Siempre estamos atareados, sumidos en proyectos, normas y costumbres donde rige la rutina y el encuadre. Enmarcados por prácticas sociales cargadas de significado, prácticas simbólicas cuya veracidad pertenece a la cultura, a una historia antigua que entrelaza personas, objetos y palabras formando recorridos en los que vamos poco a poco poniendo nuestra vida. Repetimos las vidas de otros por costumbre para dotarnos de un sentido de realidad. Como en el pensamiento antiguo, lo real es lo que venimos haciendo del mismo modo desde la primera vez, que ya está olvidada (Eliade). No importa si son los grandes proyectos para los que uno se prepara durante años o las pequeñas acciones que nos ocupan un rato de nuestro tiempo, todas han sido previstas desde nuestra socialización, desde la norma, desde el lenguaje, o están camino de serlo. Las prácticas generan instituciones, basta con repetirlas, denominarlas y guardar memoria colectiva de ellas. Basta con seguir viviéndolas o hablándolas. Ellas nos gobiernan, aportan el sentido de nuestras acciones, de nuestras vidas, nos definen/identifican como los sujetos que realizan ciertas prácticas concretas con las que trazar la biografía de la normalidad vital.
Nuestro mundo de objetos es un mundo poblado de significados, de palabras que vuelven relevantes las cosas que nos rodean, las que nos sirven en cada momento para la acción y el proyecto. Cualquier acción cotidiana sirve de ejemplo: pensemos en la ordenación de los objetos en derredor disponibles para la utilización, funcionales, serviles. Ignorando la profunda vitalidad inorgánica de todo lo que nos rodea –unos con nosotros, polvo en el polvo, planeta vivo–, sólo miramos a los objetos con los ojos del uso previsto (Barthes). Dominamos el mundo poniéndolo a nuestro servicio a través de las palabras, las que se entretejen para narrar los relatos de lo correcto, de lo que debe ser hecho. Los objetos nunca están callados, pero sólo nosotros hablamos en ellos.
Afirma Heidegger que la conciencia es la llamada hacia sí mismo que detiene la voz de los proyectos (“la habladuría del Uno”). Cuando ellos dejan de hablar, uno escucha el silencio de uno mismo. Este es el espacio de la libertad y de la angustia, el encuentro con la soledad radical a la que aún quisiéramos llamar yo. Estar solo es echarse a un lado, situarse en el silencio que vuelve cuando la voz pública de los proyectos calla. Estar sólo es detener el tiempo de la vida que corre a lomos de los proyectos. Ajeno a toda presión, a toda presencia pública, es posible quedar en nada, alargar los movimientos hasta la infinita ondulación del quedar quieto, donde el círculo se hace recta, como dirían los matemáticos, en lo minúsculo de la asíntota que nunca alcanza un fin. En la soledad, nadie nos urge, sino el yo que calla interminablemente.
Sin embargo, nuestra soledad es sólo una posición lógica, una fantasía filosófica. Aunque todas las voces callen, los objetos que nos rodean siguen hablando de ellas. En el silencio vivo de las habitaciones, los muebles nos observan calladamente. No urgen si nos detenemos, no cuestionan si los ignoramos, pero no dejan de hacer presente la voz pública de las acciones y los proyectos. Ellos son el otro silencioso, el depósito de sentido de un mundo de humanos que se han ausentado sin acabar de marcharse. Ellos, objetos sin mundo ni sentido propios, resignificados desde lo humano, se alinean junto a las paredes para marcar territorios, espacios, rutas y mapas donde seguir viviendo públicamente como individuos dictados por la historia y la costumbre. En la épica de nuestra existencia en pos de la libertad, el imposible lógico del yo en silencio compite duramente con el objeto y su semántica de siglos.
El otro silencioso no chilla, no presiona, se muestra en su significado insistente y pétreo. Nos ignora absolutamente, ignora el uso y el tiempo de la espera. Quieto, a nuestra disposición desde su eternidad sin tiempo, carga sin saberlo con voces que no callan, pero no hará nada para reclamarnos, para imponernos. Esclavo de nuestra humanidad imperiosa, no dejará de soportar la voz de la norma y la costumbre, la presencia del sentido, aunque, al menos, aguardará respetuosamente mientras intentamos, solitarios, dejarlo de lado.
Nuestro mundo de objetos es un mundo poblado de significados, de palabras que vuelven relevantes las cosas que nos rodean, las que nos sirven en cada momento para la acción y el proyecto. Cualquier acción cotidiana sirve de ejemplo: pensemos en la ordenación de los objetos en derredor disponibles para la utilización, funcionales, serviles. Ignorando la profunda vitalidad inorgánica de todo lo que nos rodea –unos con nosotros, polvo en el polvo, planeta vivo–, sólo miramos a los objetos con los ojos del uso previsto (Barthes). Dominamos el mundo poniéndolo a nuestro servicio a través de las palabras, las que se entretejen para narrar los relatos de lo correcto, de lo que debe ser hecho. Los objetos nunca están callados, pero sólo nosotros hablamos en ellos.
Afirma Heidegger que la conciencia es la llamada hacia sí mismo que detiene la voz de los proyectos (“la habladuría del Uno”). Cuando ellos dejan de hablar, uno escucha el silencio de uno mismo. Este es el espacio de la libertad y de la angustia, el encuentro con la soledad radical a la que aún quisiéramos llamar yo. Estar solo es echarse a un lado, situarse en el silencio que vuelve cuando la voz pública de los proyectos calla. Estar sólo es detener el tiempo de la vida que corre a lomos de los proyectos. Ajeno a toda presión, a toda presencia pública, es posible quedar en nada, alargar los movimientos hasta la infinita ondulación del quedar quieto, donde el círculo se hace recta, como dirían los matemáticos, en lo minúsculo de la asíntota que nunca alcanza un fin. En la soledad, nadie nos urge, sino el yo que calla interminablemente.
Sin embargo, nuestra soledad es sólo una posición lógica, una fantasía filosófica. Aunque todas las voces callen, los objetos que nos rodean siguen hablando de ellas. En el silencio vivo de las habitaciones, los muebles nos observan calladamente. No urgen si nos detenemos, no cuestionan si los ignoramos, pero no dejan de hacer presente la voz pública de las acciones y los proyectos. Ellos son el otro silencioso, el depósito de sentido de un mundo de humanos que se han ausentado sin acabar de marcharse. Ellos, objetos sin mundo ni sentido propios, resignificados desde lo humano, se alinean junto a las paredes para marcar territorios, espacios, rutas y mapas donde seguir viviendo públicamente como individuos dictados por la historia y la costumbre. En la épica de nuestra existencia en pos de la libertad, el imposible lógico del yo en silencio compite duramente con el objeto y su semántica de siglos.
El otro silencioso no chilla, no presiona, se muestra en su significado insistente y pétreo. Nos ignora absolutamente, ignora el uso y el tiempo de la espera. Quieto, a nuestra disposición desde su eternidad sin tiempo, carga sin saberlo con voces que no callan, pero no hará nada para reclamarnos, para imponernos. Esclavo de nuestra humanidad imperiosa, no dejará de soportar la voz de la norma y la costumbre, la presencia del sentido, aunque, al menos, aguardará respetuosamente mientras intentamos, solitarios, dejarlo de lado.