El lenguaje del déficit es el que utilizamos para caracterizar a determinados grupos e individuos según ciertos rasgos o elementos estructurales o funcionales que les faltan, de los que supuestamente carecen. Si definimos al enfermo por su falta de salud, al autista por su falta de pautas de relación o de comunicación, al loco por su falta de modales públicos, al pobre por su falta de recursos económicos, o al desempleado por su falta de empleo, no estamos diciendo nada de ellos, no los caracterizamos por lo que son o por lo que hacen, sino que los enfrentamos con determinados criterios normativos que, entendidos en sus justos términos, sólo nos informan acerca de los caracteres que adornan a otros grupos con los que ellos se ven injustamente confrontados, grupos en los que directamente quedamos posicionados los normales, los sanos, los pudientes, los corteses, los que pasamos desapercibidos, la medianía que no llama la atención. Nada decimos de ellos salvo que son diferentes de nosotros. Nada decimos de ellos, sino de lo que nosotros queremos ser o lo que nosotros consideramos correcto, normal o deseable, que al fin es lo mismo.
En el pensamiento racional, los criterios de comparación se aplican exclusivamente para la realización de juicios, para decir que un objeto (persona, comportamiento, recurso, situación, resultado) nos parece más valioso, más deseable o, en general, mejor que otros, no de manera intrínseca, sino respecto de los valores normativos que consideramos apropiados. En ningún caso los criterios de comparación pueden constituirse en elementos con valor lógico para describir o para explicar las formas de ser de los grupos en cuestión. Precisamente, es su mal resultado en la comparación lo que genera la opción lógica de la exclusión y los argumentos que legitiman el rechazo: ellos son los que quedan fuera del criterio impuesto como normativo, los que no cumplen, los anormales. Ser anormal o diferente sólo es resultar posicionado como deficitario en el marco de referencia que se impone desde un grupo o un discurso público cuyos elementos definitorios no han tenido en cuenta los caracteres propios del grupo excluido, sino únicamente los valores que los grupos y discursos hegemónicos proponen/imponen como deseables, aquellos en los que, por comparación, nosotros resultamos mejor parados.
En esta aplicación inapropiada de los criterios normativos se trasluce un intento de legitimación del propio criterio y, en correspondencia, de los grupos que supuestamente poseen los elementos positivos del criterio. Al aplicarlo, resultamos ensalzados como grupo de referencia (la normalidad de los normales) y, con desfachatez lógica, eludimos el requisito obligado de razonar el criterio de comparación, que adquiere así falazmente visos de neutralidad científica, jurídica o moral. De este modo, el lenguaje del déficit define estratégicamente, interesadamente, un orden social normativo cuyas consecuencias directas son la estigmatización del diferente (del cual, recordemos, aún no sabemos nada, pues nada hemos dicho de ellos todavía) y el reparto público de las legitimidades. En este sentido, se puede afirmar con propiedad que el lenguaje del déficit se desarrolla en un terreno político, de ordenamiento moral y jurídico de las clases sociales, donde quedan inscritos el sano y el enfermo, el cuerdo y el loco, el capaz y el incapaz, quedando ellos definidos como sujetos de derecho restringido, y nosotros como beneficiarios de una distinción que asienta el statu quo privilegiado en el que nos instalamos. La trampa es evidente. Que no la reconozcamos sólo es una muestra de nuestra picardía.
Pidamos ahora al diferente, bajo el pretexto perversamente noble de ayudarle a superar el estigma que él no ha buscado ni le corresponde, que haga esfuerzos para integrarse, para adaptarse, para normalizarse, es decir, para empezar a ser al menos un poco como nosotros. ¿Todavía alguien se extrañará de que, definidos como incapaces en función de unos términos normativos que resultan por completo ajenos a sus vidas y a sus formas de ser, resulten ser finalmente incapaces de normalizarse?
Heidegger define al hombre (perdón, al Dasein fenomenológico) como un pro-yecto ex-tático, es decir, como un ser cuya forma de ser es vivir en lo que debería ser, sin que nunca sepamos bien qué implica ser en un proyecto que remite a un futuro siempre postergado, y debiendo abandonarse a sí mismo en el camino para acceder al proyecto público en el que pasamos a vivirnos. De una nada a otra nada, nihilización del yo y nihilización del mundo, dice al respecto Sartre. Llamamos angustia a la consciencia de estar situados en el vacío intermedio de esta doble nihilización, en un espacio vital donde dejamos de sernos para comenzar a vivir en lo que no sabemos ser. Claro, nuestra angustia vital está aún protegida por el disimulo (la mala fe de Sartre) de que, al menos, nadie cuestiona nuestra presencia en determinados proyectos vitales públicos (los normativos), pues son los que todo el mundo nos asigna, los que esperan de nosotros. En los diferentes, sin embargo, la angustia de este baile de naderías que constituye nuestro ser en el mundo se enfrenta a una dificultad añadida, la de haber sido definidos como aquellos cuyas faltas, supuestamente inherentes (genéticas, estructurales, biológicas), y por tanto inescapables, les imposibilitan radicalmente para ser convalidados como aspirantes a vivirse en los proyectos públicos normativos.
El problema práctico, que es un problema profundamente político, es por qué los diferentes deben asumir ciertos proyectos públicos, y no otros, y por qué no pueden proponer sus propios proyectos o modificar los existentes para que les resulten públicamente válidos e individualmente ilusionantes. La respuesta es evidente: el orden social de la normalidad se resintiría si aceptáramos que se puede ser diferente sin mayor problema, o sin más problema que el riesgo de perder las legitimaciones discursivas que sostienen nuestras posiciones de privilegio en ciertas esferas clave de nuestra vida en comunidad: en un mundo autista, pobre o delirante, nosotros seríamos los excluidos, y, entendámoslo, a nadie le apetece ser excluido. Tampoco a nosotros. Tampoco a ellos.
