Quienes opinan que los movimientos postmodernistas no han ofrecido nada sobre lo que construir más allá de la crítica acérrima a casi todo lo que anteriormente primaba en nuestra cultura no han entendido nada. Siguen pensando el relevo paradigmático como una sucesión de estructuras culturales (simbólicas, normativas, ideológicas) con vocación de estabilidad, que puedan ser analizadas desde su diferencia, es decir, desde la definición de un conjunto positivo de prácticas sociales concretas y delimitables (estructuras, insisto, esperan ellos, y no postestructuras, es decir, inestructuras, vacíos, secretos, nada). Las propuestas postmodernas quieren ofrecer precisamente eso, nada, la mera opción de no tener que ser definidos ni definitivos (ser en despliegue), de no resultar tramposamente esencializados en el proceso público de las categorías, las identidades, los discursos, las normas, las formas sociales.
La lógica post es la lógica del significante vacío, la conciencia nihilizadora de que, habitantes en el símbolo, hemos perdido todo referente absoluto posible, abocados a una conciencia (de) nada, como Sartre podría decir, encumbrando lo que no tiene nombre a los espacios institucionales todos del museo, la academia o la relación social. La principal operación post es romper las reglas del juego, desestabilizar el tablero, cualquier tablero, no para ingresar en el caos terrible del todo vale que denuncian los contracríticos desde su falta de entendimiento, sino precisamente para impedir que ellos nos impongan un orden cualquiera, su orden cualquiera, cuya legitimidad, verdad o valor no son ni mucho menos evidentes, apenas sostenidos en sistemas de poder que, circularmente, perversamente, contribuyen a sostener en falso. Orden, creencia, poder, eso es todo en todos (no nos excluyamos), y, claro, ven, hermano, compra, alístate, súmate a nosotros por el bien de todos, por el bien de todos nosotros, claro.
Nuestra libertad se juega en el rechazo de la imposición dogmática, impidiendo que una ideología, cualquier ideología, cualquier sistema normativo, desde su inevitable debilidad fundamental, se nos imponga apelando a criterios que siempre quieren hurtarse a la discusión. La norma (la ley, el nombre) es un juego de trileros que oculta estrategias insanas de poder bajo una apariencia de necesidad, conveniencia, realidad o naturaleza, que no pasan de ser suposiciones siempre por demostrar, que apuntan futuros y seguridades siempre por llegar, siempre demoradas, inscritas en el secreto a voces de su propia vaciedad. Discutamos los sistemas normativos, cualquier sistema, que cualquiera lo discuta si así lo desea, pero también abandonémoslos, apartémoslos, demos con ellos al olvido si así nos parece oportuno, no desde la locura o el capricho, sino desde la madurez tranquila de habernos dado cuenta de las muchas trampas lógicas y políticas que esconden.
La crítica post no es un momento puntual en un proceso de destrucción y elaboración de una nueva propuesta cultural, sino el punto de inicio y el de llegada. La crítica y el valor de la diferencia absoluta son permanentes y centrales, un ejercicio continuo que nos permite estar prevenidos contras las elecciones formales a las que nos vemos abocados: las identidades en las que somos, las ideologías que nos dicen, las prácticas que estructuran la analítica de nuestras vidas. La crítica es una praxis, un modo de pensar fuera y dentro de la mera reflexión intelectual, fuera y dentro de la academia, fuera y dentro de cualquier marco institucional en el que estemos posicionados (profesional, ideológico, epistémico). Lo que la postmodernidad ofrece es la sospecha tranquila y permanente, estoica y no paranoica, una delirante cordura que nos presta argumentos para protegernos de la imposición de los sistemas normativos y de nosotros mismos, tanto como para dejarnos llevar, nómadas, en la reelaboración continua de nuevas formas sociales imprevistas sin más fin último que la posibilidad de realizarlas, divertimento público, carnaval cuya ética es la aceptación de la diferencia y el rechazo de todo intento de estructuración permanente de las formas sociales.
Díganme si esto no es una alternativa plena a los modos de pensamiento y de vida identificados bajo la rúbrica de los grandes relatos que Lyotard puso en el punto de mira. Ciertamente, la práctica de la diferencia es un antiproyecto difícil y des-ilusionante, pero está en nuestras manos realizarlo, o mejor no.
