miércoles, 24 de mayo de 2017

Posthistoria

Suele entenderse la reflexión histórica como el esfuerzo por generar un relato coherente sobre lo que sucedió, aunque no hay modo de saber con certeza qué sucedió de manera exhaustiva, no hay modo de contemplar todos los detalles, movimientos, argumentos, hechos, que fueron la vida del momento pasado sobre el que la reflexión quisiera historizar. El relato debe contentarse con poco, y, a partir de lo poco, historizar coherentemente. Esta concepción de la historicidad, que heredamos de los griegos, no es nuestro único modo de habitar la historia, aunque sí la concepción más extendida en el pensamiento de nuestro occidente cultural.

Nuestra forma común de concebir la reflexión histórica se enfrenta, como pieza fundamental, a la evidencia dura y consistente de la huella, o registro. Sólo lo que dejó una huella que el tiempo ha conservado puede ser historizado en este sentido; es decir, sólo lo que quedó registrado, bien la piedra que muestra nuestro paso (las ruinas, las ciudades, el trazado de los caminos, las huellas antrópicas sobre los muros y el paisaje), bien el registro simbólico que aún dice lo que fue hablado (los textos, las estelas, las tradiciones orales). El registro, la huella, se convierte así en referencia insoslayable e indiscutible. Ante el registro, podemos preguntarnos qué sucedió en torno, cómo se llegó hasta él, qué significó, qué pretendieron quienes dejaron huella, a dónde nos llevó, pero no podemos ponerlo en duda, él es la antonomasia del hecho, del dato, o factum. La huella es el único testimonio que la historiografía convencional contempla, todo debe girar alrededor de ella, el relato debe ser construido tomando las huellas como piedras miliares con las que componer capítulos y épocas, gruesos tomos en la serie histórica de lo que decimos que fue.

En comparación con la riqueza societal, cultural o humana de lo que hubo –siempre abiertas a la indefinición–, la huella siempre dice poco, o nada, pues bien podemos sentarnos frente a ella a escuchar, que apenas escucharemos algo, y será el historiador quien le preste su voz en la maniobra de la reconstrucción historiográfica. En el extremo de esta perspectiva, podríamos decir que todo lo que no quedó registrado ha desaparecido en la corriente de las generaciones y los siglos. Ante el registro, podemos preguntarnos, e incluso podemos mirarlo como actualidad viva de un pasado que sigue presente en nosotros, que nos sirve como tierra o fundamento (fundus) sobre el que continúa nuestro paso. De lo que no quedó registro, sin embargo, nada podemos preguntarnos, nada podemos hacer al respecto. El registro (repetición, eco, idea) salva del olvido, aunque sólo sea en el modo peculiar de hacer posible un diálogo entre las épocas. La memoria es el diálogo vivo, continuo y actual con la huella salvada del pasado que, de este modo, nunca acaba de pasar. Ante su presencia viva, el pasado de la huella es también nuestro futuro.

Conscientes del tiempo inexorable, tópico latino por excelencia, nuestro presente post se enfrenta a la pregunta sobre las huellas que nuestra época está dejando a los siguientes, sobre el modo en que lo siguientes nos recordarán, qué memoria habrán de nosotros. Si la postmodernidad se recrea en las muchas muertes del sujeto, del arte, de la historia…, de sí misma; si la postmodernidad juega al difícil juego nómada y continuo de huir de la opresión de las categorías, las tiranías nómicas, los sistemas disciplinarios; así convenimos con facilidad en la praxis del suicidio voluntario de nuestras prácticas culturales, las cuales apenas alcanzarán ese estatus, puesto que, por vocación o por estrategia, hemos decidido no anclarlas en los nombres o en las referencias, vivirlas al margen de las estabilidades y los futuros. Sólo hay libertad donde no hay sistema. La historia nos reinterpretará a partir de los registros, pero no queremos ser interpretados, ser devueltos a sistema, sino meramente ser compartidos, acompañados, o pasar desapercibidos. Obsesionados por la libertad, por la construcción autónoma, autista, del sujeto, por la belleza cómplice de la soledad compartida, nos dejamos morir festivamente en un carnaval continuo al que consideramos máxima expresión de una posición ética y política consciente y respetuosa.

