos con facilidad que la emoción no es sino la pérdida transitoria de la razón, y por eso es atenuante y eximente en el derecho, porque demuestra que no pudo haber razón premeditada en el delito. Decimos que estamos apasionados cuando nos dejamos llevar por la pasión, por ejemplo, por el imponente clamor de la masa del estadio, y entonces gritamos y jaleamos, lloramos, odiamos y amamos, no como solemos ser en la calma de nuestras vidas, sino arrastrados por el griterío de los demás, por la explosión de júbilo, etc. Frente a la pasión, moderación, recomendaban los clásicos; ej.: me enamoro, es un sentimiento intenso y agradable que ilusiona y hace olvidar penas y pesadumbres; entonces, o modero la pasión, razono y decido lo que conviene a los dos, o me dejo arrastrar por ella quizá hasta perderme o hasta destrozar la vida de la persona que digo amar.
Frente a los clásicos, los modernos ven en las pasiones un valor positivo, sin que ninguno sepa decirnos en qué consiste (ya hemos dicho que, precisamente, consiste en una negación: negatum, no positum). Ven en la pasión que se deja dominar la sanación de las heridas espirituales, la verdad interior del primer impulso, el mal entendido carpe diem hedonista, o la oportunidad para escapar de la dura prisión de la norma, que ellos ven como enfermedad social, y no como la fuente de serenidad y de aprendizaje de una vida civilizada. Prefieren la barbarie, el instinto, y ven como una fuente de maduración el recrearse en las miserias, en las imperfecciones, en la debilidad. Rechazan la perfección, porque ella obliga a la severa perseverancia de la disciplina, la razón y el orden, y prefieren la imperfección que no se somete, sólo para que no haya sometimiento, aunque de ello nada resulte. ¿Es mejor acaso una mesa imperfecta, coja, sólo porque refleja los errores que naturalmente afloran en el ebanista descuidado, que una mesa perfecta, que sirva y adorne, que demuestre la ardua tarea del ebanista sacrificado a su oficio? ¿Acaso cuando compramos cualquier producto de consumo, escogemos el peor, para sentirnos empáticos y buenrollistas con el pobre fabricante que no ha sabido hacerlo mejor, quizá por ser víctima de una disciplina que le exigió lo que él no pudo dar? ¿Preferimos acaso el ruido al sonido, un violín desafinado a Mozart y el Romanticismo, la estridencia a la suavidad de la música popular? ¿Preferimos no llegar a nuestras metas a echar un último arresto para sentir la satisfacción por lo bien hecho? Si no preferimos lo imperfecto a lo perfecto, ¿por qué pensar (!) que es mejor el arranque inmeditado del que se deja llevar a una acción que arrase sobre los demás, en nombre de la tiránica libertad del capricho, y que es peor la prudencia del que no se precipita, se esfuerza por dominar sus pasiones, toma en consideración ética a los demás y a sí mismo, y actúa para el bien de todos?
La prudencia, la civilización, la educación, las buenas maneras consisten al final en el aprendizaje del saber estar, que consiste sencillamente en observar las situaciones a las que llegamos, con el respeto que merecen quienes ahí se encuentran, y en acomodarnos, hacernos aptos, aportar al conjunto sin descolocarlo, sin destrozarlo, sin violentar la vida de los demás sólo porque nos venga en gana. Le emoción es la negación de la prudencia. Donde reina la pasión, la razón se pierde: civilización o barbarie.