lunes, 27 de junio de 2016

El lenguaje del déficit

El lenguaje del déficit es el que utilizamos para caracterizar a determinados grupos e individuos según ciertos rasgos o elementos estructurales o funcionales que les faltan, de los que supuestamente carecen. Si definimos al enfermo por su falta de salud, al autista por su falta de pautas de relación o de comunicación, al loco por su falta de modales públicos, al pobre por su falta de recursos económicos, o al desempleado por su falta de empleo, no estamos diciendo nada de ellos, no los caracterizamos por lo que son o por lo que hacen, sino que los enfrentamos con determinados criterios normativos que, entendidos en sus justos términos, sólo nos informan acerca de los caracteres que adornan a otros grupos con los que ellos se ven injustamente confrontados, grupos en los que directamente quedamos posicionados los normales, los sanos, los pudientes, los corteses, los que pasamos desapercibidos, la medianía que no llama la atención. Nada decimos de ellos salvo que son diferentes de nosotros. Nada decimos de ellos, sino de lo que nosotros queremos ser o lo que nosotros consideramos correcto, normal o deseable, que al fin es lo mismo.

En el pensamiento racional, los criterios de comparación se aplican exclusivamente para la realización de juicios, para decir que un objeto (persona, comportamiento, recurso, situación, resultado) nos parece más valioso, más deseable o, en general, mejor que otros, no de manera intrínseca, sino respecto de los valores normativos que consideramos apropiados. En ningún caso los criterios de comparación pueden constituirse en elementos con valor lógico para describir o para explicar las formas de ser de los grupos en cuestión. Precisamente, es su mal resultado en la comparación lo que genera la opción lógica de la exclusión y los argumentos que legitiman el rechazo: ellos son los que quedan fuera del criterio impuesto como normativo, los que no cumplen, los anormales. Ser anormal o diferente sólo es resultar posicionado como deficitario en el marco de referencia que se impone desde un grupo o un discurso público cuyos elementos definitorios no han tenido en cuenta los caracteres propios del grupo excluido, sino únicamente los valores que los grupos y discursos hegemónicos proponen/imponen como deseables, aquellos en los que, por comparación, nosotros resultamos mejor parados.

En esta aplicación inapropiada de los criterios normativos se trasluce un intento de legitimación del propio criterio y, en correspondencia, de los grupos que supuestamente poseen los elementos positivos del criterio. Al aplicarlo, resultamos ensalzados como grupo de referencia (la normalidad de los normales) y, con desfachatez lógica, eludimos el requisito obligado de razonar el criterio de comparación, que adquiere así falazmente visos de neutralidad científica, jurídica o moral. De este modo, el lenguaje del déficit define estratégicamente, interesadamente, un orden social normativo cuyas consecuencias directas son la estigmatización del diferente (del cual, recordemos, aún no sabemos nada, pues nada hemos dicho de ellos todavía) y el reparto público de las legitimidades. En este sentido, se puede afirmar con propiedad que el lenguaje del déficit se desarrolla en un terreno político, de ordenamiento moral y jurídico de las clases sociales, donde quedan inscritos el sano y el enfermo, el cuerdo y el loco, el capaz y el incapaz, quedando ellos definidos como sujetos de derecho restringido, y nosotros como beneficiarios de una distinción que asienta el statu quo privilegiado en el que nos instalamos. La trampa es evidente. Que no la reconozcamos sólo es una muestra de nuestra picardía.

Pidamos ahora al diferente, bajo el pretexto perversamente noble de ayudarle a superar el estigma que él no ha buscado ni le corresponde, que haga esfuerzos para integrarse, para adaptarse, para normalizarse, es decir, para empezar a ser al menos un poco como nosotros. ¿Todavía alguien se extrañará de que, definidos como incapaces en función de unos términos normativos que resultan por completo ajenos a sus vidas y a sus formas de ser, resulten ser finalmente incapaces de normalizarse?

Heidegger define al hombre (perdón, al Dasein fenomenológico) como un pro-yecto ex-tático, es decir, como un ser cuya forma de ser es vivir en lo que debería ser, sin que nunca sepamos bien qué implica ser en un proyecto que remite a un futuro siempre postergado, y debiendo abandonarse a sí mismo en el camino para acceder al proyecto público en el que pasamos a vivirnos. De una nada a otra nada, nihilización del yo y nihilización del mundo, dice al respecto Sartre. Llamamos angustia a la consciencia de estar situados en el vacío intermedio de esta doble nihilización, en un espacio vital donde dejamos de sernos para comenzar a vivir en lo que no sabemos ser. Claro, nuestra angustia vital está aún protegida por el disimulo (la mala fe de Sartre) de que, al menos, nadie cuestiona nuestra presencia en determinados proyectos vitales públicos (los normativos), pues son los que todo el mundo nos asigna, los que esperan de nosotros. En los diferentes, sin embargo, la angustia de este baile de naderías que constituye nuestro ser en el mundo se enfrenta a una dificultad añadida, la de haber sido definidos como aquellos cuyas faltas, supuestamente inherentes (genéticas, estructurales, biológicas), y por tanto inescapables, les imposibilitan radicalmente para ser convalidados como aspirantes a vivirse en los proyectos públicos normativos.