(Adenda o retruécano. El urinario de Duchamp va a cumplir cien años, las latas de tomate de Warhol pasan de los cincuenta. Este lenguaje pertenece a las últimas décadas del siglo acabado, no hago sino decirme en él de manera repetida. Mi repetición es un simulacro mentiroso, diría Baudrillard, ya no es una defensa de la nada, sino mera nadería parásita y ventrílocua revestida con el sayón de las palabras grandilocuentes. Porque estoy lleno de verdades, soy el peor de todos, el más traicionero. Fariseo.
Esto, que es un argumento sencillo y primario contra mí mismo, da que pensar. En eso deberíamos estar.)
La lógica post es la lógica del significante vacío, la conciencia nihilizadora de que, habitantes en el símbolo, hemos perdido todo referente absoluto posible, abocados a una conciencia (de) nada, como Sartre podría decir, encumbrando lo que no tiene nombre a los espacios institucionales todos del museo, la academia o la relación social. La principal operación post es romper las reglas del juego, desestabilizar el tablero, cualquier tablero, no para ingresar en el caos terrible del todo vale que denuncian los contracríticos desde su falta de entendimiento, sino precisamente para impedir que ellos nos impongan un orden cualquiera, su orden cualquiera, cuya legitimidad, verdad o valor no son ni mucho menos evidentes, apenas sostenidos en sistemas de poder que, circularmente, perversamente, contribuyen a sostener en falso. Orden, creencia, poder, eso es todo en todos (no nos excluyamos), y, claro, ven, hermano, compra, alístate, súmate a nosotros por el bien de todos, por el bien de todos nosotros, claro.
Nuestra libertad se juega en el rechazo de la imposición dogmática, impidiendo que una ideología, cualquier ideología, cualquier sistema normativo, desde su inevitable debilidad fundamental, se nos imponga apelando a criterios que siempre quieren hurtarse a la discusión. La norma (la ley, el nombre) es un juego de trileros que oculta estrategias insanas de poder bajo una apariencia de necesidad, conveniencia, realidad o naturaleza, que no pasan de ser suposiciones siempre por demostrar, que apuntan futuros y seguridades siempre por llegar, siempre demoradas, inscritas en el secreto a voces de su propia vaciedad. Discutamos los sistemas normativos, cualquier sistema, que cualquiera lo discuta si así lo desea, pero también abandonémoslos, apartémoslos, demos con ellos al olvido si así nos parece oportuno, no desde la locura o el capricho, sino desde la madurez tranquila de habernos dado cuenta de las muchas trampas lógicas y políticas que esconden.
La crítica post no es un momento puntual en un proceso de destrucción y elaboración de una nueva propuesta cultural, sino el punto de inicio y el de llegada. La crítica y el valor de la diferencia absoluta son permanentes y centrales, un ejercicio continuo que nos permite estar prevenidos contras las elecciones formales a las que nos vemos abocados: las identidades en las que somos, las ideologías que nos dicen, las prácticas que estructuran la analítica de nuestras vidas. La crítica es una praxis, un modo de pensar fuera y dentro de la mera reflexión intelectual, fuera y dentro de la academia, fuera y dentro de cualquier marco institucional en el que estemos posicionados (profesional, ideológico, epistémico). Lo que la postmodernidad ofrece es la sospecha tranquila y permanente, estoica y no paranoica, una delirante cordura que nos presta argumentos para protegernos de la imposición de los sistemas normativos y de nosotros mismos, tanto como para dejarnos llevar, nómadas, en la reelaboración continua de nuevas formas sociales imprevistas sin más fin último que la posibilidad de realizarlas, divertimento público, carnaval cuya ética es la aceptación de la diferencia y el rechazo de todo intento de estructuración permanente de las formas sociales.
Díganme si esto no es una alternativa plena a los modos de pensamiento y de vida identificados bajo la rúbrica de los grandes relatos que Lyotard puso en el punto de mira. Ciertamente, la práctica de la diferencia es un antiproyecto difícil y des-ilusionante, pero está en nuestras manos realizarlo, o mejor no.
(Adenda o retruécano. El urinario de Duchamp va a cumplir cien años, las latas de tomate de Warhol pasan de los cincuenta. Este lenguaje pertenece a las últimas décadas del siglo acabado, no hago sino decirme en él de manera repetida. Mi repetición es un simulacro mentiroso, diría Baudrillard, ya no es una defensa de la nada, sino mera nadería parásita y ventrílocua revestida con el sayón de las palabras grandilocuentes. Porque estoy lleno de verdades, soy el peor de todos, el más traicionero. Fariseo.
Esto, que es un argumento sencillo y primario contra mí mismo, da que pensar. En eso deberíamos estar.)