sábado, 9 de mayo de 2020

El gobierno del Estado


Con estas pocas páginas, quisiera recuperar para la vida pública tres conceptos que los grupos de poder nos han hurtado (sean partidos, corporaciones o lobbies de muy distinto tipo): la política, el gobierno y el Estado. Lo primero es fijar el punto de partida del hecho social en la reunión entre tú y yo, los conversadores de la interacción social. Muchos lo han entendido así desde los albores del siglo XIX. Si pongo en el centro de las consideraciones a las consideraciones que yo mismo debo hacerme, es decir, si yo me pongo en el centro de mi vida para ver qué entiendo y cómo me las tengo que haber con el mundo, el hecho social comienza en mi encuentro con el otro. Antes de eso, he necesitado extrañarme de mi mundo anterior, esforzarme por aparcar los prejuicios que de él me llegaban, para así comenzar a pensar y a mirar el mundo por mí mismo, o al menos a intentarlo. Ahora, en el encuentro con el otro se me plantean múltiples interrogantes, y se me descubren posibilidades, horizontes de actuación en los que puedo, o no, embarcarme con él camino de otras partes, juntos en la construcción compartida, en la creación de un mundo nuestro, de ambos, al que podemos llamar en puridad un mundo social. Eso es el mundo social. Después, mucho después, o mucho antes, según se mire, el mundo social se desprenderá de nosotros convertido en lenguajes o sistemas simbólicos que tienen su propia naturaleza, y que ya no nos necesitan para ser, aunque sí para seguir existiendo.
  
En este mundo particular nuestro, que nos es directamente propio, o lo más propio que ambos nos tenemos, nos toca organizarnos, o ya el mero hecho de trabajar codo con codo en los proyectos compartidos es una organicidad de nuestra acción, o de nuestra vida común. Junto al otro, hechos uno con el otro, compartimos, tomamos parte en algo que sólo aparece y fructifica en el trabajo conjunto entre él y yo. Esta propiedad compartida de los dos (no hay tres todavía, no nos hace falta ningún tercero) es lo que llamamos el terreno común, lo que ambos debemos cuidar para que siga siendo, si es que queremos que siga siendo, mientras cada uno de los dos conserva otros múltiples terrenos para su vida privada. No debe haber confusión. Lo propio de ambos no es lo mismo que lo propio mío. Yo ya tengo mi vida y mis quehaceres solitarios, al margen del otro, desde el momento en que comencé a crear y a defender mi mundo a solas.
  
La llegada de terceros a este nuestro mundo compartido es desde entonces incesante. Bien porque yo establezca relaciones de propiedad con otros pares (es decir, me embarque en proyectos propios con diferentes otros), bien porque nuestro pequeño mundo compartido se vea interrumpido por la aparición de terceros, sean individuos o díadas, el mundo propio en común de la díada debe continuamente confrontarse con situaciones en las que hay que tomar en consideración la presencia de terceros. Estos terceros pueden ser bienvenidos a nuestro mundo en común, que así se amplía, y lo que era propiedad de los dos recibe y abraza la presencia de los nuevos, que entran de este modo a formar parte de lo propio y común nuestro que antes sólo nosotros dos teníamos. Claro, todo esto es hablar modélicamente, como de forma abstracta, pero basta pensar en ejemplos sencillos, como cuando me pongo de acuerdo con mi vecino en que afrontemos de cierta manera específica cierta situación que a ambos nos atañe, creando así un modo de acción conjunta, en la que luego podemos acoger a otros terceros vecinos, que también se sientan afectados por la misma situación, y que puedan estar interesados en afrontarla junto a nosotros, como nosotros, en coordinación con nosotros. De este modo sencillo y sin intermediarios, los que vivimos en vecindad nos organizamos, creamos estructuras simbólicas de nuestro pequeño mundo de intereses compartidos, nos damos roles en el afrontamiento conjunto, normalizando de maneras sencillas parcelas de nuestras vidas que, en principio, sólo a nosotros nos incumben, sólo a nosotros interesan, y, fundamentalmente, que no necesitan de nadie más para seguir siendo. Si son, es exclusivamente porque nosotros así las hacemos ser. Y no ha lugar en absoluto a que cuartos o quintos o sextos nos vengan desde fuera a decirnos cómo debemos hacer las cosas. No los necesitamos, no tenemos dependencia de ellos, ni les debemos pleitesía ni agradecimiento. Lo que hemos hecho, lo hemos hecho en libertad, decidiendo por nosotros mismos si queríamos, o no, conjuntarnos con el otro cercano, entrar en conversación con él, aunarnos en la tarea conjunta y vivir una parte de nuestra vida en la parcela o terreno común así creado.
  