El juego de las desapariciones es, sin embargo, paradójico. El mejor modo de esconderse siempre fue estar situado a la vista de todos, y sólo dentro de los sistemas normativos, en los intersticios interiores, es donde encontramos vacíos, espacios indefinibles, inaprehensibles, en los que desarrollar la fantasía de lo utópico, sin lugar, sin nombres, de lo heterogéneo o de lo ajeno absoluto en que la praxis postmoderna se desarrolla. Que los demás no lo entiendan sólo es un índice de que estamos en la buena dirección, que no es ninguna, sino selva, camino de pastores en el que siempre vuelve a crecer la hierba.

No obstante, sin vernos, ellos no dejan de mirarnos. Sin saber lo que hacemos, no dejan de hablar de nosotros. Cada uno de nuestros movimientos es un desafío sistémico, un imposible a sus ojos, un órdago que descabala el mundo en el que ellos disimulan vivir con la tranquilidad de lo que está claro, lo natural, lo como dios manda, lo que siempre ha sido así, lo como debe ser, y otras fórmulas con las que disimulan la torpeza de sus cimientos, la debilidad de sus seguridades. Sólo están seguros si todos miramos hacia otra parte y no descubrimos la mentira, la vaciedad secreta que todos callan. Pero nosotros, en nuestro silencio ruidoso y marginal, no dejamos de hablar.

Enfrentados con su mirada, no podemos eludir el diálogo. Ya sea respondiendo con la ironía, con el silencio o con la crítica, su mirada nos interpreta, y quizá deberíamos pensar si queremos ser interpretados, y cómo, hasta dónde queremos mostrarnos, y para qué. Quizá estemos embarcados en un juego táctico, donde no sólo tratamos de inventar un mundo libre en que vivirnos, sino de evitar que sus miradas lo resignifiquen, lo reinterpreten a su modo y nos lo devuelvan especularmente a las tiranías simbólicas de las que no dejamos de escapar en loca huida. La pregunta, entonces, es cuál es la huella que queremos dejar, cómo definir estratégicamente las huellas, los registros a partir de los cuales seremos recordados, será hecha memoria de nosotros, incluso haremos memoria de nosotros mismos; cómo escoger registros que no nos traicionen, que aún permitan conservar la (des)memoria de nuestro esfuerzo por huir en libertad creadora, suicida y festiva, digna y respetuosa.

La posthistoria es lo que viene después, lo que aún no ha sido escrito, lo que estamos escribiendo siempre ya. Estamos creando historia, nuestra historia. Aunque tratemos de ocultarnos, estamos contribuyendo a fijar las huellas por las que seremos recordados/olvidados. El problema de la reflexión posthistórica ya no es qué quieren decir las huellas del pasado, sino qué huellas queremos dejar para que el futuro no nos historice de modos que traicionen nuestro esfuerzo por ocultarnos para vivir a nuestro modo, que es ninguno, o lo que venga.



lunes, 8 de mayo de 2017

El yo alucinado

Amablemente, la obra está abierta para recibir un primer movimiento, el inicio de una andadura, y dejarse hacer. En la incipiente andadura del yo que echa a vivir, derivamos alucinados por la obra, incomprensibles para todos, pues nadie puede ponerse en el lugar que se inaugura con nosotros.

