Umberto Eco, Los límites de la interpretación, Barcelona, Debolsillo, 2013
Si consideramos al autor, la obra y el lector como productos
discursivos –textos, cruces de relatos–, la lectura se convierte en un diálogo entre tres matrices estratégicas de producción de significado,
cuya conversación tiene un carácter resignificante y crea nuevas matrices que se reintroduzcan en el diálogo cultural. El autor
empírico conjetura un lector modelo para el cual diseña la matriz estratégica
del texto; el lector empírico conjetura un autor modelo a partir de la matriz
del texto. De todos ellos, sólo tenemos el texto, y los tres, al fin, son
conjeturas, compendios de significaciones y remisiones legitimadas por la
matriz cultural. Muerto el sujeto, nace el personaje como única referencia de realidad construida a través del texto, mientras la conversación se dirime
en el terreno de una ecología de los discursos que actúa como contexto.
“En la lectura del texto –afirma Eco– hacemos confluir el depósito de
interpretaciones previas que la tradición nos ha entregado”. La lectura moviliza
ciertos conceptos o ideas del texto que remiten a una enciclopedia común, un mundo simbólico. “En el proceso de semiosis ilimitada se
puede ir de un nudo cualquiera a cualquier otro, pero los pasos están controlados
por reglas de conexión que, de alguna manera, nuestra historia cultural ha
legitimado”, pero también, "el texto más el conocimiento enciclopédico dan el derecho a cualquier lector
culto de encontrar esa conexión".
Eco dedica un considerable esfuerzo a formalizar las reglas de la interpretación, pero la metódica de la lectura no es la lógica, sino la
analogía, la atención hacia aspectos formales del texto que originan remisiones. Aceptar el procedimiento
de la analogía en la interpretación del texto no es diferente de lo que hacemos
cuando aceptamos la equivalencia entre significante y significando, entre
indicio y objeto, entre palabra y acto o, en la ciencia moderna, entre número y
objeto: dos significantes que hablan, el uno del otro, sin decir mas que su nombre, resultantes de una vinculación un tanto caprichosa. Las semejanzas sólo son válidas cuando forman sistema, es
decir, cuando se vinculan en una compleja red que les otorga un marco coherente
desde algún punto de vista. “Cada semejanza no vale sino por acumulación de
todas las demás y debe recorrerse el mundo entero para que la menor de las
analogías quede justificada y aparezca al fin como cierta “ (Foucault, Las palabras y las cosas). “Así –concluye
Eco, en referencia a la hermenéutica medieval y alquímica–, precisamente en el
centro de una metafísica de la correspondencia entre orden de la representación
y orden del cosmos, se asiste a una especie de teatro de la deconstrucción y de
la deriva infinita”.
En Los límites de la
interpretación, Eco se esfuerza por mostrar que no todas las lecturas son
posibles, es decir, que no están igualmente autorizadas por la matriz
estratégica del texto, el cual impone ciertas reglas de interpretación. Sin
embargo, incluso la literalidad encierra ambigüedades –polisemia, connotación–
y las reglas nunca son explícitas, sino que deben ser conjeturadas en la (re)lectura,
lo cual abre la puerta a la deriva interpretativa como momento necesario para
cerrar provisionalmente el sentido del texto. Fiar de la literalidad es aceptar
como resultado una tautología que impide el propio suceso feliz de la lectura. Si
de la expresión “esto es una oración” sólo podemos extraer que “esto era una
oración”, el diálogo autorizado es una simpleza que no ayuda a entender el
poder del lenguaje en la construcción de las prácticas sociales, de los mundos posibles, ni siquiera el
disfrute de la lectura. La alternativa de considerar el texto como una apertura
de sentido es una interpretación de la lectura más enriquecedora que sí nos
permite relatar cómo el lenguaje participa de la construcción de
nuestros pequeños mundos, aun asumiendo el riesgo de que la deriva ampare el delirio poético como interpretación legítima del
texto.
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