Aquí, debo subrayar estas dos palabras, para que nadie se llame a confusión con lo que estoy diciendo. Lo común es posible sólo porque así lo hemos decidido en libertad. Lo común no nos viene impuesto, no es una consideración preternatural o naturalizante, una especie de derecho animal, espiritual o humano, o angélico, o no se sabe qué. Lo común es sencillamente el terreno que nosotros nos hemos dado en nuestra convivencia cercana y diaria, allí donde nos ha interesado, y bajo la irrenunciable y necesaria premisa de la libertad individual para mirar el mundo libre de prejuicios y asociarse con el otro si lo estimamos conveniente, o no, para nuestra vida personal. Incluso debe hacerse notar que, aunque debamos considerar también el modo en que los sistemas simbólicos complejos (la sociedad, la ciudad, las ideologías, el Derecho, la lengua, la cultura…) se independizan en su ser propio, y se nos presentan como realidades que deben ser consideradas, tanto en su dimensión espiritual como en su dimensión fáctica, todas estas grandes construcciones históricas no impiden ni obvian que nuestra vida compartida sigue sucediendo de continuo en la infinitud de las conversaciones mundanas entre los muchos unos y otros (siempre uno y otro concretos, aunque sean muchos). Es en estas conversaciones diádicas donde el uno y el otro se encuentran, dialogan, pactan, o desconfían y disputan. Es en estas conversaciones donde los sistemas simbólicos complejos se hacen presentes, pero sólo en la medida en que nosotros dos tenemos a bien, o a mal, considerarlos. Ellos no se nos imponen, sino que nosotros decidimos el modo en que los tomamos, o no, en consideración, y obramos en consecuencia.
  
Si hay algo a lo que llamar organización social, orden social, política y gobierno, es a estos pequeños fragmentos que componen, en la miríada de sus ocurrencias, el orbe todo de la vida social del Estado. El Estado somos nosotros, todos y cada uno en nuestros lugares comunes, en nuestras tareas conjuntas, en el equilibrio siempre inestable entre la soledad y la compañía, que podríamos nombrar también la propiedad privada y la propiedad común, si es que ponemos atención al modo en que aquí estamos usando estas difíciles palabras. Que luego lleguen las corporaciones, los lobbies de poder, los grupos de interés o los partidos políticos a arrogarse la representación y la competencia para decidir sobre cuestiones de política y gobierno de nuestro Estado, es una usurpación que podemos, o no, concederles, pero siempre como una concesión transitoria que no puede, en su más estricta imposibilidad, ser tomada de forma permanente, pues ellos no son nuestra vida, ni pueden decidir sobre ella, por la única razón, sencilla y contundente, de que nuestra vida sólo a nosotros nos compete vivirla. Cualquier otra cesión o argumento es puro delirio orwelliano o acto de servidumbre voluntaria, generalmente necio e irresponsable, y en ocasiones interesado. Ellos, los que ambicionan el poder de gobernarnos a todos, sólo son otros concretos, con minúsculas, individuos y pares de individuos, tales como usted y como yo, ni más ni menos, que se ocultan detrás de ciertas grandes palabras, de ciertas nobles tradiciones de la Humanidad, para medrar en sus intereses particulares, que siempre son oscuros, aunque los disimulen mal, y ponernos a usted y a mí a darles las gracias, o a reírselas, a dejar de vivir nuestra vida para pasar a vivir la que ellos pretenden para nosotros en su propio interés corporativo.
  
