En el momento del maquillaje hay dos personas, la que aún no
ha dejado de ser y la que empieza a adivinarse. El cambio no consiste en
modificar el rostro para seguir siendo la misma persona, sino en borrar una
personalidad para crear una nueva y diferente que la sustituye. Hablamos de dos
personas. El actor, el buen actor, es quien sabe olvidarse y aparecer
convertido en otro; por eso los malos actores resultan impostores. Pero lo
interesante es el momento del cambio, cuando la transformación está sucediendo
y una piel va suplantando a la otra, un rostro nuevo va comenzando a ser sin
que el otro haya desaparecido por completo. Un rostro no terminado es metáfora
de la génesis, del momento primigenio, lo que hubo antes de la primera vez, lo
que engendró a la primera vez, que no fue el momento de un algo, sino de una
nada, en el tiempo mítico del conflicto.
El maquillaje quizá sea uno de los primeros artificios
humanos, cuando el grupo primitivo, en impenetrables corredores iluminados por
las sombras que construye el fuego, jugaba con la tierra y el pigmento sobre
las paredes y los propios cuerpos. Convertirse en otro por obra de la pintura
sobre la piel crea una realidad alucinada que anticipa el sueño y la fantasía,
y quizá los crea; que anticipa el diálogo con las fuerzas naturales, y quizá
las crea; con el animal cazado y la muerte, que quizá también crea. El
maquillaje nos dio la posibilidad de transformarnos, como se transforma el
mundo a nuestro alrededor, como el sol que muere en forma de noche, y ésta en
forma de día, de comprender que el cambio sucede siempre en algo o en alguien que
deja de ser, que ya es otro, creando un vínculo invisible, no físico, más allá
de lo natural, entre las dos personas: el símbolo, origen de la humanidad
culta.
Chaplin, en Limelight |