El problema práctico, que es un problema profundamente político, es por qué los diferentes deben asumir ciertos proyectos públicos, y no otros, y por qué no pueden proponer sus propios proyectos o modificar los existentes para que les resulten públicamente válidos e individualmente ilusionantes. La respuesta es evidente: el orden social de la normalidad se resintiría si aceptáramos que se puede ser diferente sin mayor problema, o sin más problema que el riesgo de perder las legitimaciones discursivas que sostienen nuestras posiciones de privilegio en ciertas esferas clave de nuestra vida en comunidad: en un mundo autista, pobre o delirante, nosotros seríamos los excluidos, y, entendámoslo, a nadie le apetece ser excluido. Tampoco a nosotros. Tampoco a ellos.

Y todo esto sin que aún hayamos dicho una palabra de qué es ser diferente. Y está bien que así sea. Eso es algo que, nos guste o no, deben decirlo ellos.


viernes, 17 de junio de 2016

La alternativa post, o nada

Quienes opinan que los movimientos postmodernistas no han ofrecido nada sobre lo que construir más allá de la crítica acérrima a casi todo lo que anteriormente primaba en nuestra cultura no han entendido nada. Siguen pensando el relevo paradigmático como una sucesión de estructuras culturales (simbólicas, normativas, ideológicas) con vocación de estabilidad, que puedan ser analizadas desde su diferencia, es decir, desde la definición de un conjunto positivo de prácticas sociales concretas y delimitables (estructuras, insisto, esperan ellos, y no postestructuras, es decir, inestructuras, vacíos, secretos, nada). Las propuestas postmodernas quieren ofrecer precisamente eso, nada, la mera opción de no tener que ser definidos ni definitivos (ser en despliegue), de no resultar tramposamente esencializados en el proceso público de las categorías, las identidades, los discursos, las normas, las formas sociales.

La lógica post es la lógica del significante vacío, la conciencia nihilizadora de que, habitantes en el símbolo, hemos perdido todo referente absoluto posible, abocados a una conciencia (de) nada, como Sartre podría decir, encumbrando lo que no tiene nombre a los espacios institucionales todos del museo, la academia o la relación social. La principal operación post es romper las reglas del juego, desestabilizar el tablero, cualquier tablero, no para ingresar en el caos terrible del todo vale que denuncian los contracríticos desde su falta de entendimiento, sino precisamente para impedir que ellos nos impongan un orden cualquiera, su orden cualquiera, cuya legitimidad, verdad o valor no son ni mucho menos evidentes, apenas sostenidos en sistemas de poder que, circularmente, perversamente, contribuyen a sostener en falso. Orden, creencia, poder, eso es todo en todos (no nos excluyamos), y, claro, ven, hermano, compra, alístate, súmate a nosotros por el bien de todos, por el bien de todos nosotros, claro.

Nuestra libertad se juega en el rechazo de la imposición dogmática, impidiendo que una ideología, cualquier ideología, cualquier sistema normativo, desde su inevitable debilidad fundamental, se nos imponga apelando a criterios que siempre quieren hurtarse a la discusión. La norma (la ley, el nombre) es un juego de trileros que oculta estrategias insanas de poder bajo una apariencia de necesidad, conveniencia, realidad o naturaleza, que no pasan de ser suposiciones siempre por demostrar, que apuntan futuros y seguridades siempre por llegar, siempre demoradas, inscritas en el secreto a voces de su propia vaciedad. Discutamos los sistemas normativos, cualquier sistema, que cualquiera lo discuta si así lo desea, pero también abandonémoslos, apartémoslos, demos con ellos al olvido si así nos parece oportuno, no desde la locura o el capricho, sino desde la madurez tranquila de habernos dado cuenta de las muchas trampas lógicas y políticas que esconden.

La crítica post no es un momento puntual en un proceso de destrucción y elaboración de una nueva propuesta cultural, sino el punto de inicio y el de llegada. La crítica y el valor de la diferencia absoluta son permanentes y centrales, un ejercicio continuo que nos permite estar prevenidos contras las elecciones formales a las que nos vemos abocados: las identidades en las que somos, las ideologías que nos dicen, las prácticas que estructuran la analítica de nuestras vidas. La crítica es una praxis, un modo de pensar fuera y dentro de la mera reflexión intelectual, fuera y dentro de la academia, fuera y dentro de cualquier marco institucional en el que estemos posicionados (profesional, ideológico, epistémico). Lo que la postmodernidad ofrece es la sospecha tranquila y permanente, estoica y no paranoica, una delirante cordura que nos presta argumentos para protegernos de la imposición de los sistemas normativos y de nosotros mismos, tanto como para dejarnos llevar, nómadas, en la reelaboración continua de nuevas formas sociales imprevistas sin más fin último que la posibilidad de realizarlas, divertimento público, carnaval cuya ética es la aceptación de la diferencia y el rechazo de todo intento de estructuración permanente de las formas sociales.