El yo que deriva por la obra se olvida de sí mismo, abandona la difícil aspiración de ser yo (sujeto-nada) y de ser libre, se determina en su caminar y cede su libertad como aspiración abierta a todas las posibilidades. Viviendo a solas, penetra en la ilusión de un mundo donde él mismo se pone fuera de sí, y ya no aspira a ser sí mismo, sino a serse arrojado en la obra, uno con la obra fuera de sí, consigo en compañía de la obra. Retorna a la ilusión de vivir un mundo donde él se deja atrás, olvidado de sí, desconocido por todos. La libertad es un movimiento fugaz, ajeno al instante, afuera del tiempo compartido. En la sencillez del artista en bruto, su creación es tanto despliegue de vitalidad como suicidio involuntario, voluntariosamente involuntario, inconsciente, ajeno a la conciencia de sí. Desdoblado de nuevo, carga con la ausencia de un yo que se olvida. Su mundo es bello sin añoranza: llora sin dolor, pues olvidó el motivo; ríe sin sonrisa, puesto que ignora la broma. Extraño para todos, tampoco los demás lo lloran ni le ríen, desapercibido en medio de todos, oculto en el mundo que ahora le cobija y le brinda un horizonte sin fin que no lleva a ningún sitio, que se agota en su mero caminar y olvida de dónde viene. Para los demás, la obra del solitario es autista, delirante o monotemática, locura al fin en la que vivimos al margen con plenitud alucinada.

El movimiento en libertad, camino de ninguna parte, deja una huella que siempre nos queda atrás, solitarios sin testigos, vueltos hacia un proyecto imposible, impensable, de nuevo en la ilusión de un sentido que nada significa, sin memoria, y muere consigo mismo sin que nada de su paso hable ya de él, sino del otro que ahora es él mientras camina. Quizá el yo podría derivar interminablemente, infinita locura, pero vuelve al fin sobre sus pasos para reiniciar autista consigo el juego de los espejos, de las repeticiones, de las formas que sólo él comprende. En el mundo que el yo conforma para sí mismo, se trasciende para volver a sí mismo más allá de sí mismo, una y otra vez. De la soledad del origen a la incógnita del destino, siempre solos, irreconocibles salvo para uno mismo, sin testigos. La cuerda que nos ata es dulce e invisible.

No importa si los demás nos miran. Nos llevarán de nuevo a las ilusiones del significado, seremos para ellos el ejemplo de lo imposible, el margen puro frente al cual ellos se definen y reafirman el sentido de su mirada, pero nada sabrán de nosotros, y nada les diremos, pues nada comprenderían. El yo a solas repite incansable sus propios movimientos sin poder contarlos, sin terminar nunca de realizarlos, en una eternidad sin tiempo, sin proyectarse hacia adelante, sin esperarse a su llegada, o quizá camina en círculos, sin que pueda decirse dónde comenzó su biografía solitaria, dónde terminará.

Su voz es cacofonía, mera repetición insignificante. Encerrado en la estructura reiterativa de su voz a solas, trasciende hasta su canto para perderse en un eco interior. Fuera de sí mismo, sólo se encuentra a sí mismo, exterioridad vacía, incomunicable, intratable. El hombre a solas es lo ajeno absoluto, escritura automática, delirio de la anormalidad, pura desmemoria. Nadie lo contempla, nadie le responde, ni siquiera el mundo impersonal de la cálida cultura, del Otro que nos acoge en la melodía de los siglos, donde uno vive a solas rodeado de tantas cosas, rodeado de la historia del símbolo, de los que fueron antes que nosotros y siguen aquí silenciosamente. El hombre a solas es ruidoso para no decir nada, su verbo es cacareo, estrépito de palabras intraducibles, inopinables. Por eso nadie entiende este texto que ahora escribo. Yo, el solitario, que me encuentro en él de tantas formas, me vierto en él para quedar en nada. Vengo de la nada para ir a ninguna parte, donde nadie me espera, ni siquiera yo.

Este es el delirio de la libertad encaminada, voluntariosamente enajenada, del sujeto-nada que soñó un mundo, para ver cómo el mundo se disuelve entre sus manos, entre sus líneas, en los pasos que nada quieren decir, porque nadie escucha.

Un mundo liberticida que se muere en libertad, un mundo de hombres sabios que han perdido la memoria y la facultad de hablar. Como Borges, yo también soñé alcanzar la ciudad de los inmortales. Ahora, desde que me hallo en ella, mi único deseo es volver para morir en las aguas tranquilas del río de la historia.