lunes, 28 de noviembre de 2016

El otro silencioso

Siempre estamos atareados, sumidos en proyectos, normas y costumbres donde rige la rutina y el encuadre. Enmarcados por prácticas sociales cargadas de significado, prácticas simbólicas cuya veracidad pertenece a la cultura, a una historia antigua que entrelaza personas, objetos y palabras formando recorridos en los que vamos poco a poco poniendo nuestra vida. Repetimos las vidas de otros por costumbre para dotarnos de un sentido de realidad. Como en el pensamiento antiguo, lo real es lo que venimos haciendo del mismo modo desde la primera vez, que ya está olvidada (Eliade). No importa si son los grandes proyectos para los que uno se prepara durante años o las pequeñas acciones que nos ocupan un rato de nuestro tiempo, todas han sido previstas desde nuestra socialización, desde la norma, desde el lenguaje, o están camino de serlo. Las prácticas generan instituciones, basta con repetirlas, denominarlas y guardar memoria colectiva de ellas. Basta con seguir viviéndolas o hablándolas. Ellas nos gobiernan, aportan el sentido de nuestras acciones, de nuestras vidas, nos definen/identifican como los sujetos que realizan ciertas prácticas concretas con las que trazar la biografía de la normalidad vital.

Nuestro mundo de objetos es un mundo poblado de significados, de palabras que vuelven relevantes las cosas que nos rodean, las que nos sirven en cada momento para la acción y el proyecto. Cualquier acción cotidiana sirve de ejemplo: pensemos en la ordenación de los objetos en derredor disponibles para la utilización, funcionales, serviles. Ignorando la profunda vitalidad inorgánica de todo lo que nos rodea –unos con nosotros, polvo en el polvo, planeta vivo–, sólo miramos a los objetos con los ojos del uso previsto (Barthes). Dominamos el mundo poniéndolo a nuestro servicio a través de las palabras, las que se entretejen para narrar los relatos de lo correcto, de lo que debe ser hecho. Los objetos nunca están callados, pero sólo nosotros hablamos en ellos.

Afirma Heidegger que la conciencia es la llamada hacia sí mismo que detiene la voz de los proyectos (“la habladuría del Uno”). Cuando ellos dejan de hablar, uno escucha el silencio de uno mismo. Este es el espacio de la libertad y de la angustia, el encuentro con la soledad radical a la que aún quisiéramos llamar yo. Estar solo es echarse a un lado, situarse en el silencio que vuelve cuando la voz pública de los proyectos calla. Estar sólo es detener el tiempo de la vida que corre a lomos de los proyectos. Ajeno a toda presión, a toda presencia pública, es posible quedar en nada, alargar los movimientos hasta la infinita ondulación del quedar quieto, donde el círculo se hace recta, como dirían los matemáticos, en lo minúsculo de la asíntota que nunca alcanza un fin. En la soledad, nadie nos urge, sino el yo que calla interminablemente.

Sin embargo, nuestra soledad es sólo una posición lógica, una fantasía filosófica. Aunque todas las voces callen, los objetos que nos rodean siguen hablando de ellas. En el silencio vivo de las habitaciones, los muebles nos observan calladamente. No urgen si nos detenemos, no cuestionan si los ignoramos, pero no dejan de hacer presente la voz pública de las acciones y los proyectos. Ellos son el otro silencioso, el depósito de sentido de un mundo de humanos que se han ausentado sin acabar de marcharse. Ellos, objetos sin mundo ni sentido propios, resignificados desde lo humano, se alinean junto a las paredes para marcar territorios, espacios, rutas y mapas donde seguir viviendo públicamente como individuos dictados por la historia y la costumbre. En la épica de nuestra existencia en pos de la libertad, el imposible lógico del yo en silencio compite duramente con el objeto y su semántica de siglos.

El otro silencioso no chilla, no presiona, se muestra en su significado insistente y pétreo. Nos ignora absolutamente, ignora el uso y el tiempo de la espera. Quieto, a nuestra disposición desde su eternidad sin tiempo, carga sin saberlo con voces que no callan, pero no hará nada para reclamarnos, para imponernos. Esclavo de nuestra humanidad imperiosa, no dejará de soportar la voz de la norma y la costumbre, la presencia del sentido, aunque, al menos, aguardará respetuosamente mientras intentamos, solitarios, dejarlo de lado.