Bien visto, el poder que ellos tienen es minúsculo, aunque muy efectivo. Sus actos son sólo una más de las condiciones situacionales que usted y yo tenemos que tomar en cuenta para decidir sobre nuestra acción propia, sea individual o conjunta. Podemos ignorarlos, disimular, mentirles, aceptarlos, o adaptarnos como si los aceptáramos, porque sus ojos aún no llegan al delirio oprimente del Gran Hermano, y no pueden vernos ni saber de nosotros tanto como quisieran muchos de estos mal llamados gobernantes. Ellos pueden ponernos difíciles las cosas, pueden complicarnos la vida, pero nunca gobernarnos, y no porque no esté en sus pretensiones, sino porque el gobierno de nuestras vidas, como queda dicho, es exclusivamente una propiedad de nuestra acción libre y conjunta, que es algo que ellos no pueden reemplazar ni usurpar de ninguna manera imaginable.
  
Llama la atención que tanto se asombren los contemporáneos de que la gente se organice de estas maneras sencillas en sus vidas diarias cuando les surgen los problemas, sin darse cuenta de que es lo que, desde siempre, la humanidad ha hecho sin mayores alharacas: hablar con el otro y ponerse de acuerdo con él, en libertad, para hacer lo más conveniente a los dos, o a los tres, o a los que fueren. Lo más llamativo, sin embargo, es que los contemporáneos, una vez comprendido que el gobierno es siempre particular y del pequeño grupo, se empecinen en buscarle fórmulas grandilocuentes, que siempre son simples y de corta mira, para extenderlo al común de los millones de nuestra sociedad; ignorando, primero, que los millones de nuestra sociedad ya lo saben y ya lo ejercen con naturalidad en sus vidas diarias sin auxilio de nadie, tampoco de ellos, pues no lo necesitan; y segundo, que la acción conjunta de los millones no es algo que se pueda pensar, decidir o imponer desde fuera, pues esa, como hemos visto, es la intención del mal llamado gobernante ambicioso de poder, y es sólo una mala pretensión que la vida diaria y efectiva de los muchos se encarga de negar y rechazar con la sencillez de su seguir viviendo en sus mundos comunes particulares. El único que puedo poner mi vida en excepción soy yo, que soy el único que puedo dejar de vivirla; o el tirano, que lo hará con violencia o muerte, y no hay más. El resto es superchería para desavisados o mercadeo para pícaros, nada serio. Por eso, la única soberanía me pertenece y es intransferible. Ese debiera ser el artículo primero de toda Carta Magna; todos los demás brotan de él.
  
¿Es así que no podemos pensar en lo común que tienen los millones de personas de nuestra sociedad?, ¿o que no podemos pensar en la gobernanza de nuestra sociedad de millones? Claro que podemos, y ya lo venimos desde el origen de las instituciones culturales. Ya tenemos el Derecho, la Carta Magna, la lengua, las ideologías y la cultura en general. A través de ellas pensamos la multiplicidad inmensa de nuestra sociedad de millones. Pero nadie ha creado estas grandes construcciones de sentido, nadie las gobierna, nadie puede decidirlas particularmente ni imponerlas a capricho o interés propio, sino que ellas son el poso, el desiderátum de largas y muy antiguas tradiciones de convivencia que aún nos facilitan en gran parte nuestra vida en común, que nos enriquecen de continuo, pero que también debemos tratar con cierta distancia, para que el individuo que se quiere libre, o que vive en la tarea de darse su libertad, pueda pensar las cosas por sí mismo, y decidir de qué modos participa en el terreno común de la cultura compartida, o se recluye en las pequeñas esferas de su vida privada, para ser tal y como sólo él puede decidir ser.
  
Todo el que habla en nombre del Pueblo es un usurpador de nuestras voces, y no debiéramos prestarle más atención que la que damos al cómico que nos entretiene, o al méndigo que nos pide unas monedas, que con gusto y compasión le damos, cuando nos las pide educadamente.


Georges de la Tour
San José Carpintero, h. 1620