En una reunión al margen, amigos y desconocidas. Mi libro despierta el interés de alguien que no lo leerá, pero es bueno que vaya de mano en mano. No debe ser leído por todos. El libro acaba en el suelo, no importa. La perra de la casa se tumba entre las piernas de unas y de otras, y deja su cabeza reposar para iniciar el sueño. Es hermoso un animal que duerme. Mi libro está bajo su hocico, apenas puede leerse el título y algunas letras de mi firma. Toda la soberbia que encierran sus páginas grandilocuentes, su decir sonoro, urgente y firme hasta la angustia, desaparecen convertidas en signo del destino, de otra verdad que nunca imaginaron sus argumentos. El perro los burla sin ironía. Mi libro es el cómodo lecho donde posar su hocico tranquilo, mi libro habla por primera vez a través del perro para no decir nada, para mostrarse como un objeto noble que prescinde de mí. Yo soy una distancia que ha dejado de hablar, un vacío de autor venido a nada, mientras el libro ignora las miradas, las contemplaciones, las interpretaciones, sin que ya sea posible una moral, una reflexión sobre el tiempo o la caída de las obras humanas. Diógenes, el cínico, el perro, no lo habría hecho mejor.
Pertinaz y arrogante, vuelvo a convertirlo en signo. El perro es el signo de una destrucción simbólica y amable, sencilla, pero mi voz ya no importa, como no importa su título, nuestros nombres. Mi libro es ahora el signo de una pérdida que tampoco importa. Mientras el perro duerme, mi libro es ahora una estética vacía, una rara belleza que no quiere decir nada y que no se presta a quedar registrado, a dejar huella. Somos nada, menos que el perro, menos que el libro, o quizá somos el perro y el libro, con una mirada ingenua que descansa en el suelo de cualquier parte sobre libros escritos por otros, hace ya mucho tiempo.