sábado, 12 de noviembre de 2016

La razón poética

Vivimos en un mundo cargado de palabras, nuestro mundo es la palabra. A veces nos quejamos de hablar demasiado y actuar poco, o sentir poco, o de que el vocerío de la cultura no nos deja escuchar nuestro silencio, el silencio del yo, donde nos sentimos a solas con nosotros mismos. Tejemos entre los objetos del mundo una tupida red de relatos, de narraciones, de discursos, en los que somos los protagonistas o los figurantes de un drama romántico (el amor y el desamor), de una aventura épica (la independencia económica, ser adulto por fin), de una tragedia (la terrible enfermedad), de un informe administrativo (la firma de una hipoteca, un número en una estadística) o de un folletín costumbrista (las anécdotas del día a día). Cambiamos de género, pero somos literatura, personajes en busca de autor. Desde un elitismo cultural bien entendido, lo deseable sería que fuéramos buena literatura.

La literatura de la vida nos brinda un quehacer y una biografía. Somos lo que contamos de nosotros, lo que los demás cuentan. Nuestros relatos nos convierten en personas con algo que contar, y dan forma a un mundo de objetos que nos acompañan, un mundo que se dice y que se piensa con palabras. Esta ficción mundana o cósmica, siendo no más que un gran relato convertido en verdad humana, nunca está terminada, la escritura continuará mientras sigan las conversaciones, mientras sigamos hablándonos y dejándonos hablados, dichos, comentados, historizados. Estar vivo es continuar hablando. Si ser libre es callar el vocerío de la cultura para recuperar las posibilidades íntimas del sí mismo, estar vivo es embarcarse en un relato, dejar que el relato se encarne en nosotros, no porque seamos así, sino porque nada impide que podamos serlo. Esta es la clave: hablar no es desentrañar los arcanos del mundo o de la persona, sino hacer algo peculiar con ellos, un modo de acción específico del humano simbólico; hablar es sostener un mundo simbólico o poner en duda nuestras definiciones, las definiciones que nuestra cultura nos ha propuesto o en las que nos ha encasillado, quedar abiertos en la duda a la redefinición de nuestro mundo y de nosotros mismos: hablar es inventarnos e inventar un mundo donde empezar a vivir para ser algo, para ser algo nuevo y distinto.

Frente a la interpretación prosaica de la lectura, que tanto prefiere el pensamiento racional, el reglamentismo de las buenas formas sociales y el ciego y rígido determinismo científico de lo establecido por siempre y para siempre, la escritura es siempre poética, a la griega (poiesis), texto que hace, que abre, en operación, en apertura. Lo poético no está restringido al saber hacer de la poesía, bella y cadenciosa; señala un modo de hablar que puede invadir todas nuestras esferas vitales. El poeta hace versos también con la mirada, con el caminar, con el vestido, igual que el artesano, el pintor, el coreógrafo, el pensador. Como obra de arte, la poesía deja abierto un espacio simbólico que mira hacia el mundo de una manera peculiar que puede ser vivida o desarrollada, basta con que al verso le sumemos el verso, y a él nuestra vida. Igual que el racionalista mira al mundo desde la cuadrícula de lo correctamente definido, el poeta lo mira desde la ambigüedad florida del lenguaje, plena de implícitos sugerentes. Ambos dictan un mundo, sólo que el poético es más bello, y eso, también a la griega, es lo bueno.

La razón poética es la posibilidad que el lenguaje nos ofrece para poetizar nuestro mundo, para darle forma a través de palabras escogidas con esmero estético, con delicadeza de amante, con atrevimiento lúdico. Si nuestro pensamiento es una densa mezcolanza de metáforas, de figuras de estilo, escojamos las metáforas en las que vivirnos con los criterios del poema que conmueve, que sugiere o que inventa argumentos e imágenes para pensar de nuevo y por primera vez cada parcela de nuestras vidas. Nuestro tiempo, cualquier tiempo, está siempre por terminar de escribir. El poema soñará un futuro imposible, hará verídico un presente encaminado y reescribirá un pasado que por fin llega hasta nosotros con sentido. Ningún texto puede reclamar para sí el estatuto de ser la referencia última, salvo que aceptemos vivir en el dogma. Abiertos a ser reescritos en cada momento, a ser pensados de nuevo desde otros juegos de lenguaje, mantendremos nuestra batalla histórica para seguir vivos más allá de las cadenas de la moral de las costumbres, y aún podremos defender el sueño de una libertad que está en nuestra mano protagonizar, siquiera sea en la ficción de un mundo escrito bellamente en argumentos poéticos. Protagonizar una buena literatura digna de recuerdo. Es más de lo que podamos desear.