Vivimos en un mundo cargado de palabras, nuestro mundo es la palabra. A veces nos quejamos de hablar demasiado y actuar poco, o sentir poco, o de que el vocerío de la cultura no nos deja escuchar nuestro silencio, el silencio del yo, donde nos sentimos a solas con nosotros mismos. Tejemos entre los objetos del mundo una tupida red de relatos, de narraciones, de discursos, en los que somos los protagonistas o los figurantes de un drama romántico (el amor y el desamor), de una aventura épica (la independencia económica, ser adulto por fin), de una tragedia (la terrible enfermedad), de un informe administrativo (la firma de una hipoteca, un número en una estadística) o de un folletín costumbrista (las anécdotas del día a día). Cambiamos de género, pero somos literatura, personajes en busca de autor. Desde un elitismo cultural bien entendido, lo deseable sería que fuéramos buena literatura.
La literatura de la vida nos brinda un quehacer y una biografía. Somos lo que contamos de nosotros, lo que los demás cuentan. Nuestros relatos nos convierten en personas con algo que contar, y dan forma a un mundo de objetos que nos acompañan, un mundo que se dice y que se piensa con palabras. Esta ficción mundana o cósmica, siendo no más que un gran relato convertido en verdad humana, nunca está terminada, la escritura continuará mientras sigan las conversaciones, mientras sigamos hablándonos y dejándonos hablados, dichos, comentados, historizados. Estar vivo es continuar hablando. Si ser libre es callar el vocerío de la cultura para recuperar las posibilidades íntimas del sí mismo, estar vivo es embarcarse en un relato, dejar que el relato se encarne en nosotros, no porque seamos así, sino porque nada impide que podamos serlo. Esta es la clave: hablar no es desentrañar los arcanos del mundo o de la persona, sino hacer algo peculiar con ellos, un modo de acción específico del humano simbólico; hablar es sostener un mundo simbólico o poner en duda nuestras definiciones, las definiciones que nuestra cultura nos ha propuesto o en las que nos ha encasillado, quedar abiertos en la duda a la redefinición de nuestro mundo y de nosotros mismos: hablar es inventarnos e inventar un mundo donde empezar a vivir para ser algo, para ser algo nuevo y distinto.
Frente a la interpretación prosaica de la lectura, que tanto prefiere el pensamiento racional, el reglamentismo de las buenas formas sociales y el ciego y rígido determinismo científico de lo establecido por siempre y para siempre, la escritura es siempre poética, a la griega (poiesis), texto que hace, que abre, en operación, en apertura. Lo poético no está restringido al saber hacer de la poesía, bella y cadenciosa; señala un modo de hablar que puede invadir todas nuestras esferas vitales. El poeta hace versos también con la mirada, con el caminar, con el vestido, igual que el artesano, el pintor, el coreógrafo, el pensador. Como obra de arte, la poesía deja abierto un espacio simbólico que mira hacia el mundo de una manera peculiar que puede ser vivida o desarrollada, basta con que al verso le sumemos el verso, y a él nuestra vida. Igual que el racionalista mira al mundo desde la cuadrícula de lo correctamente definido, el poeta lo mira desde la ambigüedad florida del lenguaje, plena de implícitos sugerentes. Ambos dictan un mundo, sólo que el poético es más bello, y eso, también a la griega, es lo bueno.
La razón poética es la posibilidad que el lenguaje nos ofrece para poetizar nuestro mundo, para darle forma a través de palabras escogidas con esmero estético, con delicadeza de amante, con atrevimiento lúdico. Si nuestro pensamiento es una densa mezcolanza de metáforas, de figuras de estilo, escojamos las metáforas en las que vivirnos con los criterios del poema que conmueve, que sugiere o que inventa argumentos e imágenes para pensar de nuevo y por primera vez cada parcela de nuestras vidas. Nuestro tiempo, cualquier tiempo, está siempre por terminar de escribir. El poema soñará un futuro imposible, hará verídico un presente encaminado y reescribirá un pasado que por fin llega hasta nosotros con sentido. Ningún texto puede reclamar para sí el estatuto de ser la referencia última, salvo que aceptemos vivir en el dogma. Abiertos a ser reescritos en cada momento, a ser pensados de nuevo desde otros juegos de lenguaje, mantendremos nuestra batalla histórica para seguir vivos más allá de las cadenas de la moral de las costumbres, y aún podremos defender el sueño de una libertad que está en nuestra mano protagonizar, siquiera sea en la ficción de un mundo escrito bellamente en argumentos poéticos. Protagonizar una buena literatura digna de recuerdo. Es más de lo que podamos desear.