Y todo esto sin que aún hayamos dicho una palabra de qué es ser diferente. Y está bien que así sea. Eso es algo que, nos guste o no, deben decirlo ellos.
En el pensamiento racional, los criterios de comparación se aplican exclusivamente para la realización de juicios, para decir que un objeto (persona, comportamiento, recurso, situación, resultado) nos parece más valioso, más deseable o, en general, mejor que otros, no de manera intrínseca, sino respecto de los valores normativos que consideramos apropiados. En ningún caso los criterios de comparación pueden constituirse en elementos con valor lógico para describir o para explicar las formas de ser de los grupos en cuestión. Precisamente, es su mal resultado en la comparación lo que genera la opción lógica de la exclusión y los argumentos que legitiman el rechazo: ellos son los que quedan fuera del criterio impuesto como normativo, los que no cumplen, los anormales. Ser anormal o diferente sólo es resultar posicionado como deficitario en el marco de referencia que se impone desde un grupo o un discurso público cuyos elementos definitorios no han tenido en cuenta los caracteres propios del grupo excluido, sino únicamente los valores que los grupos y discursos hegemónicos proponen/imponen como deseables, aquellos en los que, por comparación, nosotros resultamos mejor parados.
En esta aplicación inapropiada de los criterios normativos se trasluce un intento de legitimación del propio criterio y, en correspondencia, de los grupos que supuestamente poseen los elementos positivos del criterio. Al aplicarlo, resultamos ensalzados como grupo de referencia (la normalidad de los normales) y, con desfachatez lógica, eludimos el requisito obligado de razonar el criterio de comparación, que adquiere así falazmente visos de neutralidad científica, jurídica o moral. De este modo, el lenguaje del déficit define estratégicamente, interesadamente, un orden social normativo cuyas consecuencias directas son la estigmatización del diferente (del cual, recordemos, aún no sabemos nada, pues nada hemos dicho de ellos todavía) y el reparto público de las legitimidades. En este sentido, se puede afirmar con propiedad que el lenguaje del déficit se desarrolla en un terreno político, de ordenamiento moral y jurídico de las clases sociales, donde quedan inscritos el sano y el enfermo, el cuerdo y el loco, el capaz y el incapaz, quedando ellos definidos como sujetos de derecho restringido, y nosotros como beneficiarios de una distinción que asienta el statu quo privilegiado en el que nos instalamos. La trampa es evidente. Que no la reconozcamos sólo es una muestra de nuestra picardía.
Pidamos ahora al diferente, bajo el pretexto perversamente noble de ayudarle a superar el estigma que él no ha buscado ni le corresponde, que haga esfuerzos para integrarse, para adaptarse, para normalizarse, es decir, para empezar a ser al menos un poco como nosotros. ¿Todavía alguien se extrañará de que, definidos como incapaces en función de unos términos normativos que resultan por completo ajenos a sus vidas y a sus formas de ser, resulten ser finalmente incapaces de normalizarse?
Heidegger define al hombre (perdón, al Dasein fenomenológico) como un pro-yecto ex-tático, es decir, como un ser cuya forma de ser es vivir en lo que debería ser, sin que nunca sepamos bien qué implica ser en un proyecto que remite a un futuro siempre postergado, y debiendo abandonarse a sí mismo en el camino para acceder al proyecto público en el que pasamos a vivirnos. De una nada a otra nada, nihilización del yo y nihilización del mundo, dice al respecto Sartre. Llamamos angustia a la consciencia de estar situados en el vacío intermedio de esta doble nihilización, en un espacio vital donde dejamos de sernos para comenzar a vivir en lo que no sabemos ser. Claro, nuestra angustia vital está aún protegida por el disimulo (la mala fe de Sartre) de que, al menos, nadie cuestiona nuestra presencia en determinados proyectos vitales públicos (los normativos), pues son los que todo el mundo nos asigna, los que esperan de nosotros. En los diferentes, sin embargo, la angustia de este baile de naderías que constituye nuestro ser en el mundo se enfrenta a una dificultad añadida, la de haber sido definidos como aquellos cuyas faltas, supuestamente inherentes (genéticas, estructurales, biológicas), y por tanto inescapables, les imposibilitan radicalmente para ser convalidados como aspirantes a vivirse en los proyectos públicos normativos.
El problema práctico, que es un problema profundamente político, es por qué los diferentes deben asumir ciertos proyectos públicos, y no otros, y por qué no pueden proponer sus propios proyectos o modificar los existentes para que les resulten públicamente válidos e individualmente ilusionantes. La respuesta es evidente: el orden social de la normalidad se resintiría si aceptáramos que se puede ser diferente sin mayor problema, o sin más problema que el riesgo de perder las legitimaciones discursivas que sostienen nuestras posiciones de privilegio en ciertas esferas clave de nuestra vida en comunidad: en un mundo autista, pobre o delirante, nosotros seríamos los excluidos, y, entendámoslo, a nadie le apetece ser excluido. Tampoco a nosotros. Tampoco a ellos.
Y todo esto sin que aún hayamos dicho una palabra de qué es ser diferente. Y está bien que así sea. Eso es algo que, nos guste o no, deben decirlo ellos.