Díganme si esto no es una alternativa plena a los modos de pensamiento y de vida identificados bajo la rúbrica de los grandes relatos que Lyotard puso en el punto de mira. Ciertamente, la práctica de la diferencia es un antiproyecto difícil y des-ilusionante, pero está en nuestras manos realizarlo, o mejor no.

(Adenda o retruécano. El urinario de Duchamp va a cumplir cien años, las latas de tomate de Warhol pasan de los cincuenta. Este lenguaje pertenece a las últimas décadas del siglo acabado, no hago sino decirme en él de manera repetida. Mi repetición es un simulacro mentiroso, diría Baudrillard, ya no es una defensa de la nada, sino mera nadería parásita y ventrílocua revestida con el sayón de las palabras grandilocuentes. Porque estoy lleno de verdades, soy el peor de todos, el más traicionero. Fariseo.

Esto, que es un argumento sencillo y primario contra mí mismo, da que pensar. En eso deberíamos estar.)



miércoles, 15 de junio de 2016

Borges ha muerto de nuevo

Existen, sin embargo, como quería Keats, pequeñas felicidades que son 
singulares y eternas. Existen versos que podrían ser admirables tanto si fueran escritos
esta mañana como si lo fueran en la antigüedad
(Prólogo de Borges para sus obras completas en francés en Gallimard, 1986,
retraducido al castellano por Miguel Blumembach)

Así piensa Borges el pasado, en imperfecto y subjuntivo, no como lo que fue o lo que pudo haber sido, sino como lo que aún está por ser. No sólo nuestros versos y argumentos, los escritos y los que están por escribir, han sido ya imaginados por otros en otros tiempos, y serán sin duda escritos mil y una veces en otros tantos inciertos futuros, sino que, en justa correspondencia, nos necesitan, y es nuestra presencia actual, nuestra voz, lo que sostiene el pasado de la humanidad toda, la corriente amplísima y abierta de la cultura que fuera. No sólo un soñante mítico nos imaginó, y acaso seamos su sueño, sino que el sueño es una puerta con dos caras o caminos, sin que haya razón para pensar que una es la dueña soñante de la otra. Como en los precursores de Kafka, basta lo dicho por un hombre para que toda la historia de la humanidad sea reescrita, una y otra vez, en infinitas variaciones que, por un lado, nos hurtan el protagonismo de la autoría, soberbia y vana, que es la seguridad óntica del sujeto vivo, y, por otro, nos traen a la vida imaginada que sólo sucede en el mar sin hollar de la cultura, donde cada símbolo resume a todos los demás, y así queda en ellos resumido.

Uno de los Borges de los que hay noticia murió en Ginebra, hoy hace treinta años, pero ya había muerto muchas veces antes. Otros, no. Imagino con cierto orgullo que debería avergonzarme que uno de ellos fuera yo, pues también yo soy el hombre que debe pensar de nuevo todos los versos y argumentos. Todas las estrellas del firmamento, que quisiera caldeo o babilonio, como mi nombre, asistieron a mi nacimiento. Todas las miradas de todos los hombres del mundo están fijas en mí, sin que ellos o yo necesitemos pensarlo. Toda la magna historia del símbolo llega hasta esta página que habla sus palabras y dice lo que ellos nos dieron que pensar. Morir es algo que nos sucede de continuo, algo que nos sucede desde siempre y algo que seguirá sucediéndonos hasta que el último hombre expire, sin que importe cuál sea la última palabra, que todas acabarán en él, dichas de una sola vez, en síntesis mágica que bien pudiéramos imaginar ahora, pues todas se encontrarán allí para no ser nunca más repetidas.

Sólo existe lo que es repetido, y así existiremos aún no sólo en las palabras y sus hombres, sino mientras el polvo diminuto y cansado del planeta siga su marcha, ya sea convertido en desierto indeterminado y múltiple, o en roca concreta y dura.

Morir no es nada nuevo. Tampoco imaginarse polvo, irrelevante y sin número, hijos míticos del tiempo de la cerámica, cuando los ancestros que aún somos pensaron un dios con las manos metidas en el barro dando forma a una pareja en semejanza suya.

Hoy, que supe la noticia de una muerte, la cual lloro, me he sentido morir un poco y me siento seguir viviendo, sin que esto importe nada a la palabra, que es donde habita la magia y el sueño del que aún despertaremos tantas veces antes del final adivinado.