La literatura de la vida nos brinda un quehacer y una biografía. Somos lo que contamos de nosotros, lo que los demás cuentan. Nuestros relatos nos convierten en personas con algo que contar, y dan forma a un mundo de objetos que nos acompañan, un mundo que se dice y que se piensa con palabras. Esta ficción mundana o cósmica, siendo no más que un gran relato convertido en verdad humana, nunca está terminada, la escritura continuará mientras sigan las conversaciones, mientras sigamos hablándonos y dejándonos hablados, dichos, comentados, historizados. Estar vivo es continuar hablando. Si ser libre es callar el vocerío de la cultura para recuperar las posibilidades íntimas del sí mismo, estar vivo es embarcarse en un relato, dejar que el relato se encarne en nosotros, no porque seamos así, sino porque nada impide que podamos serlo. Esta es la clave: hablar no es desentrañar los arcanos del mundo o de la persona, sino hacer algo peculiar con ellos, un modo de acción específico del humano simbólico; hablar es sostener un mundo simbólico o poner en duda nuestras definiciones, las definiciones que nuestra cultura nos ha propuesto o en las que nos ha encasillado, quedar abiertos en la duda a la redefinición de nuestro mundo y de nosotros mismos: hablar es inventarnos e inventar un mundo donde empezar a vivir para ser algo, para ser algo nuevo y distinto.
Frente a la interpretación prosaica de la lectura, que tanto prefiere el pensamiento racional, el reglamentismo de las buenas formas sociales y el ciego y rígido determinismo científico de lo establecido por siempre y para siempre, la escritura es siempre poética, a la griega (poiesis), texto que hace, que abre, en operación, en apertura. Lo poético no está restringido al saber hacer de la poesía, bella y cadenciosa; señala un modo de hablar que puede invadir todas nuestras esferas vitales. El poeta hace versos también con la mirada, con el caminar, con el vestido, igual que el artesano, el pintor, el coreógrafo, el pensador. Como obra de arte, la poesía deja abierto un espacio simbólico que mira hacia el mundo de una manera peculiar que puede ser vivida o desarrollada, basta con que al verso le sumemos el verso, y a él nuestra vida. Igual que el racionalista mira al mundo desde la cuadrícula de lo correctamente definido, el poeta lo mira desde la ambigüedad florida del lenguaje, plena de implícitos sugerentes. Ambos dictan un mundo, sólo que el poético es más bello, y eso, también a la griega, es lo bueno.
La razón poética es la posibilidad que el lenguaje nos ofrece para poetizar nuestro mundo, para darle forma a través de palabras escogidas con esmero estético, con delicadeza de amante, con atrevimiento lúdico. Si nuestro pensamiento es una densa mezcolanza de metáforas, de figuras de estilo, escojamos las metáforas en las que vivirnos con los criterios del poema que conmueve, que sugiere o que inventa argumentos e imágenes para pensar de nuevo y por primera vez cada parcela de nuestras vidas. Nuestro tiempo, cualquier tiempo, está siempre por terminar de escribir. El poema soñará un futuro imposible, hará verídico un presente encaminado y reescribirá un pasado que por fin llega hasta nosotros con sentido. Ningún texto puede reclamar para sí el estatuto de ser la referencia última, salvo que aceptemos vivir en el dogma. Abiertos a ser reescritos en cada momento, a ser pensados de nuevo desde otros juegos de lenguaje, mantendremos nuestra batalla histórica para seguir vivos más allá de las cadenas de la moral de las costumbres, y aún podremos defender el sueño de una libertad que está en nuestra mano protagonizar, siquiera sea en la ficción de un mundo escrito bellamente en argumentos poéticos. Protagonizar una buena literatura digna de recuerdo. Es más de lo que podamos desear.